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En el período previo al mensaje sobre el estado de la Unión, los defensores de la reforma inmigratoria adoptaron posturas opuestas con respecto a cómo el presidente de Estados Unidos Barack Obama debía abordar el tema en su discurso. Un sector sugirió que no se precipitara, es decir, que debía plantear la necesidad de reforma pero dar tiempo a la mayoría republicana en la Cámara de Representantes para que intentara resolver una cuestión que, para ellos, representa un tema político delicado. El otro instó a Obama a anunciar que emplearía sus amplias facultades ejecutivas para ayudar a los millones de inmigrantes no autorizados y sus familiares que actualmente se ven perjudicados por un sistema de inmigración perimido e injusto.

Obama —decepcionante desde mi perspectiva— optó por seguir el camino más seguro de “no precipitarse”. Expresó un argumento genérico y de tipo económico a favor de la inmigración en unas pocas líneas de su discurso, y luego dijo simplemente “hagamos que la reforma inmigratoria sea realidad este año”.

Mientras tanto, 17 millones de personas en Estados Unidos tendrán que seguir esperando. Esa es la cantidad de personas que viven en hogares donde al menos un miembro es un inmigrante no autorizado; son 17 millones de personas que viven con el temor constante de que se separe a sus familias.

En cierto modo, ambas posturas de incidencia tenían razón. El tema de la reforma inmigratoria no se reduce a quién debe dar el siguiente paso. Tanto el Congreso como el Presidente deberían actuar. La pregunta más apremiante es cuándo. Y, en ambos casos, la respuesta es ahora.

En la última década, el sistema de justicia penal federal se ha visto desbordado por la persecución penal de quienes cruzan la frontera y otros juicios inmigratorios, que actualmente superan los procesos relacionados con todos los demás delitos federales. El gobierno de Estados Unidos, en la práctica, ha dado prioridad a la persecución penal de personas que, en muchos casos, simplemente intentan reunirse con sus familias.

A su vez, el sistema de control de inmigración ha perdido el rumbo, con deportaciones que no responden a una estrategia para expulsar a delincuentes peligrosos o violentos sino que apuntan a alcanzar metas numéricas, y la decisión de detener a inmigrantes no se adopta en función del riesgo de fuga o su peligrosidad, sino en cuotas arbitrarias establecidas por ley.

Considerando la extrema lentitud con que ha actuado el Congreso, el presidente Obama pudo haber anunciado su intención de frenar las deportaciones de personas que tengan fuertes vínculos familiares en Estados Unidos. O pudo haber ampliado y reforzado su política en materia de prórroga de los procedimientos migratorios (acción diferida), que permite a las personas permanecer provisoriamente en Estados Unidos y recibir autorización de trabajo, pero que en la actualidad se aplica únicamente a personas que hayan llegado a Estados Unidos cuando eran menores.

Pero no lo hizo. En vez de ello, optó por mantener una situación insostenible, y nos dejó únicamente la esperanza de que sea el Congreso el que actúe con mayor audacia y celeridad. Hay un solo “momento oportuno” para corregir este sistema inmigratorio fallido y poner fin al avasallamiento de la unidad familiar y otros derechos humanos. Ese momento, en términos políticos o de cualquier otra índole, es ahora.

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