El 9 de febrero, el presidente de El Salvador, Nayib Bukele, llegó a la Asamblea Legislativa con un grupo de militares uniformados que portaban armas automáticas. El mandatario quiere que el órgano legislativo apruebe un préstamo de 109 millones de dólares que otorgaría el Banco Centroamericano de Integración Económica (BCIE), para que pueda comprar helicópteros, gafas de visión nocturna, un sistema de videovigilancia, un barco y más equipo para que los militares combatan al crimen, su principal propuesta política para abordar la violencia de las pandillas que enfrenta el país.
Este ha sido el despliegue más evidente de fuerza bruta desde el fin de la guerra civil de El Salvador en 1992. Sin embargo, la falta de críticas internacionales fue incluso más impactante que la entrada dramática del presidente a la Asamblea. Estados Unidos y la Unión Europea han emitido solamente reproches leves. Se necesita más que eso para intimidar a un hombre que muestra una total indiferencia hacia el equilibrio de los poderes democráticos.
Bukele, quien tiene minoría en el congreso, invocó el artículo 167 para convocar a una sesión extraordinaria durante el fin de semana con el objetivo de respaldar su plan. Según expertos legales, el artículo 167 puede ser empleado solo para convocar de manera extraordinaria al congreso durante un receso cuando ocurre un desastre natural o una invasión, no para hacer lo que al presidente le plazca.
El 8 de febrero, retiró a los policías asignados para la protección de los legisladores y los remplazó con militares fuertemente armados e integrantes de la Policía Nacional Civil, quienes rodearon la Asamblea Legislativa y colocaron francotiradores en el techo. Cuando los legisladores se rehusaron a asistir, los acusó de quebrantar el orden constitucional. Envió soldados a los hogares de los legisladores renuentes para ordenarles que se presentaran. Sus aliados políticos en todo el país organizaron autobuses para traer a cientos de simpatizantes a manifestarse en las calles circundantes al congreso.
El día siguiente, acompañado por soldados que cargaban rifles automáticos, Bukele ingresó a la cámara legislativa y ocupó la silla del presidente del órgano, quien no asistió. Agachó la cabeza y oró durante tres minutos. Cuando levantó el rostro, informó a los soldados y a los pocos diputados asistentes que había estado “hablando con Dios” y que, afortunadamente para ellos, le había pedido paciencia. Anunció que le daría al congreso una semana para aprobar el préstamo. En un discurso a sus simpatizantes pronunciado en el exterior, dijo que retiraría a los legisladores del parlamento si era necesario.
“¿Acaso con el fusil en la cabeza nos van a obligar a votar?”, dijo Leonardo Bonilla, un diputado independiente que ha respaldado muchas de las propuestas de Bukele y que fue uno de los pocos que asistió a la sesión. “Esto no es una democracia ya”.
Bukele confía en que sus altos índices de aprobación y las acusaciones de corrupción que empañan a la oposición ayuden a eclipsar las advertencias de que él está pisoteando las protecciones institucionales. También cuenta con que los salvadoreños respalden su enfoque de mano dura contra el crimen para abordar una de las tasas de homicidios más altas del mundo, así como las escalofriantes tasas de violencia sexual y desapariciones.
El 10 de febrero, la Corte Suprema de Justicia de El Salvador suspendió cualquier acto resultante de la sesión de emergencia y ordenó a Bukele que se abstuviera de usar al ejército de maneras que son inconstitucionales y ponen “en riesgo la forma de gobierno republicano, democrático y representativo”. El fallo, un acto valiente que es posible debido a varias décadas de lento progreso democrático que ha ayudado a arraigar un poder judicial independiente, merece ser aplaudido y apoyado tanto desde dentro de El Salvador como desde el extranjero.
Ha sido decepcionante escuchar solo murmullos de protesta de potencias extranjeras e instituciones internacionales que podrían frenar la caída hacia el autoritarismo de Bukele. La delegación de la Unión Europea en El Salvador emitió un pronunciamiento en el que expresaba su “gran preocupación” e invocaba, con toda razón, la importancia del Estado de derecho, el respeto al pluralismo político y la separación de poderes, pero después hizo una falsa equivalencia al exhortar tanto al presidente como a la Asamblea Legislativa a respetar la independencia institucional. Para ser claros, quien se extralimitó no fue el congreso, sino Bukele.
El embajador de Estados Unidos en El Salvador dijo que no aprobaba la presencia militar en la Asamblea Legislativa, y también reconoció los llamados a la “paciencia”, con lo que hizo eco del término usado por el presidente Bukele.
El secretario general de la Organización de los Estados Americanos (OEA), Luis Almagro, tuiteó en medio de la crisis que había sostenido una conversación con la ministra de Relaciones Exteriores de El Salvador, Alexandra Hill, y que ella había expresado respeto por las instituciones del país. Estas palabras se las llevó el viento cuando el presidente Bukele y su escolta militar fuertemente armada invadieron el edificio de la Asamblea Legislativa el 9 de febrero.
La OEA debería convocar a una reunión urgente bajo la Carta Democrática Interamericana, la cual busca proteger la separación de poderes, para lidiar con este intento descarado de socavar el Estado de derecho. Los Estados miembro de la OEA deberían reaccionar de manera consistente ante este tipo de arrebatos, sin importar la ideología política ni el apoyo popular de nuestros líderes. Su silencio podría ser interpretado como un respaldo tácito. No deberían normalizar los insolentes ataques del presidente Bukele a las instituciones democráticas. No debería haber cabida para una doble moral.