El presidente electo de Estados Unidos, Donald Trump, dijo el domingo en el programa “60 Minutes” de la cadena CBS que tiene la intención de deportar o “encarcelar” a 2 millones o “incluso 3 millones” de personas que son “delincuentes y tienen antecedentes penales, pandilleros o traficantes de drogas”. Si bien esta amenaza está lejos de sus promesas de campaña de deportar a los 11 millones de inmigrantes no autorizados en EE.UU., es probable que encamine al país a cometer graves violaciones de derechos.
Esto lo sabemos porque ya se ha hecho antes. Perseguir a personas concretas para aplicarles la ley de inmigración a través del sistema de justicia penal no es una política nueva. Tampoco lo es deportar a millones de personas. En los primeros seis años del gobierno de Obama, las autoridades deportaron a 2 millones de personas supuestamente escogidas, como describió Obama en términos sorprendentemente similares, por ser “criminales, pandilleros [y] personas que están perjudicando a la comunidad”. Pero eso no es lo que pasó.
En su lugar, el gobierno criminalizó a los inmigrantes y recurrió a infracciones menores para atacarlos. El New York Times encontró en 2014 que dos tercios de los casi dos millones de deportaciones del gobierno de Obama involucraron a personas que habían cometido infracciones menores, incluyendo violaciones de tráfico, o no tenían antecedentes penales. Muchas deportaciones se iniciaron a través del programa gubernamental ya suspendido (Comunidades Seguras), que combinaba la labor de la policía local con la aplicación de la ley de inmigración. Sin embargo, como resultado, en algunos aspectos llegó a hacer que las comunidades fueran incluso menos seguras.
Cuando los servicios de inmigración intentan deportar a millones de “criminales”, personas como Melida Ruiz y su familia pagan el precio. Melida, una residente permanente legal, es una abuela que lleva viviendo en EE.UU. desde 1981. En 2011 permaneció siete meses en detención migratoria, luchando para evitar la deportación basada en una condena por un delito menor de drogas de 2002, su única sanción en más de 30 años en el país. Al permitirle permanecer en EE.UU. con su familia, un juez de inmigración sentenció que su única condena “no era representativa de su carácter”. Muchos miles de personas con lazos similares en este país no han tenido tanta suerte.
Las comunidades estadounidenses también pagan el precio. El presidente electo Trump ha dicho que restituiría las Comunidades Seguras y otros programas similares para ayudar a “identificar a cientos de miles de extranjeros deportables en las prisiones locales”. Puede que estos programas hayan identificado a personas por deportar, pero no hay evidencia de que hayan aumentado la seguridad de las comunidades. En su lugar, hicieron que los inmigrantes irregulares sientan terror de la policía, hasta el punto de evitar a los agentes incluso cuando necesitaban desesperadamente protección policial. Esto significa que muchos delitos no son denunciados, investigados ni procesados. En palabras del fiscal de distrito de San Francisco George Gascón: “cuando las víctimas tienen miedo de dar la cara y cooperar con las autoridades debido a su estatus migratorio, toda la comunidad sufre”.
El presidente electo Trump debería renunciar a su plan de deportar a millones de personas. La experiencia demuestra que las personas atrapadas en esa red serán residentes que llevan mucho tiempo en el país, a menudo con familias de ciudadanos estadounidenses que son necesitados, amados y dolorosamente extrañados por sus hijos, padres y comunidades.