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El Procurador General de la República, Jesús Murillo Karam, afirma que la PGR ha resuelto el crimen que mantiene en vilo al país hace un mes y medio: la desaparición de 43 normalistas a manos de policías en Iguala.

En su conferencia de prensa hace casi dos semanas, Murillo Karam anunció que tres miembros de la organización criminal Guerreros Unidos habían confesado que mataron a los estudiantes e incineraron sus cuerpos, dejando sólo cenizas y fragmentos óseos en la orilla de un río en las afueras de Cocula.

Lo indicado por el Procurador General bien puede ser cierto, pero los padres de los estudiantes no le creen. Ellos no aceptan que sus hijos están muertos hasta que lo confirme una fuente independiente, a saber, el Equipo Argentino de Antropología Forense, que estudiará los rastros de ADN que puedan haber quedado luego de la incineración.

Su escepticismo es comprensible. En incontables ocasiones a lo largo de la última década, la policía, los militares y el sistema de justicia han demostrado que no son confiables, no rinden cuentas y no están preparados para lidiar con la catástrofe de seguridad pública que se ha llevado las vidas de más de 90.000 mexicanos.

 

En Iguala, las autoridades mostraron una notable indiferencia por la suerte de los estudiantes desde el momento en que comenzó su calvario el 26 de septiembre. El secuestro masivo se produjo a tan sólo 100 metros de una base militar. Sin embargo, la brigada del Ejército que estaba apostada allí —supuestamente para combatir la criminalidad y violencia en la zona— no intervino cuando los policías atacaron violentamente a los estudiantes, quienes estaban desarmados, disparándole a uno en la cabeza, quien quedó en estado vegetativo, y dejando a otros gravemente heridos, para luego secuestrar a decenas de ellos.

La primera reacción pública del Presidente Enrique Peña Nieto, ocurrida varios días después de los hechos, fue declarar que este no era un problema de su gobierno sino responsabilidad de las autoridades de Guerrero – aunque dias mas tarde corregiría su declaración. Por su parte, la PGR abrió su investigación recién a los 10 días de las desapariciones.

Antes de la conferencia de prensa del Procurador General, fui a verlo con una delegación de Human Rights Watch. Cuando le preguntamos por qué se habían demorado tanto en intervenir en Iguala, nos dijo que, conforme al derecho mexicano, la PGR necesitaba autorización previa de las autoridades de Guerrero para investigar. Una vez que obtuvieron dicha autorización, insistió, iniciaron una de las investigaciones más ambiciosas de los últimos tiempos en México, desplegando a miles de agentes y deteniendo a decenas de  sospechosos.

Incluso si su explicación fuera técnicamente correcta, resulta muy difícil aceptar la impotencia de un gobierno federal incapaz de lograr que funcionarios estatales le permitieran investigar inmediatamente un crimen de esta envergadura. De hecho, la tardanza en intervenir es perfectamente consistente con la actitud pasiva que el gobierno federal ha mostrado frente a otras atrocidades en los últimos años.

Consideremos, por ejemplo, el caso del ahora ex alcalde de Iguala, José Luis Abarca, quien fue detenido recientemente y presentado como el  principal sospechoso de haber ordenado el ataque policial contra los  estudiantes. Abarca había sido anteriormente implicado en el secuestro y homicidio de un importante crítico de su gobierno y otros dos activistas políticos en mayo de 2013. La PGR recién comenzó a investigarlo en junio de este año, y los ministerios públicos solamente formularon cargos en su contra en octubre, luego de la desaparición de los 43 estudiantes. Si Abarca hubiera sido investigado y detenido a tiempo, tal vez el destino de los estudiantes habría sido otro.

En otro caso reciente, la PGR tardó casi tres meses en iniciar una investigación sobre el  asesinato de 22 personas cometido por soldados en junio en Tlatlaya. Durante varias semanas las autoridades sostuvieron que los civiles habían muerto en un enfrentamiento con las fuerzas de seguridad. En realidad, según un informe elaborado por la CNDH en octubre, al menos 12 personas fueron ejecutadas por el Ejército luego de que se hubieran rendido. Y no sólo los soldados cometieron violaciones de derechos humanos.  Según el mismo informe, funcionarios de la Procuraduría General de Justicia del Estado de México presionaron a tres mujeres que presenciaron los hechos para que dieran declaraciones exonerando a los soldados de cualquier responsabilidad, golpeando a dos de ellas y amenazando a las tres con abusarlas sexualmente.

Desde un primer momento, hubo múltiples motivos para dudar de la versión oficial sobre los asesinatos en Tlatlaya. Sin embargo, la PGR recién inició una investigación luego de que la revista Esquire publicara en septiembre una entrevista a una de las testigos. Desde entonces, la PGR ha acusado a siete soldados, incluidos tres acusados de “homicidio calificado” y “alteración ilícita del lugar y vestigios del hecho delictivo”, y a un teniente por su participación en el encubrimiento del crimen.

Esto es un paso positivo para lograr el enjuiciamiento de los responsables.  Pero no es suficiente. Lo que la PGR no ha hecho es llevar a cabo una investigación para determinar la participación de otros funcionarios en el encubrimiento de Tlatlaya. Cuando pregunté por qué esto no había ocurrido, el Procurador General me respondió indignado. “¿Cuál encubrimiento?” Los altos funcionarios militares habían informado con precisión lo que les había dicho el teniente —señaló— y otros funcionarios gubernamentales habían reiterado esta versión. Remarcó asimismo que, como Procurador General,  estaba obligado a presumir la “buena fe” de otras instituciones públicas.

Murillo expresó una idea similar durante la conferencia de prensa que ofreció el viernes cuando se le preguntó por qué los militares no habían intervenido para salvar a los estudiantes de Iguala. “¿Qué hubiera pasado si el Ejército hubiera salido en ese momento?”, se preguntó. “¿A quién hubiera apoyado? Obviamente a la autoridad constituida”. Es decir, a la Policía que atacó y secuestró a los estudiantes.

Para ser justos, lo que Murillo sugiere es que la intervención del Ejército solamente habría empeorado las cosas. Pero en este arrebato de franqueza, trasmitió lo que muchos mexicanos consideran una verdad revelada que la tragedia de Iguala ha puesto de manifiesto: las instituciones de seguridad pública no funcionan como salvaguarda de la seguridad pública. Por el contrario, son un elemento central del problema, ya sea cuando policías actúan en connivencia con bandas asesinas, cuando soldados ejecutan a civiles, cuando servidores públicos torturan a testigos, o cuando altos funcionarios se escudan en la ley para justificar su inacción ante estas atrocidades.

Durante nuestra visita a México, también nos reunimos con los padres de tres de los estudiantes desaparecidos. Dos de ellos permanecieron sentados en silencio —uno temblaba sin control y el otro, totalmente inmóvil, parecía no estar consciente de las lágrimas que le corrían por el rostro— mientras que el tercero habló sobre la “impotencia” y la “rabia” que sentían  como consecuencia de un gobierno que no había protegido ni encontrado a sus hijos desaparecidos. “Estamos frente al monstruo más grande de todos”, dijo con un suspiro, desconsolado.

“¿Cuál monstruo?” le pregunté. Supuse que se refería a la violencia asociada con  el crimen organizado. Pero  su respuesta fue aún más perturbadora.

“La ley”.

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