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El activista opositor ruso Alexei Navalny y su esposa Yulia participan en una marcha en memoria del líder opositor Boris Nemtsov en Moscú, Rusia, el 29 de marzo de 2020. © 2020 AP Photo/Pavel Golovkin

La muerte de Alexei Navalny en prisión es un crudo recordatorio de la barbarie sin ley de la dictadura de Vladimir Putin.

Nadie necesita que se lo recuerden.

Que el Kremlin es responsable de la muerte del líder de la oposición rusa es tan obvio como sombrío. Durante años, persiguieron con saña a Navalny y lo encarcelaron bajo acusaciones de motivación política.

Llevaba entre rejas desde que regresó a Rusia en 2021, tras recibir tratamiento médico después de sobrevivir a un intento de envenenamiento el año anterior. En 2023, las autoridades inventaron cargos adicionales y condenaron a Navalny a 19 años más de prisión. Lo confinaron en celdas de castigo durante la mayor parte del tiempo que estuvo detenido, incluidos los días previos a su muerte.

Con cada paso que los tribunales controlados por el Kremlin y otras autoridades daban contra Navalny, su intención era clara: asegurarse de que el líder de la oposición permaneciera encarcelado y aislado el mayor tiempo posible.

Pero su plan no funcionó. Sus incesantes injusticias no silenciaron a Navalny, que siguió siendo una espina clavada en el costado del Kremlin. Hace apenas un par de semanas, convocó una protesta creativa en las "elecciones" presidenciales del mes que viene en Rusia, con la esperanza de que la gente se presentara en masa en los centros de votación al mismo tiempo para expresar su descontento con la dictadura de Putin.

Se puede decir que el destino de Navalny no es sorprendente; de hecho, él mismo más o menos lo predijo, enviando un mensaje a sus partidarios, y a todos los rusos, en 2022 sobre lo que deben hacer en caso de su muerte: "No está permitido rendirse".

Y se puede decir que la muerte de Navalny en prisión no nos dice nada que no sepamos ya sobre el régimen de Putin. Qué se puede esperar de las autoridades que están detrás del encarcelamiento del político opositor Vladimir Kara-Murza, de la persecución del héroe de los derechos humanos Oleg Orlov, y de otras innumerables medidas para aplastar toda crítica y disidencia en los últimos años -y también durante muchos años antes-.

El asesinato de la periodista rusa de investigación y defensora de los derechos humanos Anna Politkovskaya en 2006 fue una advertencia temprana de en qué se estaba convirtiendo la Rusia de Putin.

Y las familias de los civiles masacrados durante los años de bombardeos rusos en Siria o en su atroz invasión y ocupación de Ucrania no necesitan más para convencerse de la inhumanidad que subyace en las acciones del Kremlin. Tampoco lo necesita la Corte Penal Internacional, que ha emitido órdenes de detención contra Putin y otro funcionario del gobierno por secuestros masivos de niños en Ucrania.

Sin embargo, el hecho de que a nadie le sorprenda la muerte de Navalny en la dictadura de Putin, no la hace menos atroz.

La única pregunta real es: ¿Cuántas vidas más se perderán por la barbarie del Kremlin, cuántas más tendrán que sufrir antes de que las víctimas empiecen a ver justicia?

 

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