La cumbre de jefes de Estado de las Américas que se celebrará este fin de semana tiene tres temas en su agenda: empleo, pobreza y gobernabilidad democrática. Sin duda, temas de relevancia regional.
Sin embargo, es habitual que a estas reuniones más de un gobierno llegue con agenda propia. De hecho, el presidente de Colombia, Álvaro Uribe, ha ido de cumbre en cumbre solicitando declaraciones de apoyo a su proceso de desmovilización de grupos paramilitares. Lo más probable es que haga lo mismo en esta cumbre.
Si de declaraciones se trata, a Uribe no le ha ido mal en este tipo de reuniones. El proceso de desmovilización ha recibido un entusiasta apoyo del presidente Ricardo Lagos. Algunas cancillerías, como la de México, celebran el proceso sin que sus países se enteren. Para Brasil, el proceso con los ‘paras’, al igual que muchos temas regionales, no tiene la suficiente importancia para quitarle el sueño. Por esa falta de interés, termina sumándose a los demás.
Las declaraciones de respaldo al proceso en Colombia son consistentes con la lógica de este tipo de reuniones, que casi siempre se quedan en expresiones de buenas intenciones. Esta vez, antes de emitir la acostumbrada declaración de respaldo, los presidentes deberían por lo menos chequear los hechos.
Pero, ¿por qué no avalar este proceso? Después de todo, Uribe ha desmovilizado a más de 10.000 combatientes y ha promulgado una ley que, según él, logra la paz sin impunidad. El gobierno de Bush pareciera estar satisfecho con el proceso.
Una revisión elemental del proceso, no obstante, permite darse cuenta de que quienes controlan la desmovilización paramilitar son los propios comandantes paramilitares.
La Ley de “Justicia y Paz” que Uribe firmó en julio les asegura a los comandantes penas mínimas por hechos atroces y narcotráfico y podría blindarlos contra la extradición a los Estados Unidos.
La Ley no asegura una genuina desmovilización de estos grupos, ni mucho menos paz y justicia. A cambio de penas mínimas, los paramilitares no están obligados a decir la verdad sobre sus operaciones, bienes ilícitos o atrocidades. Teóricamente, deben entregar las tierras y bienes que tomaron por la fuerza. Sin embargo, si después resulta que los comandantes ocultaron el noventa por ciento de sus fortunas ilícitas, sus penas no aumentan.
A pesar de las desmovilizaciones, no hay señales de que las estructuras criminales de estos grupos se hayan desmantelado. No hay indicios de que estas mafias hayan dejado de traficar con drogas, robar gasolina o extorsionar a las autoridades y a la población civil. Muchos de los supuestos desmovilizados parecen continuar integrando las filas paramilitares. Y, a su vez, el reclutamiento de nuevos miembros no ha cesado.
De continuar así, lo más probable es que el proceso sirva solo para lavar los antecedentes de muchos de los peores violadores de derechos humanos –y más grandes narcotraficantes– en Colombia, y dejar sus fortunas intactas y sus redes criminales activas.
Bajo el manto de una falsa “legalidad”, estos grupos fortalecerán aún más el ya preocupante poder político que han construido sobre la base de la corrupción, la extorsión y el terror.
Ojalá que los gobiernos de la región dejen de aplaudir frívolamente un proceso que no conocen, pero quizás esto sea pedir demasiado. Lo más probable es que la Cumbre de las Américas sea solo una reunión más de compromisos y declaraciones con poco impacto real. Y todavía más probable es que los gobiernos continúen felicitando a Uribe por un proceso que debilita el Estado Derecho e hipoteca las instituciones democráticas en Colombia a las mafias paramilitares y del narcotráfico.
(José Miguel Vivanco es Director de la División de las Américas de Human Rights Watch y María McFarland Sánchez-Moreno es la Especialista sobre Colombia de la misma organización.)