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Mientras escuchaba, parada en la repleta sala secundaria, al panel de la Corte Suprema condenar, por unanimidad, al ex Presidente Alberto Fujimori a 25 años de prisión por dos masacres y dos secuestros, tuve sentimientos encontrados. Como defensora de derechos humanos que ha impulsado el juicio a Fujimori en el Perú, sentí una gran satisfacción de que por fin se concretara un hecho que antes parecía imposible. Cerca de mí estaban sentados algunos familiares de víctimas de las masacres, quienes escuchaban con expresión solemne una sentencia cuya lectura se extendió durante más de tres horas.

Al mismo tiempo, sentí preocupación que la gente olvidara cómo fue que llegamos a este punto. Fujimori durante muchos años disfrutó de un amplio apoyo popular por restablecer el orden en nuestro país. Como peruana que vivió en Lima en los ‘90, por un tiempo yo también pensé así.

Cuando Fujimori fue electo por primera vez en 1990, el Perú estaba cada vez más asediado por la creciente violencia de un grupo insurgente maoísta, conocido como Sendero Luminoso, y la situación económica era catastrófica. En abril de 1992, siendo una adolescente, observé incrédula las imágenes televisivas de los tanques que avanzaban por el centro de la capital peruana y la detención de congresistas. Fujimori había cerrado el Congreso y había asumido el poder absoluto. Pero como muchos, también sentí alivio al ver que alguien estaba actuando para poner fin al caos reinante.

En esa época, andaba siempre con una linterna en caso de que se produjera uno de los tantos apagones causados cuando Sendero Luminoso volaba torres de transmisión eléctrica. Algunas noches escuchaba el estallido de bombas, ya que el grupo armado se acercaba cada vez más a la capital. Y lo que nosotros vivíamos en Lima era insignificante en comparación con la violencia desenfrenada que había azotado a ciertas zonas de los Andes durante años. Mi familia casi había dejado de viajar a zonas muy alejadas, por temor a encontrarnos con senderistas.

Fujimori proyectaba disciplina y austeridad. Daba entrevistas a los medios a primera hora de la mañana, en medio de un frugal desayuno, y luego se iba directamente a trabajar. Muchas veces veía fotografías en los medios en las que Fujimori aparecía sonriente, usando el tradicional "chullo" andino, bailando alguna danza típica y abrazando a campesinos en una zona rural. Si había una inundación en algún lugar remoto del país, se podía estar segura de que Fujimori se trasladaría de inmediato en helicóptero para dirigir personalmente las operaciones de socorro.

Fujimori también parecía estar logrando resultados concretos. Investigadores de la Policía encontraron y capturaron a Abimael Guzmán, líder de Sendero Luminoso. Fujimori se atribuyó el mérito por la captura, e hizo que a Guzmán lo presentaran ante los medios de comunicación, en una jaula y vestido en un traje a rayas como preso.  Posteriormente, Sendero Luminoso se desintegró casi del todo.

Para muchos, la vida diaria parecía haberse hecho más fácil. Pude visitar regiones que anteriormente me estaban prohibidas. Fujimori abrió los mercados y privatizó empresas estatales. Los estantes de supermercados en los que antes escaseaban muchos productos ahora rebosaban de cosas importadas. Ya no era necesario esperar seis meses sólo para que instalaran una línea telefónica.

Es así que, durante años, fueron pocas las personas que prestaron atención a las denuncias sobre escuadrones de la muerte, desapariciones, secuestros y corrupción. Pero con el tiempo, los sobornos y la extorsión se hicieron cada vez más evidentes, al igual que los intentos de Fujimori por mantenerse en el poder a como diera lugar.  El Perú que dejé en 1997 estaba en manos de una mafia.

Las encuestas sugieren que la mayoría de los peruanos considera que Fujimori es culpable de violaciones a los derechos humanos y que los abusos pudieron haberse evitado. Sin embargo, hasta ahora hay quienes sostienen que no debería haber sido condenado. No porque no sea culpable, sino porque creen que hizo mucho por el país.

Nuestra democracia sigue siendo frágil. Si se da otra crisis, ¿los peruanos recurrirían una vez más al autoritarismo, sin importar el costo que esto implique? Tal vez. Pero hemos logrado importantes avances desde la década de 1990. Y quizás lo más importante es que fue una de nuestras propias cortes la que por fin hizo justicia la semana pasada. Espero que esto signifique que la próxima vez los peruanos puedan depositar su confianza en las instituciones democráticas, y no en líderes autocráticos.

La Dra. María McFarland Sánchez-Moreno es abogada de la división de las Américas de Human Rights Watch.

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