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Tres años y medio después de que el gobierno de Bush llevara a los primeros detenidos al campamento penitenciario de la Bahía de Guantánamo, Cuba, se está afianzando un movimiento en Estados Unidos por el cierre de este símbolo vergonzoso. Y la opinión pública mundial puede atribuirse parte del mérito.

En las últimas semanas, voces influyentes en Estados Unidos han reclamado el cierre de Guantánamo. Sin embargo, sus argumentos no se han concentrado tanto en la ética y la legalidad de la detención de cientos de prisioneros sin cargos ni juicio sino en el perjuicio que ha causado Guantánamo a la imagen de Estados Unidos y a sus intereses nacionales. Mientras Guantánamo viene a definir cada vez más a Estados Unidos para 1300 millones de musulmanes en todo el mundo, y surgen cada día nuevas noticias del abuso contra detenidos, el senador Joseph R. Biden Jr., el demócrata de mayor rango en la Comisión de Relaciones Exteriores, dijo que Guantánamo “se ha convertido en la mayor herramienta de propaganda que existe para el reclutamiento de terroristas en todo el mundo”.

El senador republicano por Florida Mel Martínez, miembro del gabinete del primer gobierno de Bush, señaló que Guantánamo se “transformó en un icono de historias negativas, y en cierto momento, te preguntas por su tasa de rentabilidad”. Tom Friedman, destacado columnista proguerra del The New York Times, dijo al presidente: “Si quiere darse cuenta de lo corrosiva que se ha vuelto Guantánamo para la situación de Estados Unidos en el extranjero, no lea la prensa árabe, ¡sólo lea la prensa británica! Vea lo que nuestros más estrechos aliados están diciendo sobre Guantánamo. Y cuando acabe con esto, lea la prensa australiana y la prensa canadiense y la prensa alemana”.

El año pasado, la prestigiosa comisión independiente encargada de investigar los atentados del 11 de septiembre presentó el argumento similar de que “las denuncias de que Estados Unidos abusaba de los prisioneros bajo su custodia hicieron más difícil el establecimiento de las alianzas diplomáticas, políticas y militares que necesita el gobierno”. Incluso un país tan poderoso y predispuesto al unilateralismo como Estados Unidos no puede ignorar totalmente lo que piensa el resto del mundo, y Guantánamo es un tema en el que coincide el resto del mundo.

Pero el cierre de Guantánamo sólo debe ser un primer paso. Los detenidos de Guantánamo no deben ser enviados a alguna otra zona libre de derechos sino que deben disponer finalmente de garantías procesales y esto implica enjuiciar o poner en libertad a los presuntos criminales, de acuerdo con las normas internacionales y aplicar los convenios de Ginebra a todos los capturados en el campo de batalla.

A pesar de su condición de icono, Guantánamo no es ni mucho menos el peor lugar para un detenido dentro de la “guerra global contra el terrorismo”. Aunque Guantánamo se concibió como “el equivalente legal del espacio ultraterrestre”, donde los prisioneros no podían tener derechos ni acceso a los tribunales, en junio del año pasado la Corte Suprema de Estados Unidos dictaminó lo contrario, y reconoció el derecho de los prisioneros a recurrir su detención (lo que el gobierno de Bush aún no les ha permitido hacer). En contraste con el carácter crecientemente transparente de Guantánamo, donde, después de varios años, sabemos al menos la identidad de la mayoría de los detenidos, la Agencia Central de Inteligencia (CIA) gestiona también un archipiélago de centros de detención clandestinos en los que han “desaparecido” los musulmanes cautivos, sin que se informe a sus familias, sin acceso del Comité Internacional de la Cruz Roja y sin supervisión del trato que reciben, poniéndolos efectivamente fuera del alcance de la ley. En Guantánamo (y después en Afganistán e Irak), sabemos de perros que aterrorizan a los detenidos, el uso de la privación del sueño, la humillación por parte de interrogadoras y la exposición prolongada al calor y el frío extremos en posturas incómodas. Se ha informado ampliamente que en sus centros clandestinos, la CIA ha ido más allá y utilizado una técnica conocida como “el submarino”, en la que se ata al prisionero, se lo sumerge bajo el agua por la fuerza y se le hace creer que puede ahogarse. Y mientras nadie ha muerto en Guantánamo (aunque las fuerzas armadas han informado de 34 intentos de suicidio por parte de 21 detenidos, uno de los cuales dejó a un hombre en coma durante muchos meses) al menos 26 prisioneros han muerto bajo la custodia de Estados Unidos en Irak y en Afganistán desde 2002, en lo que, según las conclusiones o sospechas de los investigadores militares, fueron actos de homicidio criminal.

Además, entre 100 y 150 detenidos han sido “entregados” para su interrogatorio a países como Siria, Egipto y Uzbekistán, donde la tortura es habitual.

El uso de métodos coercitivos ilegales de interrogatorio y de las “entregas”
fue aprobado en los máximos niveles del gobierno de Estados Unidos. Sin embargo, sólo unos cuantos soldados del final de la cadena de mando han comparecido ante la Justicia, mientras los que toman las decisiones políticas en el Pentágono y la CIA están a su libre albedrío. Y a pesar de todo el daño causado, en enero, el fiscal general Alberto González siguió insistiendo en que la CIA podía usar el trato cruel, inhumano o degradante, siempre que lo hiciera durante el interrogatorio de extranjeros fuera de Estados Unidos.

El cierre de Guantánamo sería un buen comienzo, pero para que Estados Unidos supere el perjuicio causado por la humillación y el abuso generalizados contra musulmanes detenidos y se gane nuevamente a la opinión pública, debe cerrar todas sus “prisiones clandestinas”, nombrar a una comisión independiente para investigar el abuso contra detenidos, permitir que un fiscal independiente investigue a los responsables que ordenaron o condonaron la tortura y repudiar, de una vez por todas, el maltrato a los detenidos.

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