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Las políticas económicas de Trump evidencian la necesidad de una “economía basada en los derechos humanos”

La administración debería promover los derechos, no socavarlos

El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, muestra un gráfico con los aranceles propuestos en la Casa Blanca, en Washington D.C., el 2 de abril de 2025.  © 2025 Samuel Corum/Sipa USA via AP Photo

El 2 de abril, el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, anunció nuevos aranceles a la importación —muchos superiores al 40 %— aplicables a productos de prácticamente todos los países, lo que ha sacudido los cimientos de la economía global. Aunque de momento se han suspendido y solo se mantiene un arancel base del 10 % (salvo en el caso de China), estas medidas revelan los peligros de emprender reformas económicas sin tener en cuenta sus consecuencias sobre los derechos humanos.

La propuesta de reestructurar la economía fue uno de los pilares de la campaña de reelección de Trump y apelaba a un sentimiento generalizado entre el electorado estadounidense: la percepción de que el aumento del coste de vida no va acompañado de un crecimiento salarial acorde. Si bien transformar la economía puede ser necesario para garantizar derechos económicos, sociales y culturales como la alimentación, la vivienda, la salud, la educación o la seguridad social, el enfoque de Trump no tiene en cuenta estos derechos fundamentales, ni ningún otro.

Por su alcance y falta de dirección clara, los nuevos aranceles hacen que muchos economistas adviertan que podrían disparar la inflación, perjudicando especialmente a quienes ya están en situación de vulnerabilidad. Lejos de contemplar medidas que mitiguen ese impacto inmediato, la administración ha combinado estas políticas con otras que agravan aún más la situación: ha reducido miles de millones en gasto público, ha despedido a miles de trabajadores y trabajadoras estatales —muchos de ellos afroamericanos— y ha desmantelado programas esenciales en áreas como la salud, la educación y otros derechos. Todo eso ocurre mientras se debilitan normativas anticorrupción, se promueven recortes fiscales para las personas más ricas y se eliminan regulaciones que protegían los salarios.

Estas decisiones van en sentido opuesto a lo que se conoce como una economía basada en los derechos humanos: un modelo que evalúa las políticas económicas en función de su impacto en el bienestar de las personas y del planeta. Una economía de este tipo se centra en priorizar servicios públicos de calidad, como la sanidad y la educación, y en ofrecer sistemas de protección social, a la vez que regula efectivamente el poder empresarial para evitar abusos.

Un enfoque basado en los derechos humanos ante la imposición de aranceles requeriría un análisis riguroso del riesgo que suponen los aumentos de precios en bienes esenciales –como los alimentos o la vivienda— frente a los posibles beneficios. Además, estas medidas deberían enmarcarse en una estrategia más amplia que promueva los derechos, por ejemplo, destinando los ingresos generados a fortalecer los servicios públicos y los programas de protección social.

Los aranceles también suponen un riesgo considerable para los derechos humanos en otros países, ya que algunos gobiernos podrían verse presionados a debilitar sus propias normas laborales, sanitarias o ambientales para evitar sanciones comerciales de EE.UU. Esto podría agudizar aún más la competencia a la baja y multiplicar los efectos negativos de los recortes multimillonarios que Trump ha impuesto a la cooperación internacional estadounidense.

El problema no es, como sostiene Trump, que otros países o las personas inmigrantes se estén “aprovechando” de EE.UU. El verdadero desafío está en cómo financiar adecuadamente los servicios públicos y regular la actividad empresarial para garantizar que todas las personas tengan acceso a salarios dignos,atención médica y una vivienda adecuada. Hacen falta cambios económicos de fondo, sí, pero no los que impulsa la actual administración. Lo que se necesita es una economía centrada en los derechos humanos.

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