En los últimos meses, se han presentado tres controversias constitucionales ante la Suprema Corte con el fin de invalidar el decreto presidencial firmado el 11 de mayo que movilizó oficialmente a las Fuerzas Armadas para participar en tareas de seguridad pública hasta 2024. El decreto es, desde luego, una mera formalidad. A las fuerzas militares se les ha encargado ocuparse de cuestiones de seguridad pública desde hace 14 años, como parte de una estrategia de seguridad pública desastrosa que ha dado lugar a miles de violaciones a los derechos humanos, incluyendo desapariciones forzadas, torturas y ejecuciones extrajudiciales.
Durante este período, los últimos dos presidentes han intentado—de manera infructuosa— presentar justificaciones legales y políticas para explicar este despliegue de fuerzas que, según lo señalan destacados juristas, es inconstitucional. El decreto firmado por el presidente Andrés Manuel López Obrador el 11 de mayo es simplemente el más reciente de estos esfuerzos. Las controversias actualmente pendientes ante la Suprema Corte no solamente son bienvenidas; también representan un paso positivo e importante para frenar los continuos intentos por justificar legalmente la militarización de la seguridad pública en México.
Las fuerzas policiales de México son abusivas, están atravesadas por la corrupción y han demostrado no estar en condiciones de poner freno al incesante embate de la violencia y la criminalidad perpetrados por poderosos y opulentos carteles. Tanto el Presidente Felipe Calderón como su sucesor, Enrique Peña Nieto, justificaron la presencia constante de militares en las calles argumentando que cumplían una función temporal y auxiliar de seguridad pública mientras policías y funcionarios del Ministerio Público eran sometidos a un proceso de reforma y profesionalización. Pero su presencia en las calles no ha sido ni temporal, ni auxiliar. En muchos estados, la movilización militar se ha mantenido desde el año 2006, prácticamente sin control efectivo por parte de las autoridades civiles. Mientras tanto, las reformas prometidas dentro de las fuerzas policiales o no se han materializado, o no se han traducido en mejorías, y la violencia ha seguido creciendo a un ritmo vertiginoso.
Durante su campaña, López Obrador se comprometió a que el ejército “regresaría a los cuarteles”. Sin embargo, una vez en el poder ha ido aún más lejos que sus predecesores en la búsqueda de justificaciones legales para mantener a los militares en las calles. En 2019, reformó la Constitución para crear la Guardia Nacional. La guardia está compuesta principalmente por militares, opera bajo la dirección de oficiales militares y sus miembros son entrenados por las fuerzas militares. En la actualidad, López Obrador intenta justificar el despliegue militar utilizando una versión del mismo argumento esgrimido por sus predecesores: que las fuerzas militares desempeñarán una función temporal y auxiliar a la Guardia Nacional.
Esta distinción es tramposa. Las fuerzas militares y la Guardia Nacional son una misma cosa. Sostener que la Guardia Nacional es una especia de policía, una institución civil, no es más que un burdo ardid político.
La participación de militares en actividades de seguridad pública ha resultado en innumerables atrocidades en México. Uno de los elementos más preocupantes del decreto presidencial es que, por primera vez, concede facultades formales a las Fuerzas Armadas para asumir funciones que tradicionalmente han sido desempeñadas por las fuerzas policiales: detener a civiles, preservar la escena del crimen y proteger evidencias. Cada vez que estas tareas han sido asignadas a soldados en el pasado, el resultado típico ha sido el encubrimiento de violaciones a los derechos humanos. En casos como la masacre de Tlatlaya en 2014 o el asesinato de dos estudiantes en el campus del Tecnológico de Monterrey en 2010, soldados ejecutaron a civiles y luego alteraron la escena del crimen, colocando armas para incriminarlos y manipulando sus cuerpos para simular que se había producido un enfrentamiento. En lugar de luchar para que no se repitan este tipo de abusos, la estrategia de seguridad de López Obrador le vuelve a dar un papel preponderante a las Fuerzas Armadas, con las consabidas consecuencias para los derechos humanos.
Las Fuerzas Armadas en México—así como en todo el mundo—están diseñadas para la guerra, no para realizar tareas de seguridad pública. Los soldados están habilitados para usar la fuerza letal como primera opción en un conflicto armado, si disparan contra un objetivo militar legítimo. Con la policía ocurre exactamente lo contrario: solo puede usar la fuerza letal como último recurso, si resulta estrictamente necesario para evitar que los policías o terceros sufran lesiones graves o pierdan la vida. Cuando se envía a soldados equipados con armas largas para realizar prácticas policiales en las comunidades, el resultado usualmente es trágico, pero no sorprendente.
A menudo, López Obrador afirma vehementemente que él no es como sus antecesores y que su gobierno está impulsando una profunda transformación. No obstante, su decisión de constitucionalizar el despliegue militar en tareas de seguridad pública convalida políticas que, en el pasado, tuvieron resultados exiguos y causaron la pérdida de miles de vidas. López Obrador está cometiendo un craso error, que seguramente contribuirá a que siga el derramamiento de sangre con impunidad. A juzgar por su récord hasta el día de hoy, la transformación que proclama López Obrador en lo que concierne a los derechos humanos solo redundará en más de lo mismo.