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Un niño se encuentra junto a las ruinas de casas que fueron demolidas por autoridades durante un operativo de seguridad en el marco de la "Operación de Liberación y Protección del Pueblo " (OLP) en Valencia. © 2015 Reuters

Olga Meza se sentó en la oficina de una ONG venezolana y nos dijo que buscaba justicia por la muerte de su hijo de 16 años. Su voz se quebró y no contuvo las lágrimas al contarnos sobre la noche en que policías de investigación ingresaron por la fuerza en su casa, la golpearon a ella y a su familia, y la obligaron a mirar mientras un agente irrumpió en la habitación de su hijo y lo mató a tiros.

Un puñado de gobiernos de la región y varios ex jefes de Estado han criticado a Nicolás Maduro por el uso excesivo de la fuerza contra opositores al gobierno. La represión de Maduro, sin embargo, es incluso peor de lo que sus críticos dan cuenta. El ejercicio indiscriminado y agresivo del Poder Ejecutivo, sin ningún tipo de control, afecta a residentes de sectores populares y de comunidades de inmigrantes, donde la Revolución Bolivariana gozaba de amplio apoyo. Desde julio pasado, el gobierno ha llevado a cabo una serie de redadas policiales y militares contra estas comunidades con la supuesta excusa de combatir bandas criminales.

Los venezolanos enfrentan uno de los índices de homicidios más altos de la región y necesitan urgentemente ser protegidos frente a delitos violentos. Sin embargo, el enfoque de mano dura del gobierno venezolano ocasionó graves daños. Numerosas víctimas y testigos nos describieron abusos generalizados perpetrados por las fuerzas de seguridad contra las comunidades que más necesitan su protección.

La fiscal general Luisa Ortega Díaz admitió en febrero que 245 personas murieron durante las redadas de 2015. Decenas más habrían muerto de enero a la fecha. Funcionarios han afirmado que las muertes ocurrieron durante "enfrentamientos" entre las fuerzas de seguridad y delincuentes armados. Sin embargo, hemos encontrado 20 casos en los cuales familiares de víctimas o testigos de los homicidios indicaron que no se había producido ningún enfrentamiento. En varios de ellos, los testigos expresaron que las víctimas fueron vistas con vida por última vez cuando estaban bajo custodia policial.

Algunos residentes también describieron detenciones masivas indiscriminadas. Según fuentes oficiales, las fuerzas de seguridad detuvieron temporalmente a más de 14.000 personas en estos operativos para "verificar" si eran buscadas en relación con algún delito. Sin embargo, menos de 100 fueron finalmente imputadas.

Según la Oficina de Coordinación de Asuntos Humanitarios de las Naciones Unidas, las fuerzas de seguridad deportaron a más de 1700 ciudadanos colombianos de zonas fronterizas donde se llevaron a cabo similares operativos en 2015. Cientos de personas deportadas habían pedido asilo o Venezuela les había reconocido la condición de refugiados. Al menos otras 22.000 personas se habrían ido del país por temor a sufrir abusos o deportaciones forzadas.

Según las víctimas, las fuerzas de seguridad han derribado cientos de casas y han desalojado a miles de personas tanto de viviendas de programas gubernamentales como privadas. Los desalojados afirmaron no haber recibido ninguna notificación previa, ni haber tenido posibilidad alguna de oponerse a la decisión del gobierno. En imágenes satelitales obtenidas por Human Rights Watch, se confirmó que cientos de viviendas fueron destruidas después de desalojos masivos en comunidades de dos estados.

El común denominador de estos casos, y de abusos gubernamentales que hemos documentado en otros contextos durante la última década, ha sido que las víctimas -o sus familiares- no tienen adónde acudir para obtener protección. En un país sin independencia judicial, las víctimas no tienen acceso a la justicia ni cuentan con investigaciones oportunas e imparciales que contribuirían a prevenir abusos.

Olga Meza indicó que fue hostigada por miembros de las fuerzas de seguridad tras haber denunciado ante una fiscalía para que se investigara la muerte de su hijo. En el caso del desalojo forzoso de una comunidad entera en el estado de Miranda, varios residentes informaron que representantes del Ministerio Público estuvieron presentes como espectadores pasivos, mientras los agentes de seguridad expulsaban a personas de sus hogares, se apropiaban de sus pertenencias y derrumbaban cerca de 100 viviendas con máquinas buldócer. Varias de las personas deportadas a Colombia indicaron que no pudieron objetar sus deportaciones.

Anteriormente, en ocasiones en que el Programa Venezolano de Educación-Acción en Derechos Humanos (Provea) o Human Rights Watch difundieron este tipo de hallazgos, las autoridades venezolanas nos denunciaron públicamente como mentirosos, mercenarios o malintencionados que pretendían desestabilizar Venezuela. Esta vez, para nuestra sorpresa, el embajador venezolano ante la OEA expresó en una audiencia pública de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos que los casos deberían ser investigados. Dos días después, el defensor del pueblo de Venezuela, quien usualmente defiende al gobierno frente a denuncias de abusos, manifestó que debía compensarse a aquellos cuyas viviendas fueron destruidas, investigar las denuncias de ejecuciones extrajudiciales y llevar ante la justicia a los responsables.

Haber denunciado abusos contra comunidades vulnerables basándonos en estadísticas oficiales e imágenes satelitales hizo una diferencia. No obstante, resta por verse si estas promesas serán olvidadas una vez que se aplaque la polémica. Maduro debería ordenar públicamente a las fuerzas de seguridad que se abstengan de seguir empleando la fuerza brutalmente y debería revertir la falta de independencia del poder judicial venezolano, que desde hace más de una década funciona como un apéndice del poder ejecutivo. En igual sentido, los gobiernos de la región deberían exigir reformas para garantizar un Poder Judicial independiente.

Olga Meza dejó muy claro por qué tal presión es necesaria: "Yo busco hacer justicia porque no la hay en ningún lado".

Rafael Uzcátegui es director ejecutivo del Programa Venezolano de Educación-Acción en Derechos Humanos (Provea) y José Miguel Vivanco es director de la división de las Américas de Human Rights Watch.

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