El presidente Juan Manuel Santos ha dicho en más de una ocasión que, entre la justicia y la paz, la familia de una víctima del pasado elegiría la justicia, pero una familia que podría sufrir violencia en el futuro elegiría la paz.
Cuando visite este jueves la Casa Blanca, es probable que Santos le diga al presidente Obama que ha conseguido resolver el dilema de paz versus justicia mediante el acuerdo que espera suscribir el mes próximo con las Farc.
En realidad, este acuerdo esconde una renuncia a cualquier posibilidad genuina de justicia y, con esto, a la oportunidad de alcanzar una paz duradera.
Se trata de una renuncia sujeta a condiciones. Siempre que confiesen los delitos atroces que cometieron, los guerrilleros podrán evitar cualquier castigo efectivo. En vez de cumplir penas de prisión, serán “sentenciados” a entre dos y ocho años de trabajo en proyectos “restaurativos y reparadores” —que ellos mismos propondrán— orientados a asistir a víctimas del conflicto. Es algo así como ser condenado a realizar tareas comunitarias luego de confesar una serie de homicidios.
Las Farc han sido responsables de atrocidades sistemáticas contra civiles, incluidos asesinatos, secuestros, desapariciones y el reclutamiento de niños.
La renuncia a la pretensión de justicia se aplicará no solo a las Farc, sino además a miembros de las Fuerzas Armadas, a quienes también se prometen sanciones generosas por las atrocidades que cometieron. Entre estas se incluyen las más de 3.000 víctimas de ‘falsos positivos’, en los que civiles fueron asesinados a sangre fría y luego reportados como guerrilleros muertos en combate.
El acuerdo también contiene una definición acotada de la “responsabilidad del mando” —principio clave del Derecho Internacional Humanitario— que podría utilizarse indebidamente para permitir que altos mandos del Ejército y las Farc eludan cualquier responsabilidad por atrocidades cometidas por soldados bajo su control.
En los últimos 15 años, Estados Unidos ha invertido miles de millones de dólares para fortalecer el Estado de derecho en Colombia, y ha incorporado el respeto de los derechos humanos como una condición para la asistencia militar. Es tal la influencia que Washington ha tenido en Bogotá que si Estados Unidos hubiera exigido el riguroso cumplimiento de dichas condiciones por parte de Colombia (especialmente cuando se empezaron a conocer los primeros casos de ‘falsos positivos’ en 2003), podrían haberse salvado muchas vidas.
La inversión norteamericana no ha sido totalmente en vano. El fortalecimiento del sistema de justicia colombiano ha permitido la condena de más de 800 soldados y algunos oficiales (hasta ahora ningún general) en casos de ‘falsos positivos’. No obstante, el nuevo acuerdo posibilita que los acusados por estas y otras atrocidades no sean juzgados en el sistema de justicia que Estados Unidos y Colombia tanto se han esmerado en mejorar, sino en una nueva “jurisdicción especial”, que aún no se ha puesto en marcha y que no ofrece garantías de independencia frente a injerencias políticas.
Tal vez la prueba más clara de que el sistema de justicia colombiano ha mejorado su eficacia es que Santos parece creer que, para asegurar un acuerdo de paz, debe excluir del alcance de este sistema a quienes han violado derechos humanos.
Es improbable que un acuerdo que sacrifica de esta forma la justicia pueda lograr una paz duradera. Nuestra experiencia en Colombia nos ha enseñado que el ciclo de abusos por las partes del conflicto se perpetúa por la certeza de los responsables de que nunca serán castigados por sus crímenes.
La pregunta clave que enfrentan hoy los colombianos no es si desean la paz o la justicia, sino si aspiran a alcanzar ambas o ninguna.
Colombia y Estados Unidos han destinado demasiados esfuerzos para consolidar el Estado de derecho como para permitir que este se vea minado por este defectuoso acuerdo. Si el presidente Obama desea contribuir a la búsqueda de la paz en Colombia, debería exigir al presidente Santos que fortalezca el componente de justicia del acuerdo e impida que los responsables de atrocidades de ambas partes del conflicto se libren de recibir un castigo genuino por los crímenes que cometieron.
*Jose Miguel Vivanco es director de la División de las Américas de Human Rights Watch.
Daniel Wilkinson es director adjunto de la División de las Américas de Human Rights Watch*