La administración Biden-Harris anunció que, el 23 de mayo, tiene previsto poner fin a la abusiva política Trumpista que ha cerrado el paso a los solicitantes de asilo por la frontera sur de los EE. UU. por más de dos años. Esta política, que hizo un uso indebido de un estatuto de salud pública conocido como el Título 42, ha permitido a agentes de migración a expulsar a solicitantes de asilo más de 1,7 millones de veces, sin escuchar sus solicitudes, a menudo enviándolos de regreso a lugares donde podrían sufrir graves abusos.
Poner fin al Título 42 es un paso hacia una política fronteriza que respete derechos. Sin embargo, la administración no debería continuar con la misma estrategia migratoria ineficaz y abusiva que Estados Unidos implementa desde hace décadas. Intentar impedir físicamente que los migrantes lleguen a EE. UU. no ha logrado detener a los cientos de miles de personas procedentes de Centroamérica que emprenden el riesgoso viaje hacia el norte cada año, y ha resultado en graves abusos.
Biden y Harris deberían priorizar que los solicitantes de asilo reciban un trato humano y digno en EE. UU. y, al mismo tiempo, abordar eficazmente los motivos por los cuales las personas se sienten obligadas a abandonar sus hogares. Para hacerlo, los funcionarios estadounidenses deben dejar claro que la defensa de los derechos humanos y el Estado de derecho en México y en Centroamérica son ejes centrales de su política migratoria.
En febrero de 2021, el Gobierno anunció una “estrategia para abordar las causas fundamentales” de la migración, cuyo objetivo es combatir la violencia, la criminalidad organizada, la corrupción y la pobreza que impulsan a muchas personas a emigrar de América Central. La esperanza es que los gobiernos rindan cuentas y respeten los derechos humanos, y que puedan ofrecer seguridad y oportunidades económicas para que las personas no se sientan obligadas a huir.
Human Rights Watch ha demostrado cómo, en Guatemala, Honduras y El Salvador, las autoridades han desmantelado la democracia y el Estado de derecho y han socavado garantías básicas de derechos humanos, contribuyendo a la emigración.
En Guatemala, donde casi la mitad de la población es pobre, funcionarios corruptos han sido acusados de apropiarse dinero del sistema de salud, de permitir que grupos criminales roben tierras de campesinos y de proteger a cárteles de narcotráfico vinculados con gravísimos hechos de violencia. Algunos funcionarios han desmantelado instituciones democráticas y menoscabado el sistema judicial. En 2019, el entonces presidente Jimmy Morales expulsó a una comisión respaldada por la ONU para investigar hechos de corrupción. El Congreso ha nombrado a simpatizantes en los tribunales y destituido a jueces independientes. Por su parte, la fiscal general ha obstruido investigaciones por corrupción, ha impulsado procesos penales dudosos contra fiscales que combaten la corrupción y periodistas que buscan investigar o dar visibilidad a abusos, y ha intentado intimidar a jueces independientes.
En El Salvador, que desde hace mucho es uno de los países más peligrosos del mundo, la fragilidad de las sobrepasadas instituciones de justicia las ha tornado en gran medida ineficaces para proteger a los salvadoreños de las pandillas que controlan partes del país. La corrupción endémica ha agravado el problema. El presidente Nayib Bukele y sus aliados en la Asamblea Legislativa han menoscabado el sistema de justicia y han desmantelado el aparato anticorrupción al destituir al fiscal general arbitrariamente, copar la Corte Suprema con simpatizantes y promover leyes para remover a cientos de jueces y fiscales. Recientemente, sus aliados en la legislatura suspendieron temporalmente las libertades de expresión y reunión, y permitieron a la policía a detener a cualquier persona sin cargos por hasta dos semanas. También aprobaron legislación “anti-pandillas” que podría ser utilizada para enjuiciar penalmente a periodistas y defensores de derechos humanos, encarcelar a niños y niñas a partir de los 12 años o detener a cualquier persona durante años sin juicio, acusándola de pertenecer a una pandilla.
Honduras es uno de los países con mayores índices de pobreza en el hemisferio occidental y presenta uno de los niveles de violencia más altos del mundo. Partes del país están controladas por pandillas, que matan, extorsionan y reclutan por la fuerza a residentes. Funcionarios de alto nivel han sido acusados de proteger a organizaciones de criminalidad organizada. Mientras la mitad del país vive en la pobreza, élites corruptas han robado cientos de millones de dólares de programas sociales y de atención de la salud. Cuando una comisión contra la corrupción que contaba con apoyo internacional se acercó demasiado a políticos poderosos, el Congreso aprobó leyes para obstruir el enjuiciamiento de esos delitos. En enero de 2020, el entonces presidente Juan Orlando Hernández, quien ahora está siendo extraditado a EE. UU. por cargos de narcotráfico, expulsó a la comisión contra la corrupción y las investigaciones que se encontraban en curso se interrumpieron.
Biden y Harris han denunciado ataques a las instituciones democráticas en estos países, creado un Equipo de Trabajo Anticorrupción en el Departamento de Justicia, impuesto sanciones a funcionarios corruptos y anunciado que sancionarían a actores del sector privado que se beneficiaran de los sobornos.
Para que la “estrategia para abordar causas fundamentales” resulte eficaz, la administración Biden-Harris idealmente debería contar con el apoyo de sus homólogos en los países del Triángulo Norte. La nueva presidenta de Honduras, Xiomara Castro, ha expresado su compromiso con promover los derechos humanos y proponer una nueva comisión contra la corrupción respaldada por la ONU. No obstante, en Guatemala y en El Salvador, los líderes siguen vulnerando principios democráticos.
Pero esto no debería frenar a Biden y Harris. Deben desistir de tercerizar el control migratorio a sus vecinos del sur, cuyas fuerzas policiales y militares han cometido innumerables abusos. Deben trabajar con aliados para impulsar —y apoyar económicamente— el restablecimiento de las comisiones internacionales de lucha contra la corrupción que puedan apoyar el trabajo de fiscales locales. Deben fortalecer su apoyo a organizaciones de la sociedad civil, fiscales y periodistas locales. Y deben ampliar las sanciones contra funcionarios y empresarios que ataquen el Estado de derecho y se beneficien de la corrupción.
Mejorar las condiciones que obligan a las personas a huir es un proyecto de largo plazo, y los gobernantes deben ser pacientes y persistentes para que una estrategia que aborde las causas fundamentales de la migración resulte eficaz, ya que las soluciones no son rápidas, fáciles ni de bajo costo. Si Biden y Harris seriamente quieren implementar una política migratoria “humana”, no tienen tiempo que perder.