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El Salvador: Declaración ante la Comisión de Derechos Humanos Tom Lantos de la Cámara de Representantes de EE. UU.

Tengo el honor de dirigirme a los miembros de la Comisión de Derechos Humanos Tom Lantos para expresar nuestra preocupación ante la grave situación de los derechos humanos en El Salvador generada por la implementación del régimen de excepción.

Human Rights Watch ha estado monitoreando de cerca el deterioro del Estado de derecho en El Salvador, que avanza a una velocidad alarmante. 

La Asamblea Legislativa declaró el régimen de excepción el 27 de marzo de 2022 para abordar un incremento de la violencia cometida por pandillas que dejó un saldo de 92 muertos en el transcurso de tres días. El régimen de excepción suspendió por 30 días los derechos a la libertad de asociación y reunión y la privacidad de las comunicaciones, así como varias garantías al debido proceso. La medida se prorrogó cinco veces y aún se encuentra vigente.

Asimismo, la Asamblea Legislativa aprobó un paquete de reformas legislativas contra las pandillas, propuestas por el Presidente Nayib Bukele, que permiten a los jueces encarcelar a niños y niñas a partir de los 12 años de edad, restringir la libertad de expresión y expandir peligrosamente el uso de la prisión preventiva y la legislación antiterrorista. 

La violencia asociada a las pandillas constituye uno de los principales problemas de seguridad en El Salvador y el gobierno tiene la responsabilidad de adoptar medidas serias y respetuosas de los derechos humanos para proveer seguridad y proteger a la población, así como asegurar que los miembros de las pandillas sean llevados a la justicia. Sin embargo, en lugar de proteger a los salvadoreños, este régimen de excepción amplio ha sido una receta desastrosa.

Human Rights Watch ha documentado violaciones generalizadas de derechos humanos cometidas durante el régimen de excepción que incluyen detenciones arbitrarias masivas, desapariciones forzadas de corta duración, violaciones al debido proceso y malos tratos en detención.

Policías y soldados han realizado decenas de redadas, sobre todo en comunidades de bajos recursos, durante las cuales han detenido a miles de personas en los 14 departamentos de El Salvador. Más de 51.000 personas fueron detenidas, entre ellas más de 1.600 menores de edad, según cifras oficiales. De acuerdo con entrevistas realizadas a familiares de detenidos y testigos, muchas detenciones parecen estar basadas en la apariencia física de las personas y en su lugar de residencia. Hemos documentado siete casos en los cuales se detuvo arbitrariamente a personas con condiciones de salud mental y se las acusó de pertenecer a pandillas.

En más de 120 casos documentados por Human Rights Watch, las fuerzas de seguridad detuvieron a personas en sus domicilios o en la calle sin presentar una orden judicial de allanamiento o de captura. Prácticamente en ningún caso las autoridades informaron a los detenidos sobre los motivos de su detención y, en varios casos ellos, las fuerzas de seguridad se negaron a comunicar a las familias el paradero de los detenidos, lo cual constituye una desaparición forzada conforme al derecho internacional.

Muchas de las personas detenidas han permanecido incomunicadas durante semanas o meses, o sólo se les permitió ver a su abogado durante unos minutos antes de la audiencia inicial.

Más de 70 personas detenidas durante el régimen de excepción habrían muerto estando bajo custodia. Las autoridades no investigaron de manera exhaustiva esas muertes. En algunos casos, quienes murieron padecían de condiciones de salud y las autoridades no les proporcionaron los medicamentos que necesitaban.

El encarcelamiento masivo durante el régimen de excepción provocó un aumento significativo de la población penitenciaria de El Salvador. En la actualidad, la sobrepoblación es tan grave que los detenidos apenas tienen espacio para moverse, según testimonios que dieron a Human Rights Watch cuatro personas que estuvieron detenidas en diferentes centros de detención y, posteriormente, fueron liberadas. Las condiciones carcelarias, que históricamente fueron deficientes producto del hacinamiento, la violencia y la falta de acceso a servicios básicos como alimentos y agua potable, parecen haberse agravado significativamente en el contexto del régimen de excepción.

Reiteradamente, las autoridades violaron las garantías de debido proceso establecidas por el derecho internacional, al dificultar, o incluso imposibilitar, el derecho a la defensa de miles de detenidos durante sus procesos penales. Más de 40.000 personas fueron detenidas por el delito de pertenecer a una “agrupación ilícita”. El derecho salvadoreño establece que este delito conlleva una serie de consecuencias legales que pueden violar el derecho internacional de los derechos humanos, como la prisión preventiva obligatoria y la imposición de penas extremadamente severas de hasta 45 años de prisión, lo cual podría constituir un castigo desproporcionado. Se realizaron audiencias grupales, a veces con hasta 400 personas en la misma audiencia, lo cual dificulta que los jueces, fiscales y defensores puedan individualizar las pruebas y los argumentos presentados en contra de cada uno de los detenidos.

Varios funcionarios de alto nivel, incluido el presidente Bukele, han justificado reiteradamente las violaciones de derechos humanos, diciendo que son “errores” supuestamente aceptables cometidos en el marco de una “guerra contra las pandillas”. El presidente Bukele señaló también que las fuerzas de seguridad estarán protegidas de cualquier rendición de cuentas en caso de cometer abusos y se ha referido a todos aquellos que critican medidas del gobierno como “defensores de asesinos”.

Desde que asumió la presidencia en 2019, Bukele ha desmantelado las instituciones democráticas, cooptando al aparato de justicia, lo cual ha facilitado la violación generalizada de los derechos humanos en El Salvador.

En mayo de 2021, la Asamblea Legislativa destituyó en forma sumaria y sustituyó a los cinco magistrados de la Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema, así como al fiscal general. Al poco tiempo de ser nombrados, en septiembre, los jueces de Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema emitieron una sentencia permitiendo que el presidente Bukele se postulara a la reelección, pese a una prohibición constitucional a la reelección presidencial inmediata. Los legisladores también promulgaron leyes que destituyeron a cientos de fiscales y jueces de instancias inferiores, agravando así el debilitamiento de la independencia judicial.

La libertad de expresión y de asociación se ha deteriorado seriamente durante el gobierno de Bukele. Periodistas y defensores de derechos humanos han sido blanco de acoso, vigilancia digital y física y agresiones en respuesta a su cobertura de denuncias de corrupción, concentración de poder y criminalidad organizada.

El desmantelamiento del Estado de derecho en El Salvador coincide con una tendencia regional preocupante. Además de los regímenes claramente autoritarios de Cuba, Nicaragua y Venezuela, nos preocupa profundamente la situación de países donde líderes electos democráticamente, una vez en el poder, dan la espalda las garantías democráticas como la independencia judicial y arremeten contra la prensa independiente y la sociedad civil. Gobernantes latinoamericanos de todo el espectro ideológico han seguido el mismo libreto autoritario.  

Este escenario debería ser una señal de alarma para que el Congreso de Estados Unidos y la administración Biden prioricen la protección del Estado de derecho en las Américas.

Estados Unidos ha adoptado medidas importantes para defender el Estado de derecho en Centroamérica, como la inmovilización de activos y la suspensión de visas a personas implicadas en hechos de corrupción y violaciones de derechos humanos. USAID también reorientó la asistencia inicialmente destinada a la Policía Nacional y el Instituto de Acceso a la Información Pública de El Salvador hacia organizaciones de la sociedad civil y de derechos humanos.

No obstante, Estados Unidos puede y debe tomar medidas más contundentes. Debe transmitir un mensaje claro que indique que no será aliado de gobiernos que no respeten la independencia judicial, y que adoptará medidas, incluyendo la suspensión de ayuda militar de ser necesario, si continúan los ataques a la justicia y las violaciones generalizadas de derechos humanos como las que se están cometiendo en El Salvador. También es necesario ejercer presión multilateral, en coordinación con los gobiernos de América Latina preocupados por la situación de derechos humanos, para impulsar mecanismos que aseguren una mayor supervisión de préstamos existentes y de otros nuevos, de manera tal que contribuyan a proteger los derechos humanos.

Es necesario que los funcionarios estadounidenses, incluyendo aquellos en las más altas instancias, denuncien enérgica y públicamente, sin demoras, los abusos como los que he descrito. Los líderes latinoamericanos que avasallen el Estado de derecho deben saber que Estados Unidos está dispuesto a liderar una respuesta enmarcada en la protección de derechos fundamentales y la democracia.

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