El 1 de diciembre, el presidente mexicano Andrés Manuel López Obrador cumplió la mitad de sus seis años de mandato. Desde su elección en 2018, López Obrador no solo no ha mejorado la desastrosa situación de derechos humanos en México, sino que además ha procurado revertir muchos de los avances en materia de transparencia y fortalecimiento del Estado de derecho que tanto esfuerzo costaron a organizaciones de la sociedad civil, activistas y defensores de derechos humanos desde el fin del sistema unipartidista en el año 2000.
El gobierno del presidente Joe Biden no se ha pronunciado acerca de las arremetidas cada vez más frecuentes del presidente mexicano contra el Estado de derecho y sus persistentes esfuerzos por debilitar el poder judicial. En vez de ello, su gobierno ha optado por apoyarse en López Obrador para impedir que los migrantes lleguen a la frontera de EE. UU.
López Obrador es el tipo de líder populista que es cada vez más común en América Latina. Obtuvo una victoria electoral aplastante bajo la promesa de que transformaría radicalmente la vida pública en México, recuperando el control del país de las manos de las élites, a cuyas políticas ha culpado por la desigualdad económica, la “descomposición social” y la creciente violencia.
López Obrador heredó una catástrofe de derechos humanos. Cuando asumió en 2018, los 12 años previos de “guerra contra las drogas” por las fuerzas militares habían dado lugar a abusos horrendos. Los índices de homicidios eran desorbitantes. Miles de personas desaparecían cada año. Estos problemas no han sido resueltos durante su mandato. Los soldados siguen matando a civiles. Los homicidios continúan a niveles sin precedentes. Y más de 25 mil personas han desaparecido durante su administración.
Aun así, López Obrador sigue gozando de inmensa popularidad dentro de su base electoral. El presidente pareciera creer que el no haber perdido apoyo popular le confiere autoridad moral para concentrar el mayor poder posible en su persona e intentar controlar cada espacio del Estado, con el fin de llevar a cabo la transformación que ha prometido.
A todos aquellos que lo cuestionan, los acusa de pertenecer a “los conservadores”, un grupo amorfo de supuestos “adversarios” a quienes tacha de “corruptos” y “moralmente derrotados”. De tal manera ha evitado responder a las críticas legítimas de los periodistas que lo cuestionan, las activistas feministas indignadas por su inacción ante la violencia de género, las comunidades indígenas opuestas a sus megaproyectos, los ambientalistas que están en desacuerdo con su política energética basada en combustibles fósiles, y los defensores de la libertad de prensa a quienes les preocupa que su gobierno use troles en las redes sociales para hostigar a periodistas, entre otros.
Ha eliminado o propuesto la eliminación de numerosos organismos públicos que no dependen directamente de él, como las entidades reguladoras independientes de energía y telecomunicaciones, los fideicomisos independientes para proteger a periodistas y responder al cambio climático y los desastres naturales, el organismo independiente de transparencia y la autoridad electoral independiente. Hace poco ordenó por decreto que los proyectos de construcción e infraestructura impulsados por su gobierno recibieran permisos, sin necesidad de cumplir con los estudios requeridos y que fueran considerados como asuntos de “seguridad nacional”, calificación que los exime de cumplir con las normas sobre transparencia.
También ha atentado contra el sistema judicial, el cual ha demorado o frenado varios de sus proyectos y propuestas por considerarlos abusivos o inconstitucionales. Sus intentos por manipular al poder judicial y presionarlo para que persiga a sus opositores políticos son cada vez más osados. López Obrador intenta presionar e intimidar a jueces señalando públicamente a aquellos cuyas posiciones no comparte, e incluso ha pedido que se investigue a un juez que falló en contra de una iniciativa gubernamental.
En abril, su coalición en el Congreso aprobó una ley —que luego fue anulada por la justicia— para extender el mandato de los miembros del Consejo de la Judicatura Federal y del presidente de la Suprema Corte, quien ha fallado a favor del presidente. Y organizó un referéndum en agosto para consultar si el gobierno debía enjuiciar a expresidentes por presuntos delitos como “neoliberalismo” y la “privatización de los bienes públicos”.
La política estadounidense de ignorar los ataques de López Obrador al Estado de derecho se hizo patente cuando la vicepresidenta Kamala Harris visitó México y se reunió con el presidente en junio. Al final del viaje, una periodista le preguntó a la vicepresidenta si la actitud hostil de López Obrador hacia los medios de comunicación y la sociedad civil preocupaba a EE. UU.
Harris primero respondió que había instado al presidente mexicano a respetar la independencia del sistema judicial, la prensa y la sociedad civil. Sin embargo, algunas horas más tarde, su portavoz emitió una rectificación, en la cual indicó que la vicepresidenta se había confundido y que el presidente mexicano y ella solo habían hablado de migración y de la economía, no de otras materias.
A López Obrador le quedan otros tres años en el cargo. Su coalición sigue controlando ambas cámaras del Congreso, y el presidente ha dejado en claro que está dispuesto a modificar la constitución si es necesario para eliminar los obstáculos que se interpongan al logro de sus objetivos políticos. A menos que cambien las circunstancias, no hay señales de que tenga previsto cambiar de rumbo.