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El ajustado triunfo del “no” en el plebiscito sobre el acuerdo de paz en Colombia causó una inmensa decepción entre los colombianos que esperaban que el acuerdo de paz negociado en La Habana pusiera fin a un conflicto sangriento que ha provocado enorme sufrimiento durante más de medio siglo. 

Sin embargo, la voluntad por alcanzar la paz no ha desaparecido. El Presidente Juan Manuel Santos anunció rápidamente que redoblaría sus esfuerzos para terminar con el conflicto armado con las FARC. Esta tenaz determinación le valió el Premio Nobel de la Paz 2016. 

Human Rights Watch ha recibido numerosas consultas acerca de cuál es nuestra opinión sobre el proceso de paz. Desde un primer momento, celebramos los esfuerzos del gobierno por negociar un acuerdo de paz con las FARC y nos hemos centrado en abogar por mejorías de disposiciones del componente de justicia del acuerdo que, según creemos, habrían permitido que criminales de guerra confesos de ambos bandos eludieran cualquier castigo genuino.

Cuando estas disposiciones del acuerdo de justicia se dieron a conocer en diciembre, exhortamos al gobierno a que las corrigiera. Una vez que las partes llegaron a un acuerdo final sin cambios en el componente de justicia, instamos al Presidente Santos que abordara estas deficiencias a través de la legislación de implementación y discutimos cómo hacerlo con uno de sus más cercanos asesores legales.

Hemos mantenido esta estrecha relación de trabajo con el gobierno de Santos desde el inicio del proceso de paz, aun cuando manifestamos nuestras profundas diferencias sobre el componente de justicia. Tuve oportunidad de analizar nuestras inquietudes directamente con el Presidente Santos en múltiples ocasiones, y fui invitado por el presidente a asistir a la ceremonia de firma del acuerdo en Cartagena. (Lamentablemente no pude asistir por motivos personales.)

También hemos mantenido un contacto frecuente con nuestros colegas en la sociedad civil colombiana, muchos de los cuales son amigos y aliados desde hace mucho tiempo. La mayoría de ellos anunciaron que votarían por el “sí” en el plebiscito.

Compartimos un mismo objetivo: una Colombia donde se respeten los derechos humanos de todos y las víctimas sean tratadas con justicia y compasión. En nuestra opinión, el componente de justicia del acuerdo alcanzado en La Habana habría frustrado ese objetivo al limitar considerablemente el acceso a la justicia —un derecho fundamental que todos los gobiernos deben garantizar— de innumerables víctimas de crímenes de guerra. 

Si bien el acuerdo contiene medidas que podrían resarcir a las víctimas, como una comisión de la verdad y una unidad de búsqueda de personas desaparecidas, este permitiría que criminales de guerra eviten cualquier castigo genuino por sus crímenes. Conforme al acuerdo, quienes confiesen sus crímenes de forma oportuna no cumplirían penas de prisión y, en cambio, serían condenados a cumplir entre dos y ocho años de servicio comunitario, mientras estarían sujetos a modestas y ambiguas “restricciones de libertades y derechos”. El derecho internacional establece que las sanciones por violaciones de derechos humanos deben reflejar la gravedad de los delitos. No conocemos otros tribunales que hayan condenado a máximos responsables de crímenes de guerra con sanciones que no impliquen la privación de la libertad.

A su vez, una disposición del acuerdo habría posibilitado que los comandantes militares evitaran cualquier responsabilidad por las atrocidades cometidas por sus subordinados, alegando que no sabían de estos actos. Sin embargo, según la definición de “responsabilidad del mando” en el derecho internacional, las autoridades judiciales no necesitan probar que los comandantes efectivamente tenían conocimiento de los delitos —lo cual, a veces, es imposible—, sino solamente que tenían motivos para saber o deberían haber sabido sobre estos hechos.

A lo largo de este conflicto de 52 años, las FARC cometieron crímenes de guerra y delitos de lesa humanidad, incluidas masacres, desapariciones forzadas, reclutamiento de niños soldados y actos de violencia sexual. 

El acuerdo favorecería la impunidad, no solo de las guerrillas, sino también de miembros de las fuerzas armadas, incluidos los responsables de más de 3.000 casos de “falsos positivos”, en los cuales civiles —muchos de ellos hombres jóvenes que eran trasladados a lugares remotos con falsas promesas de empleo— fueron ejecutados a sangre fría y luego reportados como muertos en combate, para contentar a superiores militares ávidos de incrementar el número de bajas.

Evidentemente se deben hacer concesiones para conseguir un acuerdo de paz. No obstante, cuando se trata de justicia por violaciones de derechos humanos del pasado, hay límites a las concesiones que resultan aceptables con arreglo al derecho internacional. En nuestra opinión, las disposiciones sobre justicia del acuerdo superaban esos límites. Una cosa es establecer penas reducidas de prisión, y otra muy distinta es permitir que criminales de guerra confesos eludan cualquier castigo genuino por sus delitos.

Décadas de experiencia en América Latina y en todo el mundo nos han enseñado varias lecciones sobre situaciones posconflicto: que es muy difícil que haya una paz duradera si no hay justicia; que las víctimas no deberían sufrir dos veces por atrocidades (primero con los crímenes y luego con la negación de justicia); y que incumplir las obligaciones jurídicas internacionales sobre justicia propicia nuevos abusos en el largo plazo en el país en cuestión y en otros.

Muchos colombianos consideraron paradójico que nuestra postura sobre la necesidad de que los criminales de guerra de las FARC rindan cuentas fuera compartida por el ex Presidente Álvaro Uribe, el más prominente líder del “no”, aun cuando nosotros criticamos fuertemente sus recientes esfuerzos para promover la impunidad de las atrocidades cometidas por militares. Desde hace mucho tiempo, Human Rights Watch ha criticado abiertamente a Uribe y al deplorable record de su gobierno en materia de derechos humanos. Al igual que a muchos de nuestros colegas en Colombia, nos preocupa que las posturas de Uribe y de algunos de sus partidarios en la campaña por el “no” —sobre temas como impunidad de abusos cometidos por militares, restitución de tierras y derechos LGBT— puedan provocar retrocesos en los derechos conquistados por los colombianos en los últimos años.

Una nueva ronda de negociaciones de paz podría generar un acuerdo que proteja más adecuadamente los derechos de las víctimas de ambos bandos del conflicto, si aborda tres cuestiones clave:

En primer lugar, los criminales de guerra confesos—sean guerrilleros o miembros de la fuerza pública—deben cumplir penas en prisiones u otros sitios de reclusión con límites obligatorios y claramente definidos.

En segundo lugar, los comandantes —ya sean miembros de las FARC o de la fuerza pública— deberían ser investigados penalmente por las violaciones de derechos humanos cometidas por sus subalternos, de conformidad con la definición de “responsabilidad de mando” establecida en el derecho internacional.

En tercer lugar, debería prohibirse que criminales de guerra ejerzan cargos de elección popular mientras cumplan con sus sanciones. Se deben respetar plenamente los derechos políticos de los miembros de las FARC, incluido el derecho a participar en política y ejercer cargos públicos, pero sólo luego de que hayan cumplido las sentencias impuestas con arreglo al acuerdo por crímenes de guerra o de lesa humanidad.

Creemos que los colombianos merecen una paz duradera y justa, y apoyamos con entusiasmo el compromiso del Presidente Santos de intentar asegurar un mejor futuro para su país.

 

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