Colombia enfrenta la mayor prueba de fuego a su estado de derecho en la última década. La comunidad internacional debe estar alerta.
El 4 de agosto, la Corte Suprema anunció la detención domiciliaria de Álvaro Uribe como medida de aseguramiento. Uribe, quien fue presidente entre 2002 y 2010 y es el mentor del actual presidente Iván Duque, es sin lugar a dudas el político más poderoso del país. La Sala de Instrucción de la Corte Suprema está investigando si el expresidente le ofreció beneficios a ex paramilitares para cambiar sus testimonios acerca del rol que él habría jugado en la conformación de estos grupos armados.
La Corte Suprema demostró gran coherencia y valentía al tomar esta decisión. Por décadas, la rama judicial de Colombia no se había atrevido a avanzar tan decididamente en un caso contra Uribe, a pesar de múltiples investigaciones en su contra.
La reacción de los partidarios de Uribe parece sacada del típico libreto de políticos demagógicos y autoritarios. En lugar de abogar porque Uribe se defienda utilizando todos los mecanismos legales a su disposición, sus aliados han preferido calumniar a la corte e intentar intimidarla para socavar la legitimidad de su decisión. Para ello han lanzado acusaciones totalmente infundadas, denunciando una supuesta conspiración de la izquierda dirigida a dañar la reputación de Uribe. Los partidarios de Uribe han politizado completamente el debate, como si la resolución judicial fuera sobre el legado histórico de la presidencia de Uribe y no sobre un caso concreto de manipulación de testigos. Para colmo, el partido político de Uribe, el Centro Democrático, ha amenazado con promover una reforma integral al sistema judicial, aparentemente en retaliación contra el tribunal.
Nada de esto sorprende. Uribe y sus aliados tienen un largo historial de ataques al estado de derecho. Su gobierno impulsó un patrón general de ataques verbales e intimidación a periodistas y magistrados de la Corte Suprema, y sus servicios de inteligencia interceptaron ilegalmente los teléfonos de jueces, periodistas y defensores de derechos humanos. A muchos simpatizantes de Uribe no parece importarles en lo más mínimo el estado de derecho, en especial si es un obstáculo para la protección de su líder.
La comunidad internacional debe estar alerta. A lo largo de los últimos 20 años, Estados Unidos ha invertido millones de dólares para fortalecer las instituciones judiciales de Colombia. Cualquiera sea la posición o interés que tenga la Casa Blanca bajo Donald Trump en este asunto, los congresistas demócratas y republicanos que han apoyado la asistencia al sistema judicial deberían expresar abiertamente su preocupación ante estos ataques al estado de derecho.
La Unión Europea también ha apoyado fuertemente a Colombia en años recientes, respaldando la implementación del acuerdo de paz. Ahora debe estar alerta. Si no se pone freno a las intimidaciones de Uribe y sus aliados a la rama judicial, es probable que algunas instituciones del acuerdo de paz, incluyendo la Jurisdicción Especial para la Paz, sean víctimas de ataques similares.
Los gobiernos de la región que están comprometidos con el estado de derecho también deberían estar preocupados. Los tribunales en América Latina rara vez se atreven a procesar penalmente a políticos poderosos. Colombia lo ha hecho. Pero si Uribe logra su cometido, quedará la impresión de que la intimidación y los ataques a los tribunales son una herramienta eficaz para frenar a la justicia, y esto podría disuadir a muchos jueces íntegros en la región.
Sin un poder judicial fuerte, los ciudadanos no tienen dónde acudir para protegerse ante abusos cometidos por las autoridades o actores privados, ya sean de derecha o de izquierda. Esto es precisamente lo que ocurre en dictaduras como la venezolana. La Corte Suprema ha enviado un mensaje contundente que está dispuesta a garantizar el imperio de la ley incluso contra los más poderosos. Debemos protegerla.
Una prueba de fuego para el Estado de Derecho en Colombia
Publicado en:
El Tiempo
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