Cuando uno es obligado a huir de su propio país, lo único que realmente le queda es lo que puede llevarse consigo. No me refiero al equipaje o los ahorros, sino a lo que uno lleva en la mente y en el corazón. Muchos periodistas venezolanos sienten que probablemente esto sea lo más importante que pudieron llevarse de Venezuela.
Huir siempre tiene un costo. Al entrevistar a venezolanos que escaparon de la represión y la escasez de comida y medicamentos, he estado en contacto con el dolor de padres que tuvieron que dejar a sus hijos, la firmeza de profesionales que aceptan trabajos diferentes para poder llevar comida a la mesa y la tristeza de los exiliados políticos que, con dificultad, intentan dar nuevo rumbo a sus vidas.
Algunos, por un tiempo, intentan no pensar sobre Venezuela. Pero muchos envían medicamentos o comida, se mantienen informados sobre lo que sucede donde vivían hasta hace poco y educan a sus nuevos vecinos sobre lo que ocurre en su país.
Lo mismo ocurre con los periodistas venezolanos. Conducen vehículos para Uber y limpian casas, y sienten enojo y agotamiento al ver cómo el país que conocen se derrumba ante sus ojos. Pero también sienten la necesidad de ejercer el periodismo, y muchos ofrecen sus fuentes y conocimientos —a veces gratuitamente— para que el mundo conozca sobre la crisis.
Para muchos, la primera parada es Miami, donde amigos o antiguos colegas podrían facilitarles la adaptación. Se trata de un lugar donde el clima es similar al que dejaron atrás, y de una cultura forjada por personas llegadas de distintas latitudes e hispanohablantes con los más diversos acentos.
Rayma Suprani diseña a diario caricaturas sobre la crisis en Venezuela que publica en redes sociales. Se fue en 2014, luego de perder su empleo en El Universal tras casi 20 años de trabajo. El periódico había sido vendido a personas que se consideran próximas al gobierno. Suprani fue despedida por una caricatura donde se mostraba un electrocardiograma con latidos saludables, seguido de una imagen de la firma del ex Presidente Hugo Chávez, que se transforma en una línea sin pulso, aludiendo a la muerte del sistema de salud venezolano.
Tamoa Calzadilla y su esposo David Maris, ambos periodistas, se fueron del país un año más tarde, cuando sus vidas profesionales se vieron truncadas por motivos similares. Calzadilla, que lideraba el equipo de investigación de Últimas Noticias, renunció luego de haber sido presionada para publicar datos oficiales infundados sobre manifestantes. Más tarde, miembros de la Guardia Nacional Bolivariana confiscaron los equipos de trabajo de Maris mientras entrevistaba a la esposa del líder opositor Leopoldo López. También se produjo un robo en su vivienda, durante el cual solo la computadora de Calzadilla fue sustraída. Ambos trabajan ahora en Miami para Univisión News.
Alberto Ravell, uno de los fundadores de La Patilla, un sitio web de noticias enfocado en Venezuela, huyó en 2016, horas antes de que se dictara una orden judicial para intentar retenerlo a él y otras 20 personas más, como resultado de una demanda penal por difamación. Diosdado Cabello, uno de los políticos oficialistas más poderosos, los acusó de haber republicado información de un periódico español que lo implicaba en narcotráfico. Ravell es, además, uno de los fundadores del canal de televisión Globovisión, que en sus orígenes siguió una línea editorial independiente, y se convirtió en un medio adepto al gobierno desde que fue vendido en 2013 después de que el gobierno le impusiera reiteradas multas. Ravell sigue dirigiendo La Patilla desde el exterior.
Aunque algunos valientes periodistas siguen informando de manera independiente desde Venezuela, el temor a represalias ha convertido a la autocensura en algo habitual. Por más de una década, el gobierno ha ampliado y ejercido abusivamente su poder para regular a los medios de comunicación. Ha reducido drásticamente la cantidad de medios disidentes, prohibido que algunos corresponsales extranjeros ingresen en el país y ha expulsado a otros. Durante la ola de represión del disenso que tuvo lugar el año pasado, miembros de las fuerzas de seguridad detuvieron e interrogaron a varios periodistas y confiscaron sus equipos. En noviembre, la Asamblea Nacional Constituyente oficialista aprobó penas de prisión de hasta 20 años contra quien “fomente, promueva o incite” actividades que se definen de manera muy imprecisa como de “odio”.
Los periodistas han generado una respuesta en equipo, e intercambian notas, contactos, fotos y filmaciones con sus colegas en el exterior. Los exiliados llevan a cabo entrevistas delicadas y desarrollan o publican las notas, a veces de manera anónima, a través de redes sociales, sitios web de noticias o medios de difusión con mayor alcance.
Las amenazas y el temor de duras represalias todavía no han conseguido silenciar a los periodistas venezolanos. Muchos siguen observando, investigando y haciendo el trabajo de una prensa libre, en el país o en el exilio. Siguen arrojando luz sobre un país donde ya no quedan controles institucionales al poder, y esta es, excepcionalmente, una buena noticia que llega desde Venezuela.