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Personas detenidas por la policía esperan con las manos esposadas con amarras en la parte trasera de un camión en la delegación policial de San Bartolo antes de ser trasladas a prision, Sopayango, El Salvador, 16 de agosto de 2022. © AP Photo/Salvador Melendez

El presidente de El Salvador, Nayib Bukele, propuso alojar en las cárceles salvadoreñas a personas deportadas de Estados Unidos, sin importar su nacionalidad, así como a ciudadanos estadounidenses con condenas penales. La propuesta es la receta perfecta para violencia y abusos. El gobierno de Estados Unidos debería rechazarla inequívocamente.

Las personas detenidas en el sistema penitenciario de El Salvador están aisladas del mundo exterior y se les niega cualquier recurso legal creíble. Mientras el presidente Bukele publicita sus cárceles como “las mejores del mundo”, la realidad es muy diferente. Human Rights Watch entrevistó a varias personas liberadas de estas prisiones y a decenas que tienen familiares encarcelados. Uno tras otro, los relatos que documentamos revelan condiciones deplorables de detención, torturas y muertes bajo custodia.

Una de las personas con quien hablamos fue un trabajador de la construcción de 18 años quien nos dijo que la policía golpeaba con macanas a los recién llegados a la prisión durante una hora. Cuando negó ser miembro de una pandilla, fue conducido a lo que describió como un sótano “completamente oscuro”, con otros 320 detenidos, donde guardias y otros detenidos lo golpeaban a diario. Una vez, nos dijo, un guardia lo golpeó con tanta fuerza que le rompió una costilla.

Según su testimonio, la celda estaba tan hacinada que tenía que dormir en el suelo o de pie, un relato que oímos con frecuencia dentro de un sistema penitenciario desbordado donde 108.000 personas (aproximadamente el 1,7 % de la población de El Salvador) permanecen detenidas en instalaciones supuestamente diseñadas para albergar a 70.000. Estas condiciones han sido calificadas por el propio Departamento de Estado de Estados Unidos como “potencialmente mortales”.

Las cárceles, según afirmó este joven, al igual que muchos otros detenidos, se encontraban en condiciones deplorables: sucias y plagadas de enfermedades. A pesar de que el gobierno salvadoreño no ha permitido que Human Rights Watch ingrese a las prisiones, diversos médicos que ingresaron a estos centros de detención nos dijeron que la tuberculosis, las infecciones de la piel causadas por hongos, la desnutrición severa y los trastornos digestivos crónicos eran comunes entre las personas detenidas.

Enviar a las personas deportadas a estas condiciones no solo convertiría al gobierno de Estados Unidos en cómplice de violaciones de derechos humanos, sino que también podría repetir graves errores del pasado. Las brutales pandillas MS-13 y Barrio 18, que hasta hace poco aterrorizaban comunidades enteras en El Salvador, en parte nacieron y se consolidaron en el país gracias a deportaciones desde Estados Unidos y políticas de encarcelamiento masivo de gobiernos anteriores.

Las deportaciones desde los Estados Unidos en los años 90, durante el gobierno Clinton, permitieron que las pandillas se expandieran en El Salvador. Las detenciones masivas durante la década de los 2000, aunque presentadas por los gobiernos salvadoreños como una solución para abordar la violencia de las pandillas, tuvieron el efecto contrario. Las prisiones sobrepobladas se convirtieron en centros de operaciones donde los líderes pandilleros fortalecieron sus estructuras internas mediante el reclutamiento de una población en condiciones deshumanizantes.

Las deportaciones hacia El Salvador desde Estados Unidos durante la década de los 2000 agravaron esta crisis. Las autoridades salvadoreñas a menudo asumían que las personas deportadas eran miembros de organizaciones criminales y muchos fueron sometidos a detenciones, torturas, golpizas, agresiones sexuales, desapariciones y asesinatos.

Después de que el joven de 18 años al que entrevistamos pasara meses en prisión preventiva, un juez finalmente lo absolvió, alegando que no había pruebas que lo vincularan con las pandillas. Aunque ahora enfrenta las consecuencias de los abusos sufridos durante su encarcelamiento, muchos otros no han tenido la misma suerte y se encuentran atrapados en un sistema penitenciario sin garantías procesales básicas.

Segúninforman organizaciones locales de derechos humanos, al menos 350 personas han muerto en las cárceles de El Salvador desde que el presidente Bukele declaró una “guerra contra las pandillas” en marzo de 2022. Si bien las autoridades salvadoreñas rechazan toda responsabilidad estatal en estos fallecimientos, fotos y testimonios que hemos documentado y análisis de expertos forenses sugieren responsabilidad del Estado en varias de estas muertes.

Muchos familiares de personas detenidas nos dijeron que no conocen los cargos específicos contra sus seres queridos, ni tienen certeza sobre su condición física o paradero. Algunos temen que sus familiares estén muertos. Las autoridades les niegan constantemente recursos legales y los detenidos son procesados a través de audiencias virtuales masivas, donde hasta 300 acusados son presentados simultáneamente ante un juez, lo que hace imposible cualquier análisis individualizado de sus casos.

Mientras Bukele dice estar aplicando la ley a rajatabla, su gobierno ha socavado de forma sistemática y drástica el Estado de derecho en El Salvador. Su gobierno intimida abiertamente a los jueces que liberan a personas detenidas sin pruebas creíbles en su contra. Al mismo tiempo, la Asamblea Legislativa, controlada por legisladores oficialistas, ha mantenido suspendidas las garantías básicas del debido proceso durante casi tres años. En una decisión que consolida aún más este debilitamiento institucional, la Asamblea Legislativa recientemente aprobó enmiendas que permiten modificar disposiciones constitucionales —incluyendo la eliminación de derechos fundamentales o garantías procesales esenciales— prácticamente de la noche a la mañana.

Las autoridades ni siquiera se han tomado la molestia de sentenciar a las personas detenidas. Con excepción de algunos casos aislados, principalmente de niños y adolescentes, la gran mayoría de las personas detenidas durante “la guerra contra las pandillas” están a la espera de juicio, a menudo acusados por delitos definidos de forma amplia y vaga. Esta medida socava su derecho al debido proceso y niega el acceso a la justicia a las víctimas de las atrocidades cometidas por las pandillas.

En vez de promover acuerdos que pongan en peligro derechos fundamentales, la administración Trump debería trabajar con el gobierno de El Salvador para implementar una política de seguridad efectiva, basada en el respeto de los derechos humanos, que aborde las causas estructurales de la violencia. Esta estrategia debe priorizar la inversión en programas de prevención del delito, garantizar la liberación inmediata de personas detenidas sin evidencia creíble de su participación en actividades delictivas, y establecer mecanismos para responsabilizar efectivamente a los líderes de alto nivel de las pandillas. Sin estos cambios, las deportaciones corren el riesgo de perpetuar los ciclos de violencia y abusos que durante generaciones han socavado los derechos de los salvadoreños y han impulsado la migración hacia Estados Unidos.

*La versión original de este artículo fue publicada en inglés en The Hill.

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