Durante décadas, los salvadoreños han sufrido violencia atroz cometida por pandillas. Sucesivos gobiernos han sido incapaces o no han querido garantizar la seguridad en la vida diaria de las personas. En este contexto, la popularidad del presidente Nayib Bukele no resulta sorprendente dado que su gobierno ha logrado una reducción significativa de la tasa de homicidios y las extorsiones. Pero ni Bukele, ni sus seguidores en el país, ni su creciente club de fans en la región están dispuestos a debatir seriamente el costo de sus políticas, si estas son sostenibles y cuáles son las consecuencias del desmantelamiento de las instituciones democráticas en el país.
El 27 de marzo se cumple un año del régimen de excepción en El Salvador, inicialmente adoptado por 30 días para hacer frente a un aumento de la violencia de las pandillas. Desde entonces, la policía y los militares han detenido a más de 65.000 personas, incluyendo a cientos de niños y niñas.
Se ha reportado que la extorsión, que afianzaba el control territorial de las pandillas, ha disminuido. Los homicidios, que venían decreciendo progresivamente desde 2015, se han reducido aún más, alcanzando una tasa de 7,8 homicidios por cada 100.000 habitantes en 2022, según cifras oficiales. Aunque los cambios en la forma en que se contabilizan los asesinatos hacen difícil estimar el verdadero alcance de la reducción, pocas personas dudan que la tasa de homicidios en El Salvador, que era de las más altas del mundo, ha disminuido.
Pero las políticas de seguridad adoptadas por el gobierno de Bukele han resultado en violaciones generalizadas de los derechos humanos. Muchos salvadoreños sin vínculos con las pandillas han sido detenidos, especialmente en comunidades de bajos recursos. Nuestras investigaciones revelan que algunas personas detenidas han sido torturadas, decenas han muerto bajo custodia y miles han sido sometidos a procedimientos penales abusivos sin debido proceso y han permanecido incomunicadas. Las autoridades han provocado un enorme sufrimiento a los familiares de los detenidos al negarles información sobre sus paraderos, lo cual constituye una desaparición forzada conforme al derecho internacional.
Desde que asumió el cargo en 2019, Bukele ha desmantelado rápidamente las instituciones democráticas, lo cual ha posibilitado la implementación de estas políticas de seguridad pública punitivas, incluyendo la cooptación de la Corte Suprema y el reemplazo del fiscal general por un aliado. Bukele ha anunciado que buscará la reelección en 2024, amparándose en una sentencia dictada por la Sala de lo Constitucional controlada por el gobierno. La sentencia se apartó de jurisprudencia existente que prohibía la reelección inmediata.
América Latina ya ha sido testigo del impacto negativo de gobiernos con tendencias autoritarias. Los ejemplos de la historia reciente, incluyendo Venezuela presidida por Hugo Chávez y Perú, por Alberto Fujimori, muestran cómo líderes inicialmente muy populares pueden desmantelar las salvaguardas democráticas y que estas luego resultan muy difíciles de reconstruir.
Los líderes democráticos de todo el espectro ideológico deberían pronunciarse en contra de las políticas represivas de Bukele. Y deben hacerlo pronto.
Hay varios motivos que explican por qué los lideres de la región son reticentes a condenar estos retrocesos. Uno es la popularidad de Bukele. Otra razón es que muchos gobernantes están luchando por abordar de manera efectiva la violencia y el crimen organizado en sus países. Criticar a alguien por políticas que parecen brindar una solución popular y aparentemente fácil a uno de los principales problemas que atraviesan a América Latina, y proponer una alternativa que aborde las complejas causas estructurales de la violencia, puede parecer poco atractivo políticamente.
Pero si quienes hoy están en el poder en la región no se pronuncian de manera firme sobre lo que ocurre en El Salvador, tal vez terminemos en un escenario en el cual será imposible luego frenar el peligroso retroceso democrático en la región, del que Bukele es un claro ejemplo.
La presión multilateral ha demostrado ser efectiva para frenar las tendencias autoritarias de Bukele. En noviembre de 2021, por ejemplo, una respuesta coordinada ayudó a detener la aprobación de un proyecto de ley sobre "agentes extranjeros" que habría restringido gravemente el trabajo de la sociedad civil y periodistas independientes. Entre los países que denunciaron los riesgos se encontraban Estados Unidos y la Unión Europea. La embajada alemana incluso amenazó con retirar su apoyo a programas humanitarios en el país.
Ahora, los miembros del Banco Centroamericano de Integración Económica (BCIE), como Colombia, Argentina, España y Costa Rica, deberían añadir salvaguardas adecuadas en todos sus préstamos para garantizar que los fondos no se utilicen para cometer abusos y que efectivamente mejoren la seguridad de los salvadoreños. Hasta que se establezcan dichas garantías, los miembros del BCIE deberían solicitar la suspensión de todos los préstamos existentes a entidades gubernamentales directamente implicadas en abusos en El Salvador, incluyendo la Policía Nacional Civil, el Ministerio de Defensa, el sistema penitenciario y la Fiscalía General.
El gobierno de Biden ha incluido a 25 salvadoreños, entre los cuales están el asesor jurídico del presidente Bukele, el jefe de su gabinete y el director de centros penales, en la "lista Engel" de personas involucradas en "actos significativos de corrupción " o que "socavan los procesos democráticos". Estas sanciones han dificultado que las instituciones implicadas en abusos, como el sistema penitenciario, obtengan financiamiento extranjero. En febrero, el Departamento de Justicia estadounidense reveló cargos contra trece líderes de la pandilla MS-13 e indicó que el gobierno de Bukele había negociado beneficios para las pandillas a cambio de una disminución en la tasa de homicidios y de apoyo electoral.
Los gobernantes de Europa y América Latina también deberían adoptar medidas para proteger la democracia en El Salvador. Para ello, es fundamental demostrar que las instituciones democráticas no son un obstáculo, sino un vehículo, para atender las necesidades de la población, incluyendo la inseguridad, la desigualdad y la pobreza.
Los gobiernos extranjeros deberían presionar, en privado y en público, para fortalecer la independencia judicial en el país. También deberían aumentar el apoyo a los periodistas salvadoreños independientes y a la sociedad civil, que son prácticamente el único freno al abuso de poder del presidente Bukele.
El sistema de frenos y contrapesos democráticos es crucial para prevenir la corrupción y garantizar que la ley se aplique a todos por igual. Sin debido proceso, las autoridades judiciales no podrán determinar si un detenido ha cometido realmente un delito ni hacer una evaluación individualizada de la situación de miles de personas detenidas bajo el régimen de excepción. Tampoco se logrará justicia para las víctimas de la violencia de las pandillas ni la protección de los derechos de los detenidos.
Este sistema de controles existe precisamente para proteger derechos, y los salvadoreños que hoy apoyan ciegamente a Bukele probablemente pensarán diferente si ellos o sus seres queridos terminan siendo víctimas del abuso estatal y no tienen ninguna entidad independiente a la cual acudir para proteger sus derechos. Cuando no rige el Estado de derecho, los derechos de todos están en riesgo.
América Latina y el Caribe tenía en 2020 la tasa regional anual de homicidios más alta del mundo, con 21 por cada 100.000 habitantes. Muchos seguirán apoyando respuestas como las de Bukele mientras la violencia y el crimen organizado sigan sin abordarse adecuadamente.
Sin embargo, deben saber que en El Salvador tanto las negociaciones oscuras con las pandillas como las políticas de mano dura han fracasado a la hora de abordar la violencia de las pandillas de forma sostenible. Cuando los predecesores de Bukele negociaron con las pandillas sin desmantelarlas de manera efectiva, lograron una breve reducción de los asesinatos, seguida de un aumento prolongado de la violencia. Las anteriores estrategias de detenciones masivas también fueron contraproducentes, ya que permitieron a los miembros de las pandillas aumentar el reclutamiento dentro de las cárceles, reforzar sus estructuras internas y utilizar los centros de detención como centro de operaciones.
Hay pocas razones para pensar que Bukele, quien ha negociado con las pandillas y a la vez ha ordenado detenciones masivas, logrará un resultado diferente en el mediano o largo plazo.
En cambio, la administración Biden, la Unión Europea y los gobiernos latinoamericanos deberían promover, en El Salvador y en su propio país, estrategias que respeten los derechos humanos para abordar las causas estructurales de la criminalidad, incluyendo los altos niveles de pobreza y exclusión social, e impulsar procesos penales estratégicos centrados en los crímenes más violentos, especialmente aquellos cometidos por líderes de las pandillas o por perpetradores crónicos.
Es crucial que los gobernantes de la región demuestren que las instituciones democráticas pueden garantizar seguridad.