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El desafío de Biden: redimir el papel de EE. UU. en materia de derechos humanos

Un jovencito levanta el puño durante una manifestación en Atlanta, Georgia, el 31 de mayo de 2020.

© 2020 Elijah Nouvelage/Getty Images

 


Tras cuatro años de un presidente indiferente y a menudo hostil hacia los derechos humanos, la elección de Joe Biden para la presidencia de Estados Unidos en noviembre de 2020 brinda una oportunidad para un cambio fundamental de rumbo.

Donald Trump ha sido un desastre para los derechos humanos. En política nacional, ignoró las obligaciones legales que permiten que las personas que temen por sus vidas soliciten refugio, separó a niños y niñas migrantes de sus padres y madres, empoderó a los supremacistas blancos, actuó para socavar el proceso democrático  y fomentó el odio contra las minorías raciales y religiosas. También hizo oídos sordos al racismo sistémico en las fuerzas policiales, eliminó las protecciones legales para las personas lesbianas, gays, bisexuales y transgénero (LGBT), revocó las protecciones ambientales para aire y agua limpios, y trató de socavar el derecho a la salud, especialmente el derecho a la salud sexual y reproductiva, así como el de las personas mayores. En política exterior, forjó relaciones amistosas con un autócrata tras otro a expensas de sus poblaciones maltratadas, promovió la venta de armas a gobiernos implicados en crímenes de guerra y atacó o se retiró de iniciativas internacionales clave para defender los derechos humanos, promover la justicia internacional, impulsar la salud pública y prevenir el cambio climático.

Esta destructiva combinación erosionó la credibilidad del gobierno de EE.UU. incluso tras haberse pronunciado en contra de abusos cometidos en todo el mundo. Las condenas a Venezuela, Cuba o Irán sonaron huecas cuando al mismo tiempo Trump elogiaba a Rusia, Egipto, Arabia Saudita e Israel. El apoyo a la libertad religiosa en el extranjero se vio socavado por la política islamófoba del país. El gobierno de Trump impuso sanciones selectivas y otros castigos al gobierno y a las empresas chinas por su participación en violaciones de derechos humanos, aunque su propio débil historial en materia de derechos humanos, sus evidentes motivos encontrados para criticar a Beijing y su intento de convertir a China en el chivo expiatorio para sus propias fallas de gestión de la pandemia de Covid-19 hicieron que estas intervenciones parecieran estar basadas en cualquier cosa menos en principios, lo que dificultó el trabajo con los países aliados.

Sin embargo, sería ingenuo abordar la presidencia de Biden como una panacea. En las últimas décadas, la llegada de un nuevo residente a la Casa Blanca siempre ha provocado enormes oscilaciones en la política de derechos humanos de EE.UU. La “guerra mundial contra el terrorismo” de George W. Bush, con su tortura sistemática y sus detenciones en Guantánamo sin cargos, fue un nadir anterior. Barack Obama rechazó partes importantes de esta guerra, aunque mantuvo e incluso amplió algunos de sus elementos como los ataques ilegales con aviones no tripulados, la vigilancia intrusiva y la venta de armas a autócratas indeseables. Los cambios de dirección, tanto en política nacional como exterior, se han convertido en características habituales en Washington.

Es comprensible que los líderes mundiales que buscan defender los derechos humanos se pregunten si pueden confiar en el gobierno de EE.UU. Incluso si Biden mejora sustancialmente el historial del país, sus profundas divisiones políticas significan que en cuatro y ocho años no se podrá hacer mucho para evitar la elección de otro presidente estadounidense con el desdén de Trump por los derechos humanos.

Sin embargo, este hecho debería ser motivo de resolución en lugar de desesperación. A medida que la administración de Trump fue abandonando en gran medida la protección de los derechos humanos en el extranjero, otros gobiernos dieron un paso al frente. En lugar de rendirse, reforzaron sus protecciones. Entonces, incluso cuando actores poderosos como China, Rusia y Egipto buscaban socavar el sistema global de derechos humanos, una serie de amplias coaliciones salieron en su defensa. Estas coaliciones incluían no solo un conjunto de países occidentales, sino también varias democracias latinoamericanas y un número creciente de Estados de mayoría musulmana.

Conforme Biden tome las riendas de la presidencia, el gobierno de EE.UU. debería procurar unirse a estos esfuerzos colectivos, en lugar de suplantarlo. El liderazgo estadounidense aún puede ser significativo, pero no debería sustituir ni comprometer la iniciativa mostrada por muchos otros países. Los últimos cuatro años han demostrado que Washington es un miembro importante, pero no indispensable, de este equipo más amplio de defensores de los derechos. El objetivo de Biden en su política exterior no debería ser liderar desde el frente ni desde atrás, sino junto con este grupo más grande de promotores de los derechos humanos.

Para el beneficio del pueblo estadounidense y para mejorar su eficacia en la promoción de los derechos humanos en todo el mundo, Biden también debería sentar un ejemplo positivo mediante el fortalecimiento del compromiso del gobierno de EE.UU. con los derechos humanos en su propio territorio. Al igual que con la política exterior, ese compromiso ha oscilado enormemente de un gobierno a otro. Esta fluctuación se ve más pronunciada en la libertad reproductiva, los derechos de las personas LGBT, los derechos de los solicitantes de asilo e inmigrantes, los derechos al voto, las desigualdades raciales y económicas, el derecho a la salud y en los derechos afectados por el cambio climático. El desafío para Biden no será simplemente revertir los daños a los derechos humanos causados por su predecesor, sino también hacer que sea más difícil para los futuros presidentes dar nuevamente marcha atrás en cuestiones de derechos humanos.

Un paso sería reforzar el compromiso con los derechos humanos mediante la legislación, algo que la estrecha mayoría de demócratas en ambas cámaras del Congreso podrían hacer posible.  Idealmente, Biden podría presionar para que se ratifiquen los tratados fundamentales de derechos humanos que el gobierno de EE.UU. ha descuidado durante mucho tiempo, pero encontrar el apoyo necesario de dos tercios en el Senado será difícil. Biden debería ciertamente permitir que la justicia siga su curso con respecto a Trump para mostrar que el presidente no está por encima de la ley, resistiendo el razonamiento de "mirar al futuro, no al pasado" que Obama utilizó para ignorar la tortura bajo el gobierno de Bush. Al igual que algunos de sus predecesores, Biden podrá hacer mejoras a corto plazo mediante decretos ejecutivos, pero como en el pasado, eso es vulnerable a ser nuevamente revertido por un futuro presidente estadounidense con menos respeto por los derechos humanos.

En última instancia, el objetivo de Biden debería ser cambiar la narrativa sobre los derechos humanos de una manera más fundamental, tanto en la política interior como exterior de EE.UU. Un simple regreso a las formas de Obama –un denominado tercer mandato de Obama— no será suficiente. Las grandes protestas reclamando justicia racial en EE.UU. en 2020 y las dificultades impuestas por la pandemia de Covid-19 podrían proporcionar un impulso para este cambio de enfoque.

En busca de inspiración, Biden podría fijarse en Jimmy Carter, quien fue el primero en introducir los derechos humanos como un elemento de la política exterior de EE.UU. En ese momento, eso se consideró una decisión radical, pero ha perdurado durante décadas. Todos los presidentes estadounidenses desde Carter en ocasiones han restado importancia a los derechos humanos en favor de otras prioridades; de hecho, Carter también lo hizo, pero nadie pudo repudiarlos por completo.

La tarea de Biden es encontrar una manera, a través de la política y la práctica, de conseguir que la defensa de los derechos humanos ocupe un lugar más central en la conducta del gobierno de EE.UU. para que tenga más posibilidades de sobrevivir a los cambios radicales en las políticas, los cuales se han convertido en un elemento fijo del escenario político estadounidense. Eso requerirá reconfigurar el entendimiento del público planteando cuestiones en el ámbito nacional con mayor regularidad en términos de derechos, a la vez que deberán anunciarse principios de derechos humanos para guiar la conducta del país en el exterior que deberá cumplir incluso en contextos difíciles.

Una defensa más global de los derechos

Aunque el gobierno de EE.UU. nunca ha sido un defensor global constante de los derechos humanos, puede ser un partidario poderoso. El hecho de que la administración de Trump abandonase abrumadoramente la promoción de los derechos humanos fue decepcionante, pero también resultó ser un importante estímulo. Afortunadamente, muchos líderes mundiales reconocieron que la defensa de los derechos humanos era demasiado importante como para renunciar a ella solo porque lo hubiese hecho Trump. Una serie de gobiernos, algunos nuevos en la causa y normalmente actuando en coalición, implementaron repetidamente una sólida, y a menudo eficaz, defensa de los derechos. La cantidad de Estados involucrados hizo que la defensa fuera más robusta, porque era más global y dependía menos de Washington.

América Latina es un ejemplo de esta tendencia. Tradicionalmente, los gobiernos rara vez se criticaban mutuamente en materia de derechos humanos, en parte porque eso se consideraba algo que hacía Washington. Pero para abordar el ciclo de represión, corrupción y devastación económica bajo Nicolás Maduro en Venezuela, 11 democracias latinoamericanas más Canadá se unieron en 2017 bajo el nombre del Grupo de Lima. Esta medida no tenía precedentes. A Maduro probablemente nada le hubiese gustado más que tener a Trump como el principal detractor de su desgobierno, ya que esto le habría permitido maquillar las críticas como “imperialismo yanqui”. Sin embargo, el Grupo de Lima actuó independientemente de EE.UU. Dejó en claro que sus preocupaciones se referían a principios, no a políticas.

El Grupo de Lima aumentó la presión sobre Maduro. Persuadió al Consejo de Derechos Humanos de la ONU para que iniciara una investigación formal sobre su represión. Seis miembros del Grupo de Lima solicitaron al fiscal de la Corte Penal Internacional que investigara los presuntos crímenes de lesa humanidad de Venezuela, la primera solicitud de este tipo por parte de los vecinos de un país. Maduro aún continúa con su gobierno represivo, pero está mucho más aislado de lo que hubiera estado si el gobierno de EE.UU. hubiese continuado con su liderazgo tradicional, en gran parte unilateral, sobre derechos humanos en Venezuela. Algunos miembros del Grupo de Lima ahora también han ampliado su enfoque a Nicaragua, persuadiendo al Consejo de Derechos Humanos de la ONU para que autorice al Alto Comisionado de la ONU para los Derechos Humanos a investigar la represión bajo el presidente Daniel Ortega.

Otro ejemplo sorprendente de esta defensa más generalizada de los derechos humanos involucra a la Organización de Cooperación Islámica (OCI), un grupo de 56 Estados de mayoría musulmana. En el pasado, la OCI rara vez utilizó a las Naciones Unidas para condenar abusos de los derechos humanos aparte de los cometidos por Israel, pero eso comenzó a cambiar tras la campaña militar de Myanmar de 2017 de asesinatos, violaciones e incendios provocados contra los musulmanes rohinyás en el estado de Rakhine en Myanmar (Birmania), que obligó a 730.000 rohinyás a buscar refugio en el país vecino Bangladesh.

En 2018, la OCI se unió a la Unión Europea para liderar una iniciativa en el Consejo de Derechos Humanos para crear el Mecanismo de Investigación Independiente para Myanmar, con el fin de recopilar pruebas para un posible enjuiciamiento. En 2019, Gambia, miembro de la OCI, presentó un caso ante la Corte Internacional de Justicia alegando violaciones de la Convención sobre el Genocidio por parte de Myanmar contra los rohinyás, la primera de su tipo por parte de un tercer Estado. Como medida provisional, el tribunal ordenó a Myanmar proteger del genocidio a los 600.000 musulmanes rohinyás que permanecen en el estado de Rakhine. Además, la Corte Penal Internacional está investigando a funcionarios de Myanmar por las atrocidades cometidas contra los rohinyás durante su deportación forzada a Bangladesh.

Parte de la defensa global de los derechos humanos tuvo lugar en gran medida al margen de las instituciones internacionales. La iniciativa que puede haber salvado más vidas tuvo lugar en la provincia de Idlib, en el noroeste de Siria, donde tres millones de civiles, la mitad de ellos desplazados desde otras partes del país, habían estado viviendo bajo repetidos bombardeos aéreos de aviones rusos y sirios. A menudo, estos ataques tenían como objetivo hospitales, escuelas, mercados y áreas residenciales. Los gobiernos de Alemania, Francia y Turquía (este último a pesar del recrudecimiento de la represión en el país bajo el presidente Recep Tayyip Erdogan) presionaron lo suficiente al presidente ruso Vladimir Putin para asegurar un alto el fuego que pusiera fin a estos ataques desde marzo de 2020 y que ha continuado en gran medida durante todo el año.

Debido a que los gobiernos de Rusia y China vetaron un intento en el Consejo de Seguridad de la ONU para remitir las atrocidades cometidas en Siria a la Corte Penal Internacional, otros gobiernos comenzaron a llenar este vacío. Eludiendo al Consejo de Seguridad, Liechtenstein y Qatar lideraron en diciembre de 2016 una iniciativa exitosa en la Asamblea General de la ONU para establecer el Mecanismo Internacional, Imparcial e Independiente para Ayudar en la Investigación y el Enjuiciamiento de Siria por crímenes de guerra y otras atrocidades, el primer mecanismo de este tipo jamás creado. Varios gobiernos europeos, sobre todo Alemania, lanzaron investigaciones y procesamientos en sus propios tribunales nacionales, sobre la base del principio legal de jurisdicción universal. Los Países Bajos también iniciaron un proceso para abordar la tortura sistemática por parte del gobierno sirio, lo que podría desembocar en un caso ante la Corte Internacional de Justicia.

Los Estados europeos también asumieron el liderazgo en otras iniciativas importantes. A medida que los gobiernos cada vez más autoritarios de Hungría y Polonia socavaban los controles y equilibrios en el poder ejecutivo esenciales para la democracia, la Unión Europea presionó para condicionar la concesión de sus generosos subsidios a esos gobiernos a su respeto por el Estado de derecho, aunque un compromiso de fin de año terminó haciendo que esta herramienta resultara menos poderosa de lo que muchos habían esperado. Cuando el presidente bielorruso, Aliaksandr Lukashenka, hizo la muy controvertida afirmación de que había ganado las elecciones de agosto de 2020, y las fuerzas bajo su mando procedieron a detener y torturar a manifestantes, la UE impuso sanciones selectivas a 88 personas a las que consideró responsables de la represión, incluido Lukashenka. Siguiendo el ejemplo anterior de EE.UU., la UE también adoptó un nuevo régimen de sanciones selectivas que incluyen prohibiciones de viaje y congelación de activos para personas y entidades responsables de graves abusos contra los derechos humanos en todo el mundo. El Reino Unido y Canadá han establecido regímenes similares, y Australia parece estar preparada para hacer lo mismo.

En el Consejo de Derechos Humanos de la ONU, un grupo central formado por los Países Bajos, Bélgica, Canadá, Irlanda y Luxemburgo aseguró y luego reforzó una investigación sobre crímenes de guerra en Yemen. Finlandia lideró una iniciativa similar para los crímenes de guerra en Libia, como había hecho inicialmente Islandia para las miles de ejecuciones sumarias de sospechosos de delitos de drogas instigadas por el presidente de Filipinas, Rodrigo Duterte. Australia, Austria, Bélgica, Francia, Alemania y los Países Bajos tomaron la iniciativa para lanzar una investigación sobre la represión en Eritrea. Australia y luego Dinamarca orquestaron declaraciones de condena sobre la represión saudita.

Cuando Trump restableció y luego amplió drásticamente la norma de mordaza global”, una política que prohíbe a las organizaciones extranjeras que reciben asistencia de EE.UU. defender o proporcionar información, referencias o servicios para el aborto legal en sus propios países, los Países Bajos, Bélgica, Dinamarca y Suecia lanzaron una iniciativa global en defensa de la salud y los derechos sexuales y reproductivos llamada SheDecides. Los gobiernos africanos, encabezados por Sudáfrica, exigieron una investigación sobre el racismo sistémico y la violencia policial en todo el mundo, creando una coalición interregional para enfrentarse al gobierno de EE.UU. tras el asesinato policial de George Floyd en mayo de 2020 en Minneapolis. Costa Rica, Suiza y Alemania encabezaron declaraciones conjuntas para repudiar los esfuerzos de Trump por socavar la independencia de la Corte Penal Internacional con sede en La Haya. Bélgica obtuvo una declaración similar de muchos miembros del Consejo de Seguridad de la ONU. Y una amplia gama de gobiernos, en particular India y Sudáfrica, presionaron por un mayor acceso a las vacunas y el tratamiento para Covid-19.

Esta defensa más global de los derechos humanos no siempre prevaleció. Los gobiernos abusivos siguen siendo una gran amenaza. Pero el aumento de la defensa intensificó a su vez la presión sobre los líderes que vulneran los derechos de su pueblo. Esa presión creciente es un baluarte importante contra las tendencias autocráticas actuales.

Una renovada efusión de apoyo popular a los derechos humanos reforzó esta defensa gubernamental. En un país tras otro, la gente salió a las calles en masa, a menudo con un gran riesgo, para presionar a los gobiernos abusivos y corruptos a ser más democráticos y rendir cuentas. Las causas variaban, pero las aspiraciones tenían un notable parecido. En Egipto, las protestas fueron provocadas por publicaciones en las redes sociales de un excontratista militar que describía una corrupción indignante en el país. En Tailandia, las manifestaciones dirigidas por estudiantes surgieron porque un gobierno respaldado por militares se resistió a las reclamaciones de reformas democráticas. En Belarús, las protestas, a menudo encabezadas por mujeres, respondieron a la creencia generalizada de que el presidente Lukashenka había robado las elecciones, y a la brutal represión de los manifestantes por parte de sus fuerzas de seguridad. En Polonia, las protestas desafiaron la virtual eliminación del acceso al aborto impuesta por un tribunal constitucional cuya membresía había sido manipulada por el partido gobernante Ley y Justicia.

En todo EE.UU., la gente salió a las calles para exigir el fin de la brutalidad policial y el racismo sistémico. En Rusia, los manifestantes objetaron las reformas constitucionales que debilitaron los derechos humanos y permitieron a Putin extender su mandato; también estallaron protestas prolongadas en el lejano oriente de Rusia en respuesta a la destitución por parte del Kremlin de un popular gobernador provincial. En Hong Kong, el detonante de las protestas fue la amenaza de Beijing de permitir la extradición a China continental sin supervisión legislativa o pública. Estas protestas resultaron intolerables para el presidente Xi Jinping porque pusieron en evidencia que cuando las personas en territorio chino son libres de expresarse, rechazan la dictadura del Partido Comunista de China. La defensa global de los derechos humanos se vio enormemente fortalecida cuando estos movimientos populares se unieron a un conjunto cada vez mayor de actores gubernamentales.

El recrudecimiento de la represión en China

El blanco de mayor peso de esta defensa cada vez más global de los derechos humanos fue China. La represión en China se ha profundizado gravemente en los últimos años bajo Xi Jinping, con la detención de más de un millón de uigures y otros musulmanes túrquicos en Xinjiang para presionarlos a que abandonen el Islam y su cultura, el aplastamiento de las libertades de Hong Kong, la continua represión en el Tíbet y Mongolia Interior y la opresión de las voces independientes en todo el país. Este ha sido el período más oscuro para los derechos humanos en China desde la masacre de 1989 que puso fin al movimiento democrático de la Plaza de Tiananmén.

Sin embargo, durante mucho tiempo los gobiernos se han mostrado reacios a criticar a Beijing por temor a represalias. Australia fue castigada económicamente en 2020 cuando el gobierno chino impuso aranceles punitivos a varios productos australianos, porque Canberra apoyó una investigación independiente sobre los orígenes de la pandemia de Covid-19. Es probable que Beijing temiera que la investigación pusiera en evidencia su negación inicial durante tres semanas de la transmisión del coronavirus de persona a persona a fines de diciembre de 2019 y enero de 2020, cuando millones de personas huyeron o atravesaron Wuhan –un promedio de 3.500 personas al día viajando al extranjero— y el virus se globalizó. El confinamiento de Wuhan no comenzó hasta el 23 de enero.

En 2016, el gobierno de EE.UU. había orquestado la primera declaración conjunta de gobiernos dispuestos a criticar a China por su historial de derechos humanos, pero solo 11 Estados se unieron a la declaración. Cuando el gobierno de Trump se retiró del Consejo de Derechos Humanos de la ONU en 2018, muchos asumieron que con ello se acabarían las críticas a la represión del gobierno chino. Sin embargo, se fortalecieron. En los últimos dos años, los gobiernos han ganado confianza para criticar la represión de Beijing recurriendo a la seguridad objetiva de las cifras, y esto ha puesto en evidencia la incapacidad de Beijing para tomar represalias contra el mundo entero.

El primer paso tuvo lugar en el Consejo de Derechos Humanos en 2019, cuando 25 gobiernos se unieron para condenar la extraordinaria represión en Xinjiang. Sin embargo, el miedo a la reacción de Beijing aún era patente cuando, a pesar de la tradición de que las declaraciones conjuntas se lean en voz alta en el Consejo, ninguno de los 25 Estados lo hizo.

Desde entonces, el gobierno británico ha asumido la responsabilidad de leer condenas similares en el Consejo y en la Asamblea General de la ONU. Más recientemente, en octubre de 2020, el gobierno alemán tomó la iniciativa de organizar en la Asamblea General una condena de la represión en Xinjiang que recibió el respaldo de 39 países. Turquía emitió una declaración paralela similar.

Después de cada una de las declaraciones criticando la represión, Beijing organizó una contradeclaración de otros países dispuestos a elogiar su conducta. Esta réplica a favor de China fue firmada en general por muchos de los peores violadores de derechos humanos del mundo, y su número fue elevado, dada la influencia económica utilizada para obtener su apoyo. Sin embargo, la declaración más reciente, emitida por Cuba en octubre de 2020 para aplaudir la conducta del gobierno chino en Xinjiang, atrajo solo a 45 signatarios, una disminución frente a los 54 del año anterior. Ese cambio, casi un empate con la declaración de condena, sugiere que pronto llegará el día en que los órganos de la ONU puedan comenzar a adoptar resoluciones formales que critiquen al menos algunos aspectos de la represión de Beijing. 

Durante gran parte de los últimos dos años, la OCI y los gobiernos de mayoría musulmana han tendido a apoyar a China. En octubre, sin embargo, eso también comenzó a cambiar. El número de Estados de la OCI que apoyaron la represión de China en Xinjiang se redujo de 25 en 2019 a 19 en 2020, y los 37 miembros restantes de la OCI se negaron a unirse. Albania y Turquía fueron más allá y sumaron sus voces a la condena conjunta de los abusos de China en Xinjiang. Estas cifras sugieren que las tornas pueden estar cambiando, conforme más países de mayoría musulmana están legítimamente indignados por el horrendo trato del gobierno chino a los musulmanes en Xinjiang.

En octubre, el gobierno chino también buscó un asiento en el Consejo de Derechos Humanos de la ONU. La última vez que se presentó, hace cuatro años, recibió la mayor cantidad de votos de todos los países de la región de Asia y el Pacífico. Esta vez, fue el país que aún consiguiendo un asiento recibió la menor cantidad de votos de todos los gobiernos candidatos. Solo Arabia Saudita recibió menos votos y, como consecuencia positiva, su entrada al Consejo fue bloqueada.

Esta creciente voluntad internacional de desaprobar al gobierno chino lo obligó a responder. Por primera vez, Beijing dio una cifra de los uigures y otros musulmanes túrquicos directamente afectados por su conducta en Xinjiang (1,3 millones), aunque afirmó que no estaban detenidos sino que se encontraban en “centros de formación profesional”. También aseguró que muchos se habían “graduado”, aunque esta alusión a la libertad debe atenuarse por la incapacidad de verificar de forma independiente el número de personas que permanecen detenidas y por la creciente evidencia de que muchos de los que fueron puestos en libertad fueron obligados a realizar trabajos forzosos. Los crecientes esfuerzos mundiales para garantizar que las cadenas de suministro en Xinjiang y otras regiones de China no se vean contaminadas por este trabajo forzoso podrían crear una nueva fuente de presión sobre Beijing para que acabe con la persecución de los musulmanes.

Todos estos esfuerzos son dignos de mención teniendo en cuenta el papel secundario que desempeñó el gobierno de EE.UU. en este período. A menudo, la administración de Trump no tuvo nada que ver con las iniciativas. Las ocasiones en que se pronunció, como sobre China, la selectividad de su preocupación, dadas las relaciones cercanas que Trump forjó con una multitud de autócratas amigables, hizo que su voz careciera de credibilidad.

La lección de los últimos años para otros gobiernos es que pueden hacer una gran diferencia incluso sin contar con Washington. Incluso bajo un gobierno estadounidense más respetuoso con los derechos humanos, esta defensa colectiva más amplia de los derechos debería mantenerse. Incluso si Biden logra superar las oscilaciones y los dobles raseros que a menudo plagan la política estadounidense, la defensa de los derechos humanos será más sólida si un amplio conjunto de gobiernos continúa asumiendo el liderazgo.

Lecciones para Biden

Biden no puede garantizar que en cuatro u ocho años una nueva administración estadounidense no vuelva a hacer retroceder el reloj en materia de derechos humanos, pero puede tomar medidas para que una retracción de este tipo sea más difícil. Esos pasos convertirían al gobierno de EE.UU. en un miembro más confiable dentro del sistema global de derechos humanos.

Obviamente, cuanto más se consagra una política de respeto por los derechos en la legislación, más difícil es revertirla, lo que una mayoría demócrata del Congreso de Estados Unidos puede conseguir. Sin dos tercios del Senado la perspectiva de que EE.UU. se una a la mayor parte del resto del mundo en la ratificación de los principales tratados de derechos humanos que durante mucho tiempo ha pasado por alto es remota. En gran medida, Biden tendrá que recurrir a decretos ejecutivos y políticas presidenciales para reparar el daño de los años de Trump. Dichos pasos de Biden serían, en principio, reversibles, pero pueden adoptarse de una manera que dificulte que el próximo presidente dé un giro de 180 grados.

Para proporcionar una mayor solidez a un compromiso renovado con los derechos humanos, Biden necesita replantear cómo se entienden estos derechos en EE.UU. Como ya se ha señalado, Jimmy Carter logró ese replanteamiento cuando introdujo los derechos humanos como un elemento de la política exterior de EE.UU. Muchos de los sucesores de Carter no compartieron su compromiso con los derechos humanos, pero ninguno lo rechazó formalmente. Había tocado la fibra sensible del público estadounidense y había respondido a una demanda popular mundial. Entonces, por ejemplo, aunque Ronald Reagan rompió con el compromiso de Carter en Centroamérica y en otros lugares, terminó institucionalizando los informes del Departamento de Estado sobre derechos humanos y desempeñó un papel importante en impulsar un cambio democrático en Chile y el bloque soviético. Biden debería aspirar a una reconceptualización similar a la que logró Carter. 

El momento es propicio porque la pandemia ha puesto al descubierto grandes disparidades en el acceso a la atención médica, la alimentación y otras necesidades básicas, mientras que el movimiento Black Lives Matter ha puesto de relieve la injusticia racial profundamente arraigada en el país. Muchas personas en EE.UU. siguen siendo hostiles a las iniciativas gubernamentales para remediar estas violaciones de derechos humanos, lo que en parte explica por qué ninguna administración las ha implementado. Pero los acontecimientos extraordinarios de 2020 podrían proporcionar un estímulo para la acción al exponer el interés común en el respeto por los derechos de todo el mundo. El desafío de Biden es aprovechar esa oportunidad y utilizarla para afianzar el respeto por los derechos humanos como un elemento central de la política estadounidense tanto en el país como en el extranjero.

Una forma sería enfocar con mayor regularidad las cuestiones sociales en términos de derechos. Tradicionalmente, el gobierno de EE.UU. se ha centrado más en los derechos civiles y políticos que en los derechos económicos, sociales y culturales. Ha ratificado el principal tratado sobre el primer grupo, que codifica derechos como la libertad de expresión, el derecho a un juicio justo y el derecho a no ser torturado; pero no el tratado complementario sobre el segundo grupo, que aborda derechos como los relacionados con la salud, la vivienda y la alimentación. Sin embargo, la pandemia ha demostrado cuán vinculados están estos conceptos: por ejemplo, cómo la censura sobre la respuesta de un gobierno a la pandemia socava la capacidad de las personas para exigir que los recursos se dediquen a su salud en lugar de a los intereses políticos del gobierno. De hecho, ambos conjuntos de derechos a menudo se encuentran en la legislación estadounidense. Biden podría comenzar a hablar sobre los derechos humanos en los términos más amplios en los que la mayoría de la gente los entiende.

Con la pandemia todavía asolando, un punto de partida obvio sería el plan declarado de Biden para reforzar el acceso a la atención médica en EE.UU., que debería describir como un derecho. Debería dejar en claro que el problema no es simplemente reforzar o expandir la Ley de Atención Médica Asequible (conocida como Obamacare), sino defender el derecho universal a ser atendido por un médico sin que suponga la bancarrota de la familia. De manera similar, conforme presione para obtener ayuda federal para los trabajadores que quedaron desempleados por el confinamiento, debería dejar en claro que todas las personas tienen derecho a un nivel de vida adecuado; que se supone que el gobierno más rico del mundo debe ayudar a las personas a poner comida sobre la mesa incluso cuando han perdido sus trabajos en tiempos difíciles. Al abordar el cierre de las escuelas, debería hablar sobre el derecho a la educación: que la capacidad de una familia para educar a sus hijos no debería depender de si puede permitirse una conexión estable a Internet y una computadora portátil. Cuanto más reconozca la gente en EE.UU. que los derechos humanos reflejan valores fundamentales, menos probable será que permitirán que cada nuevo presidente trate los derechos como meras preferencias políticas.

Enfrentándose a sus propios desafíos extraordinarios, Franklin D. Roosevelt lanzó el New Deal y defendió la “libertad de la miseria” en su famoso discurso de “Cuatro libertades”. Biden debería aprovechar este momento crucial para ampliar esa visión y convertirla en una realidad más permanente en EE.UU.

Incluso dentro del ámbito de los derechos civiles y políticos, una referencia más regular a los derechos podría ayudar a reducir las grandes modificaciones en las políticas que han acompañado a la mayoría de los cambios de administración. Por ejemplo, Biden ha expresado su deseo de reducir el riesgo de deportación y proporcionar un camino hacia la legalización de los 11 millones de inmigrantes indocumentados en EE.UU. Debido a que dos tercios llevan más de una década viviendo en EE.UU., muchos con hijos y cónyuges ciudadanos estadounidenses, Biden podría hablar de su derecho a vivir con su familia sin el temor constante a ser deportado.

Sobre las cuestiones de la discriminación racial en la educación, la vivienda, la salud o el sistema de justicia penal, o el derecho a elegir si, cuándo o cómo formar una familia, Biden podría destacar no solo que estos derechos están respaldados por la ley de EE.UU. sino también que se consideran fundamentales en la mayoría de los países del mundo. Y sin duda debería repudiar la Comisión de Derechos Inalienables, creación del secretario de Estado de Trump, Mike Pompeo, que fue un esfuerzo mal disimulado para escoger a la carta unos derechos selectos en lugar de reconocerlos como un conjunto de obligaciones vinculantes. Esa artimaña fue música para los oídos de los autócratas del mundo.

Una invocación más regular de los derechos no será suficiente por sí sola, pero podría ayudar a cambiar la conversación pública sobre los valores fundamentales involucrados. Eso podría hacer más difícil que el próximo presidente cambie de tercio.

Adoptar una política exterior basada en los principios

Un cambio similar ayudaría a inculcar más coherencia en la política exterior de EE.UU. Biden debería reafirmar que la promoción de los derechos humanos en todo el mundo es un principio fundamental de la política del país, y luego respetarlo. Pero para que tal declaración sea significativa, Biden necesitaría aplicarla incluso cuando sea políticamente difícil.

Por ejemplo, Biden indicó su determinación de unirse a los esfuerzos globales para combatir el cambio climático. Debería hacerlo cumpliendo su promesa de campaña de reducir drásticamente las emisiones de gases de efecto invernadero de EE.UU. y alentando a otros gobiernos a hacer lo mismo. También dijo que revertiría la salida planificada de Trump de la Organización Mundial de la Salud. De hecho, debería ir más allá y aumentar el acceso mundial a la atención médica.

Debería regresar al Consejo de Derechos Humanos de la ONU y participar plenamente en él a pesar de que éste critica regularmente el trato opresivo y discriminatorio de Israel a los palestinos en los Territorios Palestinos Ocupados (TPO), e incluso cuando examine los derechos humanos en EE.UU. Debería reanudar la financiación estadounidense para la Agencia de Naciones Unidas para la población refugiada de Palestina en Oriente Próximo (UNWRA) y el Fondo de Población de las Naciones Unidas (UNFPA), que mantienen sanas y vivas a innumerables personas, especialmente mujeres y niñas. También debería anular las deplorables sanciones de Trump al trabajo de la Corte Penal Internacional, una afrenta al Estado de derecho, independientemente de los pasos del fiscal para investigar crímenes no procesados ​​que son sensibles al gobierno de EE.UU., como la tortura que cometieron sus fuerzas militares en Afganistán (y en otros lugares) y los crímenes de guerra israelíes en los TPO

El mandato del Secretario General de la ONU, António Guterres, concluye a fines de 2021, con una nueva elección antes de esa fecha. El gobierno de Biden debería condicionar su apoyo a cualquier candidato, ya sea Guterres en busca de un segundo mandato o cualquier otra persona, a una promesa de no repetir el mediocre desempeño de Guterres en derechos humanos durante los últimos cuatro años. Eso debería incluir el uso del poderoso púlpito intimidatorio de la ONU para llamar a los gobiernos represivos por su nombre, algo que Guterres ha sido reacio a hacer, y la implementación completa de su “Llamado a la acción sobre los derechos humanos” de febrero de 2020, que aún no ha pasado de “llamado” a la “acción”.

De manera similar, Biden debería anunciar y vivir de acuerdo con los principios de derechos humanos como un factor determinante de las relaciones de EE.UU. con países abusivos. Se puede esperar que Biden mantenga relaciones menos amigables que Trump con ciertos autócratas como Putin. Pero también debería insistir en que, en ausencia de una mejora en su conducta, el gobierno de EE.UU. reducirá su ayuda militar o las ventas de armas (a menudo subvencionadas) a gobiernos amigos altamente abusivos como Arabia Saudita, Egipto, los Emiratos Árabes Unidos e Israel. Debería rechazar la ficción de que el mero “compromiso” sin una presión seria modifica en lugar de reforzar su represión. Debería presionar para que la ONU continúe investigando sobre Sri Lanka y pasos concretos hacia la rendición de cuentas, ahora que muchos de los funcionarios que fueron responsables de crímenes de guerra pasados ​​han regresado al poder. Debería ser más franco sobre el fomento de la discriminación y la violencia contra los musulmanes por parte del primer ministro indio Narendra Modi, incluso si India es considerada como una aliada importante contra China.

Para reforzar la defensa global de los derechos humanos, Biden planea organizar una “Cumbre por la Democracia”. No debería repetir el error de Bill Clinton, que invitó a gobiernos autoritarios aliados a su Comunidad de Democracias con la esperanza de que pudieran volverse democráticos. Eso devalúa el valor de la invitación. Una reunión permanente de democracias puede proporcionar un incentivo para respetar los estándares democráticos solo si la adhesión a esos estándares es el precio de admisión. 

Probablemente el mayor desafío de política exterior para Biden sea China, dada la severa represión de Beijing en el país y su determinación por socavar el sistema global de derechos humanos por temor a que el sistema ponga en la mira su represión. Trump, tras alabar inicialmente a Xi Jinping (yendo tan lejos como decir que “es genial” que el presidente extienda su mandato de por vida y presuntamente respaldar la detención masiva de uigures y otros musulmanes túrquicos), finalmente cambió de opinión sobre Xi, sobre todo porque necesitaba un chivo expiatorio por el fracaso de su administración para contener el “virus chino” en EE.UU. Aunque partes del gobierno de EE.UU. abordaron la represión de Beijing (la administración impuso sanciones selectivas a personas y entidades responsables de la detención masiva de musulmanes en Xinjiang y el desmantelamiento de las libertades en Hong Kong), Trump adoptó un enfoque más transaccional, como si suficientes compras chinas de la soja de sus votantes en Iowa aliviarían cualquier problema. La sensación de que Trump estaba usando los derechos humanos para perseguir otras agendas, junto con su unilateralismo de “Estados Unidos primero”, desalentó a otros gobiernos de unirse a sus esfuerzos.

Para ser eficaz, Biden deberá adoptar un enfoque más multilateral, coherente y basado en los principios. Después de años de un ridículo global provocado por la administración de Trump, una parte significativa del electorado estadounidense se enorgullecería de que Washington hable con una voz clara sobre los derechos humanos y demuestre en el escenario mundial que es diferente que potencias competidoras como China, Rusia o India.

Biden debería adherirse a amplias coaliciones de gobiernos para condenar la represión de Beijing, incluso si el espacio de su declaración es el Consejo de Derechos Humanos de la ONU, donde la administración de Trump se negó a sumarse a las declaraciones sobre China debido a las críticas del Consejo a Israel. La diplomacia estadounidense podría ayudar a expandir esas coaliciones para incluir a gobiernos que aún no se han pronunciado, especialmente en el Sur Global, y asegurar a los países económicamente vulnerables que el gobierno estadounidense los ayudará si sufren represalias de Beijing. Tras haberse pronunciado en términos firmes sobre la represión china en Xinjiang, Biden también debería presionar para que se lleve a cabo una investigación internacional independiente, así como procurar la rendición de cuentas de los responsables.

Biden podría respaldar una versión sólida de la legislación que se está evaluando en el Congreso de EE.UU. para obligar a las empresas que se abastecen de Xinjiang, y de China en general, que garanticen que sus cadenas de suministro no se vean contaminadas por el trabajo forzoso de los musulmanes uigures. Y debería alentar a otros gobiernos a hacer lo mismo. Debería imponer sanciones específicas a las empresas que ayudan al gobierno chino a mantener su estado de vigilancia altamente intrusivo y alentar a otros países a emprender acciones similares. Debería establecer un modelo para combatir la influencia del Partido Comunista Chino en EE.UU. sin recurrir al fanatismo contra todo el pueblo chino. Y, nuevamente, debería adoptar un enfoque más basado en principios de los derechos humanos tanto en el país como en el extranjero, para que otros no puedan desestimar las críticas a la represión china como una herramienta de competencia entre superpotencias, sino verlo como un reflejo de una preocupación genuina por los derechos humanos de una sexta parte de la humanidad, y que se vea acompañada de una atención paralela a las personas dondequiera que enfrenten persecución.

Conclusión

No será suficiente que Biden responda a Trump simplemente retrocediendo el reloj cuatro años, como si un abandono de las políticas de Trump pudiera revertir la devastación que ha causado. El mundo ha cambiado y también debe hacerlo la defensa de los derechos humanos. Muchos Estados respetuosos con los derechos han respondido al vacío creado por la indiferencia y la hostilidad de Trump hacia los derechos humanos dando un paso adelante y desempeñando un papel de liderazgo más proactivo. La administración de Biden debería unirse a esa defensa fortalecida de los derechos, no tratar de reemplazarla.

Mientras tanto, Biden debería reconocer que Trump ha magnificado los habituales cambios políticos entre administraciones estadounidenses hasta desencadenar una crisis de credibilidad para Washington y un profundo riesgo para los derechos de las personas en EE.UU. y en todo el mundo. Biden debería tratar de reformular el reconocimiento de los derechos humanos por parte del público estadounidense para que el compromiso del país se arraigue de una manera que no sea fácilmente revertida por sus sucesores. El papel sostenido del gobierno de EE.UU. como socio constructivo en la defensa de los derechos humanos en todo el mundo dependerá del éxito de Biden.