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Los bloques de derechos humanos que construyan a toda sociedad democrática deben ser las ideas, el respeto, la apreciación a las diferencias y el trato cortés con el que queremos que nos traten a nosotros. Sin embargo, actualmente, estos valores están bajo ataque con una intensidad mayor que en cualquier otro momento de las últimas décadas.

En Europa, –pese a que Austria parece haber evitado un potencial desastre en sus elecciones presidenciales– líderes como el húngaro Viktor Orbán y el polaco Jaroslaw Kaczyński hablan abiertamente de la construcción de una democracia “no liberal”: una que carece de los mecanismos de control y supervisión del poder ejecutivo, incluyendo la protección de los derechos humanos. En un país europeo tras otro, la extrema derecha e incluso los partidos dominantes participan de la intolerancia, la xenofobia, el nativismo y la difusión del miedo.

El problema también se hace evidente en otros lugares. En Estados Unidos, demagogos impulsan sus perspectivas políticas apelando a nuestros peores instintos. China y Rusia promueven un gobierno autoritario como un modelo superior. Los líderes africanos atacan a la justicia internacional. Gobiernos de todo el mundo tratan de evitar que los ciudadanos se unan en grupos cívicos para hacerse oír. Y, tal vez en una de las muestras más dramáticas, el gobierno sirio ha desmantelado los convenios de Ginebra para luchar en una guerra mediante un ataque deliberado contra civiles en las zonas controladas por la oposición.

Aun así, Europa sigue siendo un foco importante del problema. Allí es donde se cuece la creciente islamofobia, la discriminación y la marginación de comunidades enteras, la demonización de los refugiados y los alarmantes esfuerzos por retroceder en el tiempo hasta un momento en que la sociedad era concebida como algo más uniforme y menos como una fusión de diferencias.

La inseguridad es una de las principales causas de estas tendencias: inseguridad económica, debido a que muchas personas sienten que se están quedando rezagadas; inseguridad física, ya que las personas que salen a dar un paseo por la noche por la ciudad o viajan al extranjero son tiroteadas al azar; e inseguridad cultural, cuando el significado de ser, por ejemplo, francés o alemán ya no es tan simple como siempre se había supuesto.

En estos tiempos de inseguridad, hay una tendencia a replegarse, a buscar refugio entre aquellos que más se parecen a nosotros, a cerrarles las puertas a los demás y a culparles de nuestros problemas y nuestras decepciones. Ese instinto proporciona la plataforma para las cada vez más numerosas voces de odio.

Sin embargo, estas tendencias no son inevitables y nuestro papel no debería reducirse al de un espectador preocupado. Dado que ponen en tela de juicio la propia esencia de nuestras sociedades, todos tenemos el deber de rechazar este movimiento hacia el odio, la exclusión y la intolerancia, y cumplir con nuestra parte para revertirlo.

Es posible que piense que esto es más fácil de decir que de hacer. Al fin y al cabo estamos hablando de grandes tendencias. ¿Cómo puede una sola persona marcar la diferencia?

Si todos hacemos nuestra parte, la tarea no es tan difícil como podría parecer. Nuestra primera responsabilidad es la de desmontar los mitos y las malas interpretaciones que a menudo acompañan el argumento a favor de la intolerancia. ¿Acaso alguna vez resolvieron nuestros problemas en lugar de agravarlos?

Consideremos el discurso público que predomina estos días acerca de las comunidades de inmigrantes y minorías en Europa, en particular los musulmanes. Durante décadas, la mayoría de los gobiernos europeos han hecho muy poco por integrar a estas comunidades. Los residentes afrontan limitadas oportunidades laborales y educativas, un trato discriminatorio por parte de la policía y una sensación de no ser realmente aceptados por la sociedad. La mayoría de los residentes hacen todo lo que pueden, dadas las circunstancias, pero una pequeña minoría se radicaliza y recurre a la violencia. Se trata de un problema grave pero, ¿es la islamofobia realmente la respuesta? Ahora estas comunidades constituyen una parte integral de Europa. Si no permitimos que sus residentes construyan una vida significativa, si continuamos frustrando sus aspiraciones, si no acogemos sus numerosas contribuciones, su alienación y su desesperación sólo crecerán.

O fijémonos en el problema del terrorismo. Es cierto que la actual amenaza terrorista en Europa tiene su origen principalmente en la segunda y tercera generación de inmigrantes musulmanes. Una estrategia antiterrorista inteligente busca alcanzar a las personas que tienen más probabilidades de estar al tanto de un plan terrorista antes de que se lleve a cabo: la familia, los vecinos y los amigos de los cerebros del atentado, muchos de ellos también musulmanes. Queremos que se sientan parte de la solución y no del problema. Queremos que se sientan cómodos informando a la policía sobre potenciales actividades sospechosas. Pero la islamofobia hace lo contrario. Las personas que sienten que no pueden confiar en la policía, que temen que ellas mismas serán tratadas con sospecha si comparten sus preocupaciones, permanecerán en silencio.

O tomemos el caso de los refugiados. A medida que personas desesperadas huyen de las bombas de barril de El Assad y de las atrocidades del Estado Islámico, muchas buscan refugio en Europa. Ninguno de nosotros quiere ver escenas de caos en las fronteras de Europa, pero deberíamos alentar a los gobiernos europeos a ayudar a estas personas, mediante la concesión de una financiación generosa para que puedan educar a sus hijos y mantener a sus familias en los países de primer refugio, como Turquía, Líbano o Jordania. Y para aquellos que todavía deseen continuar su travesía hasta Europa, deberíamos estar pidiendo la acogida de muchas más personas directamente en los países de primer refugio, sin que primero tengan que arriesgar sus vidas en un peligroso barco para cruzar el Mediterráneo.

Puede que los lectores no estén de acuerdo con todos estos argumentos, pero hay muchos más que se pueden plantear para contrarrestar las voces de odio e intolerancia. La clave está en no dar por hecho que la intolerancia es inevitable, que el odio es un producto natural de los tiempos difíciles. Estos sentimientos sólo florecen cuando carecen de oposición. Todos debemos hacer todo lo posible para frenar su crecimiento.

Pero eso lleva a la pregunta: ¿qué podemos hacer para hacernos escuchar? Debe empezar por prestar atención a cómo se comporta. Trate a los demás como quiere ser tratado. Sea un modelo que otros emulen. Los ejemplos positivos pueden ser contagiosos. Hablan en voz alta.

A continuación, hable con sus amigos, familias y comunidades. Cuantas más conversaciones, mejor. A los populistas les encanta decir que hablan en nombre de la comunidad, que son la verdadera voz del pueblo, que están defendiendo los valores nacionales de la intrusión extranjera. Para aquellos que no estén de acuerdo, es importante decir: “No, esas personas no hablan por mí”.

Además, hoy en día es más fácil que antes participar en el debate público más amplio sobre la dirección de Europa. A diferencia de hace menos de diez años, las redes sociales como Facebook y Twitter han democratizado en gran medida el acceso al debate público. Para hacer oír nuestras voces, ya no dependemos de los medios de comunicación tradicionales, de acceso más difícil. Todos podemos entrar en la conversación pública desde nuestra computadora portátil o teléfono móvil. Debemos aprovechar la oportunidad para utilizar ese megáfono.

Recuerde, cada movimiento político comienza en el ámbito local. Cada comunidad empieza con un círculo de amigos. Al charlar con amigos o familiares, cuando se comunica en línea, encuentre un espacio para incluir comentarios sobre el más reciente asalto contra nuestros valores. Desafíe mitos con hechos. Encuentre maneras de impulsar la conversación. Al principio puede que se sienta cohibido al hablar de estos temas, pero cuanto más se una a la conversación, más cómodo se sentirá y mayor será el significado que adquirirá su voz. Incluso si comenzamos con sólo unas pocas personas, hay un efecto dominó. Si todos cumplimos con nuestra parte, las ondas pueden convertirse en olas, e incluso mareas.

Si queremos construir un mundo a partir de los valores de los derechos humanos, no podemos darlos por sentado. Existe una necesidad urgente de que todos nosotros salgamos en su defensa. Eso requiere que todos cumplamos con nuestra parte.

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