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El Presidente del Salvador, Nayib Bukele, acompañado por miembros de las fuerzas armadas, habla a sus seguidores afuera del Congreso en San Salvador, El Salvador. © 2020 AP Photo/Salvador Melendez

El 31 de julio, la Asamblea Legislativa aprobó una reforma constitucional que elimina los límites a la reelección presidencial, la cual constituye el último paso en un proceso de varios años para desmantelar el Estado de derecho en El Salvador.

La comunidad internacional, escudándose en los altos niveles de aprobación del presidente Nayib Bukele, sus políticas de seguridad punitivas e intereses geopolíticos, en gran medida ha permanecido en silencio.

Una excepción notable ha sido la Unión Europea, que ha expresado de manera creciente su preocupación por el deterioro de la situación de derechos humanos en El Salvador. En cambio, el gobierno de Donald Trump ha sido un aliado abierto de Bukele y se ha mostrado dispuesto a respaldar a su gobierno en el debilitamiento de normas democráticas. La administración Trump deportó a más de 250 venezolanos y 20 salvadoreños a una cárcel de El Salvador, a pesar de la evidencia creíble de tortura y otros abusos en sus prisiones.

Las primeras señales del giro autoritario de Bukele se produjeron tan solo ocho meses después de su llegada a la presidencia. El 9 de febrero de 2020, Bukele ingresó en la Asamblea Legislativa acompañado de soldados armados y exigió la aprobación de un préstamo para financiar su plan de seguridad. Tras una puesta en escena en la que rezó en el pleno, afirmó que Dios le había pedido paciencia y dio a los legisladores una semana para aprobar los fondos.

Esa burda intimidación a los diputados fue una señal importante. Aun así, la reacción internacional resultó, en su mayoría, débil y complaciente.

Lo que siguió fue la erosión de las instituciones democráticas.

Primero, Bukele desafió el poder de otros poderes del Estado y desobedeció fallos de la Sala de lo Constitucional relacionados con la pandemia de COVID-19.

En 2021, cuando el partido de Bukele obtuvo una mayoría de dos tercios en la Asamblea, los legisladores destituyeron y reemplazaron a los cinco magistrados de la Sala Constitucional y al fiscal general, que estaba investigando a funcionarios del gobierno por corrupción y negociaciones con pandillas. Posteriormente, aprobaron leyes que permitieron la destitución de jueces y fiscales de menor rango.

En 2021, la nueva Sala Constitucional decidió que Bukele podía presentarse a la reelección para un mandato adicional en 2024, a pesar de la prohibición constitucional de la reelección inmediata. En marzo de 2022, tras una ola de asesinatos cometidos por pandillas, la Asamblea Legislativa aprobó un régimen de excepción que abrió las puertas a detenciones masivas en el marco de la “guerra contra las pandillas” del gobierno.

La campaña de Bukele contra las pandillas ha producido resultados tangibles—la tasa de homicidios ha disminuido drásticamente—pero a un costo enorme para el Estado de derecho y los derechos humanos. Aproximadamente el 2 % de la población del país se encuentra privada de libertad. Human Rights Watch y otras organizaciones de derechos humanos han documentado detenciones arbitrarias basadas en pruebas falsas o sin corroborardesapariciones forzadas, muertes bajo custodia y tortura y malos tratos durante la detenciónincluso contra niños, niñas y adolescentes.

El desmantelamiento de los controles al poder de Bukele también le ha permitido perseguir a sus críticos. En mayo, las autoridades detuvieron a Ruth López, abogada de derechos humanos de la reconocida organización de derechos humanos Cristosal, y a Enrique Anaya, abogado constitucionalista y crítico del gobierno. Ambos casos se encuentran bajo reserva.

Es posible que la represión apenas esté comenzando. En mayo, la Asamblea aprobó una Ley de Agentes Extranjeros, que otorga al gobierno amplios poderes para restringir el trabajo de las organizaciones de la sociedad civil y los medios de comunicación independientes que reciben financiamiento internacional. Más de 100 periodistas, abogados y activistas han abandonado el país.

La reciente reforma a la Constitución de El Salvador fue posible gracias a una reforma anterior aprobada en enero de 2025, que permite a los legisladores enmendar la Constitución en una sola legislatura.

Antes, cualquier reforma constitucional requería la aprobación de una Asamblea y la ratificación de la siguiente, tras el inicio de un nuevo período legislativo. La modificación permitió a los diputados de Bukele aprobar la enmienda a las 8 de la tarde y “ratificarla” apenas dos horas después, en una sesión legislativa separada.

La prohibición de la reelección presidencial se consideró durante mucho tiempo una piedra angular de la Constitución salvadoreña, una “cláusula pétrea” que no podía modificarse. La Corte Interamericana de Derechos Humanos, el máximo tribunal de derechos humanos de la región, ha dictaminado que la reelección indefinida, o la ausencia de límites a los mandatos, contraviene las obligaciones regionales en materia de derechos humanos. Sin embargo, la Asamblea bajo Bukele eliminó esta prohibición de la Constitución en cuestión de horas.

La Organización de los Estados Americanos (OEA) tiene tanto el mandato como la responsabilidad de actuar. No obstante, el Consejo Permanente de la OEA ha evitado debatir la situación en El Salvador.

La reciente reforma constitucional también debería ser una señal de alerta para el Fondo Monetario Internacional (FMI). En febrero, el Fondo alcanzó un acuerdo para un préstamo de 1.400 millones de dólares con el gobierno de Bukele. El FMI ha expresado su preocupación por la falta de independencia judicial, al considerarla un factor que incide en la calificación crediticia especulativa del país y un obstáculo para la inversión extranjera. Asimismo, ha formulado recomendaciones relacionadas con los traslados y la estabilidad en los cargos de los jueces.

Sin embargo, una revisión del FMI publicada en julio concluyó que estas reformas “no se habían implementado”. Del mismo modo, las condiciones del acuerdo relacionadas con transparencia y gobernanza, incluidas medidas clave anticorrupción, tampoco se cumplieron.

El FMI debería fortalecer las condiciones del préstamo relacionadas con la independencia judicial y asegurarse que el gobierno las cumpla.

Desde hace años, diversos observadores han advertido que el llamado “modelo Bukele” contra el crimen organizado implicaba desmantelar controles institucionales y perpetuar la concentración del poder. Esa estrategia hoy se despliega a plena vista. La pregunta ya no es si los gobiernos extranjeros fueron advertidos, sino si actuarán para impedir una nueva dictadura en el hemisferio occidental.

Juanita Goebertus es directora para las Américas de Human Rights Watch.

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