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Agentes especiales de la Procuraduría General de la República suben a un vehículo blindado a algunos de los 27 policías municipales presuntamente implicados en un ataque perpetrado contra estudiantes en Iguala hace un mes.  © 2014 YURI CORTEZ/AFP/Getty Images

Este artículo es el tercer de la serie “Lecciones de un sexenio perdido”. La serie completa se encuentra disponible aquí.

En marzo de 2015, a dos años de iniciada la presidencia de Enrique Peña Nieto, el experto en derechos humanos de la ONU, Juan Méndez, observó que la tortura era “generalizada” en México. El gobierno respondió atacando a Méndez. El entonces secretario de Relaciones Exteriores, José Antonio Meade, lo calificó de “irresponsable y poco ético” por haber formulado una acusación “que no pudo justificar”. Lo sorprendente de este ataque ad hominem fue que la afirmación del experto de la ONU, aunque profundamente preocupante, no tuvo nada de extraordinaria. Muy pocos mexicanos debieron haberse sorprendido en lo más mínimo ante su observación sobre la tortura en el país.

El gobierno intentó justificar su feroz ataque a Méndez alegando que su informe citaba únicamente 14 casos específicos de presuntas torturas. Es posible que si se hubieran agregado más casos concretos para complementar los datos cuantitativos y la valiosa información que incluía el informe, los hallazgos habrían sido aún más convincentes, si es que alguien todavía necesitaba algún convencimiento. Lo cierto es que, como lo sabía perfectamente el gobierno de Peña Nieto, sí había pruebas abundantes que avalaban la conclusión del experto de la ONU.

En 2011, un año antes que asumiera Peña Nieto, Human Rights Watch (HRW) publicó un informe que analizaba en profundidad abusos perpetrados por las fuerzas de seguridad mexicanas. El documento recibió amplia difusión en los medios, e incluso ocupó los titulares de los periódicos de mayor circulación del país. Documentamos el uso sistemático de la tortura en más de 170 casos. Las técnicas documentadas eran diversas, e incluían golpizas, descargas eléctricas, asfixia, amenazas de muerte y agresiones sexuales. Los torturadores también eran actores diversos: policías federales, estatales y municipales; soldados y marinos; y agentes del Ministerio Público federal y de los estados.

Estos fueron sólo los casos que un investigador de nuestra organización pudo documentar haciendo trabajo de campo en apenas cinco estados. Sólo en 2013 y 2014, la Procuraduría General de la República (PGR) recibió casi 2 mil reportes de tortura, mientras que comisiones de derechos humanos estatales recibieron más de 6 mil denuncias sobre tortura o tratos inhumanos. Es imposible saber cuántas de esas denuncias eran fundadas, pues la mayoría nunca se investigó adecuadamente. Con independencia de la cantidad de casos concretos, las denuncias sobre tortura que habían trascendido en los meses previos a que Méndez presentara su informe eran más que suficientes para dejar en claro que la respuesta del gobierno era absurda.

Existía, por ejemplo, un video de febrero de 2015 —que posteriormente se viralizó—que mostraba a policías federales y soldados asfixiando a una mujer con una bolsa de plástico y amenazando con matarla. También estaba el informe de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) de octubre de 2014 que detalló cómo agentes del Ministerio Público a cargo de la “investigación” del asesinato de 22 civiles por parte de soldados en el municipio de Tlatlaya habían detenido a testigos, los habían sometido a golpizas y asfixia, y amenazaron con violarlos y matarlos si no firmaban declaraciones que exculpaban a los militares.

Luego, por supuesto, está Ayotzinapa. A fines de 2014, ante una presión pública sin precedentes para que se esclareciera el caso de los 43 estudiantes desaparecidos en Guerrero, la PGR construyó una versión oficial de lo ocurrido basándose principalmente en las declaraciones auto incriminatorias de personas detenidas, que en su mayoría presentaban huellas de tortura. Según un informe publicado este año por la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (OACDH), más de 30 de estos detenidos habían sufrido abusos como “golpes, patadas, toques eléctricos, vendaje de ojos, intentos de asfixia, agresiones sexuales y diversas formas de tortura psicológica”. Es posible que un detenido haya sido torturado hasta provocarle la muerte. En una conferencia de prensa que se transmitió por televisión a todo el país en noviembre de 2014, el Procurador General, Jesús Murillo Karam, anunció que la PGR había resuelto el caso y calificó los hallazgos obtenidos mediante tortura como “la verdad histórica,” una expresión muy reveladora que se volvería representativa del cinismo que distinguió al sexenio.

Como era de esperarse, los ataques del gobierno al experto de la ONU sobre tortura no hicieron que el problema desapareciera. Durante 2015, comisiones de derechos humanos estatales recibieron casi 2 mil nuevas denuncias de torturas. Al año siguiente, el Instituto Nacional de Estadísticas y Geografía (Inegi) encuestó a más de 64 mil personas encarceladas en 338 prisiones, más del 60 % de las cuales habían sido detenidas desde 2012, el año en que asumió Peña Nieto. Casi dos tercios indicaron haber sufrido abusos físicos por parte de las autoridades que las detuvieron. Más de un tercio afirmó haber sido estrangulados, sumergidos en agua o asfixiados. Una quinta parte —casi 13 mil detenidos— manifestó haber recibido descargas eléctricas.

¿Cuántas de estas denuncias eran ciertas? Una vez más, la ausencia de investigaciones adecuadas hace imposible saberlo. Pero hay dos hechos que sí conocemos y permiten presumir que fueron muchas. Primero, que—como lo reflejan los casos de Ayotzinapa y Tlatlaya—los agentes del Ministerio Público creen que pueden usar declaraciones obtenidas mediante coacción para “resolver” casos penales. Segundo, que estas autoridades aparentemente piensan que pueden hacerlo impunemente. Y tienen motivos fundados para creerlo: la PGR ha “abierto” más de 9 mil investigaciones por torturas desde que asumió Peña Nieto, en diciembre de 2012, hasta enero de 2018.  Según nos informó la propia PGR, durante ese periodo no obtuvo ni una sola condena.

Tal vez lo único positivo que dejó la tragedia de Ayotzinapa sea el repudio público generalizado que obligó a Peña Nieto a adoptar varias medidas extraordinarias para abordar la desastrosa situación de los derechos humanos en el país. A fines de noviembre de 2014, se comprometió a impulsar 10 medidas para fortalecer el Estado de derecho. Una de ellas fue una ley contra la tortura, aprobada en abril de 2017. La ley incluye disposiciones que, si se implementaran vigorosamente y de buena fe, podrían contribuir a paliar este tipo de abusos. Entre otras cosas, la ley refuerza las prohibiciones vigentes al uso de confesiones obtenidas mediante coacción. También dispone crear fiscalías especiales contra la tortura en la PGR y las procuradurías estatales, además de fortalecer y dar autonomía a un mecanismo nacional para realizar un monitoreo de los centros de detención en el país, donde a menudo se cometen torturas. De este modo, la ley pretende abordar los dos factores que perpetúan esta práctica: la opción de las autoridades de recurrir a la tortura para “resolver” casos, y la posibilidad de hacerlo impunemente.

Ciertamente, a lo largo del tiempo México ha adoptado diversas leyes y mecanismos que, en teoría, parecen prometedores para contrarrestar los abusos, pero que, en la práctica, consiguen escasos resultados. Esto es algo esperable cuando los funcionarios responsables de implementar estas medidas son más propensos a negar los problemas que a resolverlos, como lo hizo el gobierno de Peña Nieto en respuesta al informe de Méndez.

Sin embargo, la negación de la realidad quizá sea más difícil después de Ayotzinapa, a raíz de una segunda medida extraordinaria que adoptó Peña Nieto. Ante la indignación pública por estos crímenes atroces, Peña Nieto invitó a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) a que enviara un equipo de investigadores —el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI)— para examinar el modo en que el gobierno investigaba el caso. El trabajo de la PGR nunca antes había sido objeto de supervisión externa, y las conclusiones fueron devastadoras.

En informes emitidos en 2015 y 2016, el GIEI expuso claramente que la investigación de Ayotzinapa presentaba una combinación nefasta de ineptitud, abusos y mala fe por parte de la PGR. De esta manera, el GIEI demostró lo que expertos internacionales y locales de derechos humanos — incluido Méndez — señalaban desde hacía años sobre el papel central que cumplían las confesiones obtenidas mediante coacción en la perpetuación de la impunidad en México.

El informe del Alto Comisionado de la ONU de este año proporcionó pruebas aún más lapidarias sobre la lamentable gestión de la PGR al investigar el caso. En junio, una sentencia de 712 páginas dictada por un tribunal de circuito federal concluyó que no podía confiarse en que la PGR esclareciera el caso e instruyó al gobierno federal a crear una “Comisión de Investigación para la Justicia y la Verdad” para esa tarea.

Andrés Manuel López Obrador pronto tendrá que encargarse del caso Ayotzinapa. El presidente electo ha prometido crear una comisión para investigar el caso. Sin duda, una comisión que pueda aclarar cuál fue el destino de los estudiantes desaparecidos sería una iniciativa valiosa, en especial si allana el camino para que los responsables sean llevados ante la justicia.

Sin embargo, la tragedia de Ayotzinapa es en realidad aún mayor que el destino de los estudiantes, e incluso que el inmenso dolor de sus familiares. Que este hecho atroz no se haya esclarecido a pesar que el mundo entero tenía sus ojos puestos en él, es apenas otra indicación de que México no asegura verdad y justicia a las miles de familias cuyos seres queridos han sido desaparecidos o asesinados. El recurso a la tortura ha sido un factor clave que explica este fracaso.

México necesita urgentemente mejorar su seguridad pública. La tortura es, precisamente, la antítesis de lo que se requiere. Es un delito que permite encubrir otros ilícitos. Ayotzinapa, Tlatlaya y otros casos recientes han demostrado que la tortura no conduce a la verdad. Obliga a víctimas a decir lo que sus torturadores desean escuchar, a fin de hacer cesar un tormento intolerable. Las víctimas confiesan delitos que nunca cometieron. Acusan —o exoneran— falsamente a terceros. Luego se juzga a personas inocentes, mientras que los verdaderos responsables siguen en libertad. Es decir, la tortura perpetúa la misma impunidad que permite que proliferen el crimen y los abusos.

Es crucial que López Obrador extraiga varias lecciones de lo ocurrido en Ayotzinapa. La primera es la necesidad urgente de establecer una fiscalía autónoma que tenga la capacidad y la determinación necesarias para llevar a cabo investigaciones serias de, como mínimo, las más graves atrocidades cometidas por integrantes de las fuerzas de seguridad y la delincuencia organizada. Este importante objetivo debería guiar la actuación del Presidente electo en el proceso de crear una nueva fiscalía federal.

Una segunda lección es que, para que haya investigaciones serias de las atrocidades y otros delitos graves —y, por ende, para que la nueva fiscalía tenga éxito— será necesario combatir y erradicar la tortura. Esto requiere la implementación plena y enérgica de la nueva ley sobre tortura—entre otros, para asegurarse de que el registro nacional de casos de tortura y la fiscalía especializada funcionen con la mayor eficacia. Aunque la ley sobre tortura exigía que la PGR tuviera la infraestructura necesaria para operar el registro nacional en diciembre de 2017, la PGR nos informó en agosto de 2018, ocho meses después de la fecha límite, que esta tarea todavía estaba pendiente. Tampoco se ha emitido el programa nacional en contra de la tortura que exige la ley.

Una tercera lección que se infiere de Ayotzinapa concierne al papel vital que han tenido tres tipos de actores para poner de manifiesto el manejo deficiente del caso por parte del Estado: las familias de las víctimas, las organizaciones de la sociedad civil locales y los investigadores internacionales. La “verdad histórica”, ya desacreditada, habría prevalecido casi indefectiblemente de no ser por los esfuerzos incansables de las familias de las víctimas exigiendo respuestas, la orientación y la asistencia legal que les brindaron organizaciones de derechos humanos locales para que sus pedidos fueran escuchados, y las investigaciones de expertos internacionales, así como de otras organizaciones de la sociedad civil. El próximo gobierno debería aceptar y promover la participación continua de todos estos actores a fin de erradicar la tortura y la impunidad asociada con este delito en México.

Daniel Wilkinson es director ejecutivo adjunto para las Américas de Human Rights Watch.

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