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Las revelaciones de Edward Snowden, publicadas por primera vez un año atrás, suscitaron un torbellino de encendidos debates e indignación global ante las prácticas de vigilancia empleadas por Estados Unidos, sin contar la desmedida agitación en el Congreso estadounidense en torno a lo que algunos consideran una reforma legislativa excesivamente moderada. Sin embargo, hay un tema que muchos de quienes promueven reformas en materia de vigilancia no se atreverían ni siquiera a mencionar: la posibilidad de ofrecer protección a los denunciantes cuando se trate de personas que trabajan para el gobierno en los sectores de inteligencia y seguridad nacional.

Hasta el momento, ningún proyecto legislativo que proponga proteger a contratistas como Snowden ha progresado en el Congreso. Y no se reconoce a los trabajadores del área de inteligencia y seguridad nacional derechos que sí pueden hacer valer otros empleados federales para resguardarse de represalias por denunciar irregularidades.

Más grave aún, ninguna persona en Estados Unidos puede invocar una excepción legislativa clara para evitar ser sancionado por revelar secretos gubernamentales al público, ni siquiera cuando esos secretos importan violaciones a la Constitución o el derecho internacional, o directamente configuran delitos. De hecho, las torpes disposiciones de la Ley de Espionaje, cuyo objetivo fue establecer sanciones para supuestos en que se filtre información a facciones enemigas, no exime a quienes procuran alertar al público sobre graves irregularidades.

Snowden había observado cómo el gobierno destruyó las posibilidades profesionales de leales funcionarios de carrera, cuando estos pretendieron denunciar anomalías a través de los canales existentes. Fue testigo de la persecución penal implacable de Chelsea Manning, incluso después de que esta fuente de WikiLeaks se declarara culpable por delitos que podrían dar lugar a su encarcelamiento durante 20 años.

Snowden afirma que intentó plantear denuncias internas en varias oportunidades, pero sabía que no redundarían en cambios concretos si se no se daban a conocer al público. Quienes reprochan que Snowden haya sido acogido por la Rusia de Vladimir Putin deberían ejercer presión para que las personas que denuncian actos indebidos puedan recibir protección en Estados Unidos.

En vez de ello, el gobierno de Obama parece decidido a actuar aun con mayor firmeza contra cualquier funcionario que transmita información al público sin autorización. Una nueva directiva presuntamente prohíbe que empleados de inteligencia dialoguen sin autorización con los medios, incluso sobre cuestiones que no tengan carácter confidencial, siempre que estén “relacionadas” con aspectos de inteligencia. Es decir, en teoría ahora podrían ser sancionados por ayudar a un periodista a comprender las políticas sobre inteligencia, aun cuando no tengan carácter secreto.

A su vez, otra política impide incluso que personal gubernamental haga referencia en público a documentos filtrados o a la difusión de estos por los medios, es decir, información sobre la cual prácticamente todas las demás personas del mundo pueden hablar libremente.

Se trata de políticas kafkianas que, además, avasallan gravemente derechos fundamentales y la rendición de cuentas democrática. En una cultura que extiende excesivamente las categorías de datos clasificados y secretos, la información que trasciende desde el seno mismo de las organizaciones resulta vital para cualquier tipo de cobertura periodística en materia de seguridad nacional. Cuando la única información que se filtra es aquella “autorizada”, los medios de comunicación se convierten en un instrumento de la propaganda gubernamental y la democracia termina por marchitarse.

Las repercusiones del juicio a Manning y el procesamiento de Snowden se extienden mucho más allá de estos individuos. Muchas de las personas que publicaron las revelaciones de estos denunciantes o les prestaron ayuda, ahora viven bajo la sombra de eventuales represalias del gobierno, entre ellos Julian Assange, quien pronto comenzará su tercer año de confinamiento en la Embajada Ecuatoriana en Londres. Assange enfrenta en Suecia denuncias de agresión sexual que, según afirma, está preparado a responder pero, debido a la amenaza de un proceso ante un jurado de acusación en Estados Unidos, no puede arriesgarse a salir de la embajada por temor a ser extraditado a ese país.

Sin embargo, la posibilidad de represalias también acecha a periodistas, profesionales, asistentes y colaboradores que ayudaron a que Snowden y Manning mantuvieran contacto con el público, y que en muchos casos han sufrido allanamientos, confiscaciones, detenciones, amenazas de arresto o exilio voluntario. Sin duda, el mensaje del gobierno es claro: quienes difundan irregularidades en la aplicación de medidas oficiales de vigilancia, lo harán a riesgo de perder su libertad.

Es tiempo de que el Congreso se ocupe no solo del sufrimiento infligido a estas personas en particular, sino además de disipar la penumbra que, debido a la persecución penal de denunciantes, se cierne sobre los medios en general y, por consiguiente, sobre todos nosotros. Es indispensable que se propongan garantías afirmativas para medios de comunicación y sus fuentes, tanto bajo la forma de derechos exigibles como de sólidas defensas.

¿Por qué deberíamos proteger a quienes divulgan secretos? Porque el público tiene derecho a saber cuándo los funcionarios que actúan en su nombre avanzan secretamente sobre los derechos de las personas. La aspiración de una seguridad nacional genuina en un marco democrático no admite menos.

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