El gobierno de China considera los derechos humanos como una amenaza existencial. Su reacción podría representar una amenaza muy grave a los derechos de las personas de todo el mundo.
En su país, el Partido Comunista Chino, preocupado por el hecho de que permitir la libertad política pueda poner en riesgo su poder, ha creado un estado de vigilancia orwelliano de alta tecnología, así como un sofisticado sistema de censura de Internet, para monitorear y eliminar la crítica pública. En el extranjero, utiliza su creciente influencia económica para silenciar a críticos y llevar a cabo un intensísimo ataque al sistema global para el reconocimiento efectivo de los derechos humanos, desde que este sistema comenzó a surgir a mediados del siglo XX.
Durante mucho tiempo, Pekín dedicó sus esfuerzos a construir una “Gran Muralla Electrónica” que impidiera que las personas en China estuvieran expuestas a las críticas que, desde el exterior, se le efectuaban al gobierno. Ahora, el gobierno ataca cada vez más a los propios críticos, sea que representen a un gobierno extranjero, que formen parte de una empresa o universidad del exterior, o que participen en canales reales o virtuales de protesta pública.
Ningún otro gobierno mantiene detenidos a un millón de miembros de una minoría étnica para impartirles un adoctrinamiento forzado y, al mismo tiempo, ataca a cualquiera que se atreva a cuestionar su represión. Y si bien otros gobiernos cometen graves violaciones de derechos humanos, ningún otro gobierno hace sentir su fuerza política con tanta energía y determinación con el objetivo de debilitar las normas e instituciones de derechos humanos que podrían exigirle rendir cuentas.
La falta de rechazo a las medidas de Pekín, pueden presagiar un futuro distópico en el que nadie escapará de los censores chinos y donde el sistema internacional de derechos humanos se encontrará tan debilitado que ya no funcionará para contener la represión gubernamental.
Obviamente, el gobierno chino y el Partido Comunista no son, en la actualidad, las únicas amenazas a los derechos humanos, como se muestra en el Informe Mundial 2020 de Human Rights Watch. En muchos conflictos armados, como en Siria y Yemen, las partes beligerantes desconocen abiertamente las normas internacionales concebidas para proteger a los civiles de los peligros de la guerra, desde la prohibición de utilizar armas químicas hasta la de bombardear hospitales.
En otros lugares, los populistas autocráticos llegan al poder demonizando a las minorías, y luego lo conservan atacando a quienes funcionan como factores de control de su gobierno, como periodistas independientes, jueces y activistas. Algunos líderes, como el presidente de los Estados Unidos Donald Trump, el primer ministro indio Narendra Modi y el presidente brasileño Jair Bolsonaro, rechazan el mismo sistema de normas internacionales de derechos humanos que China socava, y enardecen a su público atacando a supuestos contrincantes, los “globalistas” en este caso, que se atreven a sugerir que los países de todo el mundo deberían cumplir con las mismas normas.
Varios gobiernos en los que, por su política exterior, se podía confiar que, al menos en algún momento, defenderían los derechos humanos, hace tiempo que han abandonado la causa. Otros, ante sus propios desafíos internos, defienden esos derechos solo de vez en cuando.
Aun así, con este alarmante trasfondo, el gobierno chino se destaca por el alcance y la influencia de sus esfuerzos contra los derechos. El resultado para la causa de los derechos humanos es una “tormenta perfecta”; un Estado poderoso y centralizado, un coro de gobernantes con un pensamiento casi idéntico, un vacío de liderazgo entre los países que podrían haber asumido la defensa de los derechos humanos y un decepcionante conjunto de democracias dispuestos a vender la cuerda que está estrangulando al sistema de derechos que se supone que ellos mismos defienden.
Los motivos de Pekín
El motivo de la embestida de Pekín contra los derechos es la fragilidad de un gobierno que se mantiene a través de la represión, y no del consenso popular. A pesar de décadas de notable crecimiento económico en China, impulsado por cientos de millones de personas que finalmente se emanciparon y pudieron salir de la pobreza, el Partido Comunista Chino le teme a su propia gente.
Aunque externamente se manifiesta seguro de su éxito como representante del pueblo de todo el país, al Partido Comunista Chino le preocupan las consecuencias que podrían tener un debate popular y una organización política sin restricciones y, por eso, teme quedar sujeto al escrutinio popular.
En consecuencia, Pekín se enfrenta a la nada fácil tarea de administrar una economía gigantesca y compleja sin los aportes del público ni el debate que podría producirse en un contexto de libertad política. A los líderes chinos, que saben que, ante la ausencia de elecciones, la legitimidad del partido depende, en gran medida, de que la economía siga creciendo, les preocupa que, si el crecimiento económico se ralentiza, el público pueda exigir una mayor participación en la forma que se gobierna. Las campañas nacionalistas del gobierno que promocionan el “sueño chino” y sus anuncios rimbombantes sobre dudosas iniciativas contra la corrupción, no cambian esta realidad subyacente.
Con el gobierno del presidente Xi Jinping, China está sufriendo la opresión más generalizada y brutal en décadas. Las pocas y breves oportunidades que existieron en los últimos años para que las personas pudieran expresarse con respecto a cuestiones de interés público, han desaparecido en forma concluyente. Se han cerrado organizaciones cívicas. El periodismo independiente ya no existe. Las conversaciones en línea se han cercenado y se las ha reemplazado por una adulación orquestada. Las minorías étnicas y religiosas enfrentan una grave persecución. Los pequeños avances que hubo en cuanto al Estado de derecho han sido reemplazados por el uso discrecional de la ley que suele aplicar el Partido Comunista. Hay graves obstáculos al ejercicio de las limitadas libertades de Hong Kong en el marco de la política de “un país, dos sistemas”.
Xi ha surgido como el líder más poderoso de China desde Mao Zedong, y ha construido un descarado culto a la personalidad, eliminado los límites en los plazos de los mandatos presidenciales, impulsado el “pensamiento de Xi Jinping” y promovido aspiraciones de grandeza de una nación poderosa, aunque autocrática. Para asegurarse de que su propio poder siga prevaleciendo por sobre las necesidades y deseos del pueblo chino, el Partido Comunista ha atacado con determinación las libertades políticas de modo que le quede claro al público que la única opción es aceptar su ley.
El Estado de vigilancia irrestricta
Más que cualquier otro gobierno, para Pekín, la tecnología es un elemento fundamental para reprimir. En Xinjiang, una región en el noroeste de China, donde viven alrededor de 13 millones de musulmanes (uigures, kazajos y otras minorías túrquicas) ya se ha instalado un sistema nefasto: es el sistema de control público más invasivo del mundo. Desde hace tiempo, el Partido Comunista Chino ha intentado monitorear al pueblo para detectar señales de disenso, pero la combinación de medios económicos y capacidad técnica cada vez mayor, ha posibilitado un régimen de vigilancia masiva sin precedentes.
Aunque el supuesto objetivo es evitar que se repitan los violentos incidentes provocados hace años por presuntos separatistas, la medida excede ampliamente cualquier amenaza perceptible contra la seguridad. Un millón de funcionarios y miembros del partido se han movilizado como “huéspedes” no invitados que “visitan” con regularidad y se quedan en los hogares de algunas de esas familias musulmanas para controlarlas. Su función es examinar e informar “problemas”, como personas que rezan o muestran otras señales de practicar la fe islámica, que tienen contacto con familiares en el extranjero o que no demuestran una lealtad absoluta al Partido Comunista.
Esta vigilancia personal es solo la punta del iceberg, el preludio analógico del espectáculo digital. Con total indiferencia por el derecho a la privacidad reconocido internacionalmente, el gobierno chino ha colocado cámaras de video en toda la región, con tecnología de reconocimiento facial; instalado aplicaciones para teléfonos celulares para ingresar datos de las observaciones de funcionarios y puntos de control electrónicos; y procesado la información resultante mediante análisis de megadatos.
Los datos recabados se utilizan para determinar quiénes serán detenidos para ser “reeducados”. En el caso más masivo de detención arbitraria en décadas, se ha privado de la libertad a un millón o más de musulmanes túrquicos, que fueron enviados a detención por tiempo indeterminado para su adoctrinamiento forzado. Debido a las detenciones han surgido innumerables “huérfanos” —niños cuyos padres están bajo custodia—, quienes ahora se quedan en escuelas y orfanatos estatales donde ellos también son objeto de adoctrinamiento. También es posible que los niños y las niñas en las escuelas comunes de Xinjiang sean sometidos a un entrenamiento ideológico similar.
El objetivo evidente es que los musulmanes abandonen su fe, origen étnico u opiniones políticas independientes. La capacidad de los detenidos de recuperar su libertad depende de que puedan convencer a sus carceleros de que hablan mandarín, y de que adoran a Xi y al Partido Comunista y ya no profesan el islamismo. Esta burda iniciativa refleja la determinación totalitaria de modificar el pensamiento de las personas hasta que acepten la supremacía de las normas del partido.
El gobierno chino está estableciendo sistemas similares de vigilancia y control de conductas en todo el país. Lo más llamativo es el “sistema de crédito social”, con el que el gobierno asegura que castigará las conductas incorrectas, como cruzar el semáforo en rojo o no pagar costos judiciales, y recompensará el buen comportamiento. La “buena conducta” de las personas (según la evalúe el gobierno) determina su acceso a bienes sociales, como el derecho a vivir en una ciudad atractiva, de enviar a sus hijos a un colegio privado o de viajar en avión o tren de alta velocidad. Por el momento, este sistema no incluye criterios políticos, pero no falta tanto para que se los agregue.
Un dato inquietante es que el estado de vigilancia es exportable. Aunque pocos gobiernos pueden desplegar los recursos humanos que China ha dedicado a Xinjiang, la tecnología es cada vez más fácil de conseguir, algo atractivo para países con protecciones de la privacidad endebles, como Kirguistán, Filipinas y Zimbabue. No solo las empresas chinas venden estos sistemas abusivos (hay otras empresas de Alemania, Israel y el Reino Unido), pero China ofrece paquetes accesibles que resultan atractivos para aquellos gobiernos que desean imitar su modelo de vigilancia.
El modelo de China para asegurar una dictadura próspera
Muchos autócratas miran con envidia la seductora combinación china de extraordinario desarrollo económico, rápida modernización y un control del poder político aparentemente firme. Lejos de ser repudiado como paria mundial, el gobierno chino es cortejado en todo el mundo, a su presidente no elegido se lo recibe con la alfombra roja en todos lados a donde va, y el país organiza prestigiosos eventos, como los Juegos Olímpicos de Invierno de 2022. El objetivo es mostrar a China como un país abierto, acogedor y poderoso, aunque cada vez se aplique un régimen autocrático más despiadado.
Se decía que a medida que China creciera económicamente, surgiría una clase media que demandaría sus derechos. Eso llevó a la conveniente ficción de que no había necesidad de presionar a Pekín por sus actos represivos; bastaba con negociar.
En la actualidad, pocos creen en esa lógica oportunista, pero la mayoría de los gobiernos han encontrado nuevas maneras de justificar la situación existente. Siguen dando prioridad a las oportunidades económicas en China, aunque ya sin simular que exista una estrategia para promover el respeto de los derechos de quienes viven en ese país.
En realidad, el Partido Comunista Chino ha demostrado que el crecimiento económico puede reafirmar una dictadura al darle los medios para hacer valer sus normas: puede gastar lo que sea necesario para mantener el poder, desde las legiones de oficiales de seguridad que emplea hasta el régimen de censura que mantiene y el estado de vigilancia generalizada que construye. Estos vastos recursos que respaldan el régimen autocrático niegan a las personas de toda China la posibilidad de tener algún tipo de voz en la forma en que se los gobierna.
Todo esto es música para los oídos de los dictadores de todo el mundo. Ellos quisieran hacernos creer, invocando el modelo chino, que su régimen también puede ser próspero sin la fastidiosa intervención del libre debate o de elecciones en las que compitan varios partidos. No importa que la historia de los gobiernos no obligados a rendir cuentas esté plagada de situaciones de devastación económica.
Por cada Lee Kwan Yew, el fallecido líder singapurense que suelen mencionar quienes bogan por los regímenes autoritarios, hay muchos otros —Robert Mugabe, de Zimbabue; Nicolás Maduro, de Venezuela; Abdulfatah al Sisi, de Egipto, Omar al-Bashir, de Sudán, o Teodoro Obiang Nguema Mbasogo de Guinea Ecuatorial— que llevaron a sus países a la ruina. Los gobiernos que no están obligados a rendir cuentas tienden a poner sus propios intereses por sobre los de su pueblo. Priorizan su poder, sus familias y sus colaboradores. Esto suele provocar abandono, estancamiento y pobreza persistente, cuando no hiperinflación, crisis de la salud pública y debacle económica.
Incluso en China, el sistema de gobierno sin rendición de cuentas no admite que los que están excluidos del crecimiento económico alcen la voz. Los funcionarios elogian el progreso económico del país, pero censuran la información sobre el aumento de la inequidad en los ingresos, el acceso discriminatorio a beneficios públicos, los juzgamientos selectivos por corrupción y la realidad de que uno cada cinco niños deben quedarse en zonas rurales mientras sus padres se van a buscar trabajo en otras partes del país. Ocultan las demoliciones forzadas, los desplazamientos, las lesiones y las muertes asociadas con algunos de los proyectos de infraestructura masivos del país, así como las discapacidades permanentes consecuencia de alimentos y fármacos inseguros y no regulados. Incluso subestiman deliberadamente la cantidad de personas con discapacidad.
A su vez, no es necesario remontarse demasiado en la historia de China para apreciar la inmensa cantidad de personas afectadas por un gobierno que no está obligado a rendir cuentas. El propio Partido Comunista que hoy proclama el milagro chino hace poco imponía la Revolución Cultural y el Gran Salto Adelante, que resultaron devastadores y causaron la muerte de decenas de millones de personas.
La campaña de China contra las normas internacionales
Para evitar reacciones internacionales por el cercenamiento de derechos humanos en el país, el gobierno chino está intentando debilitar a las instituciones internacionales creadas para proteger tales derechos. Durante mucho tiempo las autoridades chinas opusieron resistencia a la preocupación internacional por los derechos humanos, por considerarla violatoria de su soberanía, pero, en comparación con la situación actual, estas reacciones fueron modestas. Ahora China directamente intimida a otros gobiernos e insiste en que elogien a su país en foros internacionales y en que se unan a China en los ataques contra el sistema internacional de derechos humanos.
Pekín parece estar creando metódicamente una red de Estados “aplaudidores” que dependen de su asistencia o de sus negocios. Quienes la hacen enojar corren el riesgo de sufrir represalias, como las amenazas a Suecia luego de que un grupo sueco independiente premiara a un editor residente en Hong Kong (que era ciudadano suizo), de cuya detención y desaparición forzada sería responsable el gobierno chino, luego de haber publicado libros en los que criticaba al gobierno.
El enfoque que aplica Pekín pone a China en conflicto con el objetivo mismo de los derechos humanos internacionales. Donde otros ven personas que se enfrentan a una persecución y que necesitan que se defiendan sus derechos, los gobernantes chinos ven un posible precedente de reconocimiento de derechos que podría volverse en su contra. El gobierno de China utiliza su voz, sus influencias y algunas veces su capacidad de veto en el Consejo de Seguridad, para bloquear medidas de las Naciones Unidas destinadas a proteger a algunos de los pueblos más perseguidos del mundo y, así, les da la espalda a los civiles sirios que deben enfrentarse a bombardeos aéreos indiscriminados de Rusia y Siria; a los musulmanes rohinyás sometidos a limpieza étnica y desplazamiento como resultado de asesinatos, violaciones sexuales e incendios deliberados a manos del ejército de Myanmar; a los civiles yemeníes bombardeados y asediados por la coalición que encabeza Arabia Saudita; y al pueblo venezolano que sufre la devastación económica debido a la gestión deficiente y corrupta de Nicolás Maduro. En todos los casos, Pekín prefiere abandonar a las víctimas a su suerte en vez de generar un modelo de defensa de los derechos que pueda tener un efecto búmeran para su propio régimen represor.
A veces los métodos que aplica Pekín tienen cierta sutileza. El gobierno chino adopta tratados internacionales de derechos humanos, pero luego intenta reinterpretarlos o menoscabar su aplicación. Ha sido hábil para simular que coopera con los exámenes de la ONU de la situación de los derechos en el país y, al mismo tiempo, hacer todo lo posible por frustrar un debate franco. Evita que críticos chinos viajen al exterior, se niega a permitir que expertos internacionales clave ingresen al país, organiza a sus aliados —muchos de ellos claramente represores— para que alaben sus virtudes y, a menudo, presenta información que es, a todas luces, de mala fe.
Incluso en lo que se refiere a derechos económicos, Pekín no desea que se realice una evaluación independiente de sus avances, porque eso exigiría examinar, no su indicador preferido (el crecimiento del producto bruto interno), sino mediciones como, por ejemplo, cómo les está yendo a las personas más desfavorecidas en China, incluidas las minorías perseguidas y los que deben quedarse en zonas rurales. Y ciertamente no desea una evaluación independiente de los derechos civiles y políticos, porque respetar tales derechos implicaría crear un sistema de rendición de cuentas (frente a activistas cívicos, periodistas independientes, partidos políticos y jueces independientes) con elecciones libres y justas, lo cual China está decidida a impedir.
Los facilitadores
Si bien China es quien promueve esta embestida mundial a los derechos humanos, tiene cómplices dispuestos a colaborar, entre ellos, un conjunto de dictadores, autócratas y monarcas que tienen su propio interés en debilitar el sistema de derechos humanos que podría exigir que ellos también rindan cuentas. También se incluyen gobiernos, empresas e incluso instituciones académicas que están supuestamente comprometidas con los derechos humanos, pero que priorizan el acceso a la riqueza de China.
Como si esto fuera poco, varios países con quienes en alguna época podía contarse para defender los derechos humanos, se han perdido. Al presidente Trump de los Estados Unidos le ha interesado más recibir con los brazos abiertos a los autócratas amistosos que defender los estándares de derechos humanos que estos intentan evadir. A la Unión Europea, distraída con el Brexit, obstruida por Estados miembros nacionalistas y dividida por la migración, le ha resultado difícil adoptar una voz común sólida en materia de derechos humanos. Incluso cuando las personas han tomado las calles en reclamo de derechos humanos, democracia y Estado de derecho en Argelia, Sudán, el Líbano, Irak, Bolivia, Rusia y Hong Kong, en una ola de manifestaciones mundiales impresionante, los gobiernos democráticos a menudo han respondido con un tibio apoyo selectivo. Debido a esta actitud incoherente, a China le resulta más fácil alegar que las inquietudes planteadas respecto de su situación de derechos humanos son una cuestión política más que de principios.
Ha habido algunas raras excepciones a esta aquiescencia a la opresión de China. En julio, en el Consejo de Derechos Humanos de la ONU, por primera vez se logró que 25 gobiernos se unieran para manifestar su preocupación por la extraordinaria represión en Xinjiang. Cabe destacar que, ante el temor a la ira del gobierno chino, ninguno de esos Estados estuvo dispuesto a leer en voz alta la declaración ante el consejo, como se suele hacer. En lugar de eso, amparados en la cantidad que eran, el grupo simplemente presentó la declaración conjunta por escrito. Eso cambió en octubre en la Asamblea General de la ONU, cuando el Reino Unido leyó una declaración paralela de una coalición similar de gobiernos; sin embargo, la vacilación inicial muestra la gran reticencia, incluso de aquellos países más comprometidos, a cuestionar a China abiertamente. Este temor es la base de la impunidad que China ha logrado tener en círculos internacionales a pesar del carácter indiscriminado de sus abusos.
Otros gobiernos también están dispuestos a recibir a Pekín con los brazos abiertos. Para responder a estas dos instancias de críticas conjuntas, el gobierno chino gestionó sus propias declaraciones conjuntas de apoyo, en las que sus “medidas contra el terrorismo y de desradicalización en Xinjiang”, que generaron “más felicidad, realización y seguridad”, fueron celebradas descaradamente. Un total de 54 gobiernos las firmaron, entre ellos, algunos que violan notoriamente los derechos humanos, como Rusia, Siria, Corea del Norte, Myanmar, Bielorrusia, Venezuela y Arabia Saudita. Es posible que este desfile de gobiernos represores tenga poca credibilidad, pero sus números son señal de la batalla cuesta arriba que deben enfrentar los pocos países que están dispuestos a confrontar a China en lo relativo a derechos humanos.
Uno creería que la Organización para la Cooperación Islámica (OCI) —que agrupa a 57 naciones mayormente musulmanas— defendería a los musulmanes perseguidos de Xinjiang, como lo hizo con los musulmanes rohinyás contra quienes el ejército de Myanmar emprendió una limpieza étnica. En lugar de eso, la OCI emitió un adulador panegírico en el que felicitaba a China por “cuidar de sus ciudadanos musulmanes”. Pakistán defendió esas iniciativas, a pesar de su función como coordinador de la OCI y de su correspondiente responsabilidad de manifestarse contra los abusos de los que son objeto los musulmanes.
Cabe destacar, sin embargo, que Turquía y Albania, miembros de la OCI, han apoyado el llamado a que la ONU realice una evaluación independiente en Xinjiang, mientras que Qatar se retiró de la contradeclaración formulada por China. En total, cerca de la mitad de los Estados miembros de la OCI se negaron a colaborar con China para encubrir la situación en Xinjiang, un primer paso importante, pero insuficiente teniendo en cuenta los abusos masivos.
Los miembros de la OCI y otros Estados que no deseaban oponerse a Pekín también participaron en los recorridos propagandísticos que el gobierno chino organizó en Xinjiang en respuesta a críticas por la detención de miembros de comunidades musulmanas. Las autoridades chinas, que armaron la “Gran Muralla de la Desinformación”, alegaron absurdamente que esa privación en masa de la libertad era en realidad un ejercicio de “formación vocacional”. Luego dispusieron que delegaciones de diplomáticos y periodistas visitaran a algunas de las personas que recibían esa “formación”. Pronto, las pocas oportunidades de hablar libremente con los detenidos musulmanes fueron provocando fisuras en la versión oficial. A menudo, la puesta en escena era tan burda que se volvía contraproducente, como cuando se obligó a un grupo de internos a cantar, en inglés, la canción infantil “Si eres feliz y lo sabes, ¡aplaude!”.
La idea con estos recorridos no era convencer, sino darles a los gobiernos motivos para no criticar a Pekín. Ofrecían una excusa tras la cual esconderse, una coartada para promover la indiferencia.
La actuación de los líderes mundiales que visitaron China, incluidos aquellos que se consideran defensores de los derechos humanos, no ha sido mucho mejor. Por ejemplo, el presidente francés Emmanuel Macron visitó China en noviembre de 2019, pero no mencionó en público el tema de los derechos humanos. Los líderes que visitan el país suelen excusarse por tal silencio público insistiendo en que plantean la cuestión de los derechos humanos en privado a los funcionarios chinos. Sin embargo, hay pocas pruebas, si es que las hay, de que este abordaje de bajo perfil tenga resultados positivos.
La diplomacia discreta, por sí sola, de nada sirve para avergonzar a un gobierno que busca ser aceptado como miembro legítimo y respetado de la comunidad internacional. En cambio, las fotos de funcionarios sonrientes, en combinación con el silencio público sobre los derechos humanos, dan al mundo (y principalmente al pueblo chino, que es, en última instancia, el agente de cambio) la señal de que al visitante de alto nivel la represión en Pekín le resulta indiferente.
Los elementos del poder de China
Para organizar sus ataques a las críticas de derechos humanos, las autoridades chinas recurren en parte al uso de su influencia económica. Ninguna empresa china puede darse el lujo de ignorar las órdenes del Partido Comunista, por lo tanto, cuando se da la instrucción de castigar a un país por criticar a Pekín (por ejemplo, no comprando sus bienes), la empresa no tiene más opción que cumplir. El resultado es que cualquier empresa o gobierno no chino que se oponga públicamente a la represión de Pekín pero que intente realizar negocios con China se enfrenta, no a una multiplicidad de decisiones de empresas chinas individuales sobre cómo reaccionar a esto, sino a un mando único central, con acceso a todo el mercado chino (que representa el 16 % de la economía mundial). Por ejemplo, luego de que el gerente general de los Houston Rockets irritara al gobierno chino con un tweet en el que expresaba su apoyo a los manifestantes por la democracia en Hong Kong, los 11 socios comerciales chinos oficiales de la Asociación Nacional de Baloncesto (entre ellos, un sitio web de viajes, un productor de lácteos y una cadena de comidas rápidas) suspendieron sus relaciones con la liga.
El gobierno de Trump es uno de los que ha estado dispuesto a enfrentar a China; eso quedó más que claro cuando en octubre de 2019 estableció sanciones contra el Departamento de Seguridad Pública de Xinjiang y ocho empresas de tecnología chinas por su complicidad en violaciones de derechos humanos. Sin embargo, la fuerte retórica de los funcionarios estadounidenses que condenan las violaciones de derechos humanos en China suele quedar debilitada cuando Trump elogia a Xi Jinping y a otros autócratas amigos, como a Vladimir Putin, de Rusia; a Recep Tayyip Erdogan, de Turquía; a Abdulfatah al Sisi, de Egipto, y a Mohammad bin Salman, de Arabia Saudita, por no mencionar las políticas internas violatorias del propio gobierno de Trump, como por ejemplo, las que disponen la separación forzada, cruel e ilegal de niños de sus padres en la frontera entre Estados Unidos y México.
Dadas estas contradicciones, a Pekín le resulta más sencillo restar importancia a las críticas sobre derechos humanos formuladas desde Washington. Además, el desacertado retiro del gobierno de Trump del Consejo de Derechos Humanos de la ONU debido a consideraciones vinculadas con Israel, ha despejado el camino para que el gobierno chino tenga mayor influencia en esta institución central dedicada a la defensa de los derechos.
China ha ejercido su influencia mediante un importante instrumento: la “Iniciativa de la Franja y la Ruta” (Belt and Road Initiative, BRI) de Xi, un programa de inversión e infraestructura por billones de dólares que le facilita a China el acceso a mercados y recursos naturales en 70 países. En parte gracias a la frecuente ausencia de inversionistas alternativos, con la BRI el gobierno chino ha conseguido un considerable apoyo de países en desarrollo, a pesar de que Pekín ha trasladado muchos de los costos a los países que pretende ayudar.
Los métodos operativos de China suelen tener el efecto de promover el autoritarismo en los países “beneficiarios”. Los proyectos de la BRI —conocidos por sus préstamos “sin ataduras”— en general no toman en cuenta estándares ambientales y de derechos humanos. La participación de aquellos que podrían resultar afectados es mínima, o nula. Algunos proyectos se negocian mediante acuerdos secretos, lo que favorece la corrupción. A veces, benefician a las elites gobernantes y se enquistan en ellas, mientras que hunden en abultadas deudas al resto de la población del país.
Algunos proyectos de la BRI son llamativos: El puerto Hambantota de Sri Lanka, del que China volvió a tomar posesión por 99 años cuando el reembolso de la deuda se tornó imposible, o el préstamo para construir el ferrocarril de Mombasa a Nairobi, en Kenia, que el gobierno está intentando pagar obligando a los transportistas de carga a utilizarlo a pesar de que existen alternativas más económicas. Algunos gobiernos (como los de Bangladés, Malasia, Myanmar, Pakistán y Sierra Leona) han comenzado a distanciarse de los proyectos de la BRI porque no parecen ser sensatos desde el punto de vista económico. En muchos de los casos, el deudor que se encuentra en dificultades está ansioso por mantener buenas relaciones con Pekín.
Por eso, más que ser préstamos “sin ataduras”, los préstamos de la BRI en verdad, establecen en la práctica, un conjunto separado de condiciones políticas que exigen apoyar el programa antiderechos de China. Eso garantiza, en el mejor de los casos, el silencio, o en el peor, aplausos, frente a la represión interna de China, así como la ayuda a Pekín mientras esta debilita a las instituciones internacionales de derechos humanos.
El primer ministro paquistaní Imran Khan, por ejemplo, cuyo gobierno es uno de los principales receptores de la BRI, nada dijo con respecto a los musulmanes (con quienes comparte la fe) en Xinjiang cuando visitó Pekín, mientras que sus diplomáticos elogiaron exageradamente “los esfuerzos de China por cuidar de sus ciudadanos musulmanes”. De manera similar, Camerún emitió elogiosas declaraciones adulando a China poco después de que Pekín le perdonara una deuda millonaria: cuando se refirió a Xinjiang, alabó a Pekín por “proteger completamente el ejercicio de los derechos legítimos de las poblaciones de minorías étnicas” incluidas “las actividades religiosas y las convicciones normales”.
Los bancos de desarrollo chinos, como el Banco de Desarrollo de China y el Ex-Im Bank de China, cada vez tienen mayor alcance mundial, pero no aplican garantías claves para los derechos humanos. La situación del Banco Asiático de Inversión en Infraestructura fundado por China no es mucho mejor. Sus políticas promueven la transparencia y la rendición de cuentas en los proyectos que financia e incluyen estándares sociales y ambientales, pero no exigen que el banco identifique y aborde riesgos relacionados con los derechos humanos. Entre los 74 miembros del banco hay varios gobiernos que afirman respetar los derechos: muchos de la Unión Europea, entre ellos, Francia y Alemania, los Países Bajos, Suecia y el Reino Unido, así como Canadá, Australia y Nueva Zelandia.
Subversión de las Naciones Unidas
– Defensor de derechos humanos chino, en referencia a la ONU, Ginebra, junio de 2016
El gobierno chino, muy reacio a la presión internacional sobre sus problemas internos de derechos humanos, no vacila al momento de ser enérgico para proteger su imagen en los foros internacionales. Como uno de los principales objetivos de la ONU es promover los derechos humanos universales, esa institución ha sido un blanco clave. La presión se ha sentido desde la base hasta las más altas esferas. El secretario general de la ONU Antonio Guterres ha sido renuente a exigirle a China en público que ponga fin a la detención masiva de musulmanes túrquicos, pero al mismo tiempo ha elogiado profusamente la capacidad económica de Pekín y la BRI.
En el Consejo de Derechos Humanos de la ONU, China se opone rutinariamente a casi todas las iniciativas de derechos humanos que impliquen criticar a un país en particular, salvo que se las diluya de manera tal que se pueda obtener el consentimiento de ese país. En los últimos años, China se ha opuesto a resoluciones que condenaban violaciones de derechos humanos en Myanmar, Siria, Irán, Filipinas, Burundi, Venezuela, Nicaragua, Yemen, Eritrea y Bielorrusia. Además, China intenta distorsionar el marco de derechos internacionales sugiriendo que, para respetar los derechos, primero hay que lograr el progreso económico, e instando a establecer una “cooperación en la que todos salgan ganando” (que luego se rebautizó como “cooperación de beneficio recíproco”), en la que los derechos se consideran una cuestión de cooperación voluntaria en lugar de una obligación legal.
Cuando en 2018 y 2019 llegó el momento de que el Consejo de Derechos Humanos llevara adelante una revisión de rutina de la situación de los derechos humanos en China, los funcionarios chinos amenazaron a las delegaciones más importantes e incentivaron a sus aliados a que los colmaran de elogios. Pekín también llenó la lista de oradores reservada para las organizaciones de la sociedad civil con grupos patrocinados por el gobierno, cuya tarea era felicitar a China por su situación. A su vez, sus diplomáticos proporcionaron al órgano revisor información que era, a todas luces, falsa; amenazaron a las delegaciones con que, si asistían a un debate de un panel sobre los abusos en Xinjiang, habría consecuencias; e intentaron evitar que una organización independiente especializada en Xinjiang hablara ante el Consejo. Como si eso fuera poco, las autoridades chinas montaron una gigantesca muestra fotográfica fuera de las salas de reuniones de la ONU en la que mostraban a uigures felices y agradecidos con el gobierno.
En la sede de la ONU en Nueva York, una de las principales prioridades del gobierno chino ha sido evitar que se analice su conducta en Xinjiang. China, que a menudo trabaja a la par con Rusia, también ha adoptado una postura cada vez más regresiva frente a cualquier medida sobre derechos humanos en el Consejo de Seguridad, donde tiene poder de veto. Por ejemplo, Pekín ha dejado claro que no tolerará la presión sobre Myanmar, a pesar de que la conclusión de la misión de determinación de los hechos de la ONU fue que altos líderes militares de Myanmar debían ser investigados y juzgados por genocidio. Junto con Rusia, China se opuso —aunque infructuosamente— a que el Consejo de Seguridad analizara siquiera la crisis humanitaria en Venezuela. En septiembre, mientras 3 millones de civiles sufrían el bombardeo aéreo indiscriminado lanzado desde aeronaves rusas y sirias, China se unió a Rusia para vetar la propuesta del Consejo de Seguridad de exigir una tregua.
Censura mundial
Nos autocontrolamos… Todos [los que participan en el encuentro de estudiantes] tienen miedo. Creo que con solo generar este miedo, funciona.
—Estudiante universitario, Vancouver, junio de 2018
Además de prácticas establecidas desde hace tiempo, como censurar el acceso a medios extranjeros, limitar los fondos provenientes de fuentes del exterior destinados a organizaciones de la sociedad civil nacionales y negar visas a académicos y a otras personas, Pekín ha aprovechado plenamente la búsqueda corporativa de lucro para extender la censura a quienes critican al país desde el exterior. En los últimos años, un alarmante desfile de compañías ha sucumbido frente a Pekín por sus aparentes ofensas o por las críticas que sus empleados formularan con respecto a China.
La línea aérea Cathay Pacific, con base en Hong Kong, amenazó con despedir a empleados en Hong Kong que apoyaran o participaran en las manifestaciones a favor de la democracia de 2019 en ese territorio. El director ejecutivo de Volkswagen, Herbert Diess, le dijo a la BBC que “no estaba enterado” de informes sobre campamentos de detención de miles de musulmanes en Xinjiang, aunque Volkswagen tiene allí una planta desde 2012. Marriott despidió a un gerente de redes sociales por poner “me gusta” a un tweet en el que se elogiaba a la compañía por decir que Tíbet era un país, y se comprometió a “asegurarse de que no volvieran a repetirse ese tipo de errores”. El gigante contable PwC desconoció una declaración publicada en un periódico de Hong Kong en apoyo a las manifestaciones por la democracia, que según se señaló, había sido publicada por empleados de los Cuatro Grandes estudios contables. Hollywood censura cada vez más sus películas para evitar las susceptibilidades de Pekín; por ejemplo, en la reciente secuela de la película “Top Gun” de 1986 se optó por eliminar digitalmente la bandera de Taiwán de la chaqueta bomber de Tom Cruise.
La lista es elocuente. En primer lugar, demuestra lo pequeños e insignificantes que son los aparentes deslices que despiertan la ira de diversos sectores en China. Aunque la Gran Muralla Electrónica impide que la mayoría de las personas en China se enteren de las críticas del exterior, y pese a que el Partido Comunista Chino dedica gran cantidad de recursos a censurar las redes sociales en su territorio y a difundir allí su propaganda, los poderosos en China igualmente se sienten inquietos ante las críticas extranjeras. Teniendo en cuenta esa susceptibilidad, las empresas que desean hacer negocios con China a menudo se callan y silencian a sus empleados, aunque no haya una orden directa de Pekín.
En segundo lugar, y eso demuestra que la censura china se está tornando una amenaza global. Ya es bastante malo que las empresas tengan que cumplir con restricciones de censura cuando operan dentro de China. Pero es mucho peor que deban imponer esa censura a sus empleados y clientes de todo el mundo. Ya no se puede alegar que la represión de las voces independientes en China, se detiene en sus fronteras.
También están apareciendo problemas relacionados con la libertad de expresión en universidades de todo el mundo. El objetivo de mantener el flujo de estudiantes de China, que suelen pagar la matrícula completa, puede fácilmente convertirse en una excusa de las universidades para evadir temas incómodos. En Australia, Canadá, el Reino Unido y Estados Unidos, algunos estudiantes pro Pekín han intentado acallar debates que se desarrollaban en los campus sobre violaciones de derechos humanos en Hong Kong, Xinjiang o el Tíbet. En otros casos, los estudiantes de China que desean participar en los debates que se realizan en los campus acerca de ideas que serían tabú en su país sienten que no pueden hacerlo por temor a ser denunciados ante las autoridades chinas. Las universidades poco han hecho públicamente en esos casos para asegurar el derecho de libertad de expresión.
Esa tendencia se combina además con el esfuerzo deliberado de Pekín de reclutar ciudadanos chinos en el extranjero para propagar su postura y para que se controlen recíprocamente y denuncien cualquier crítica que pueda manifestarse contra el régimen de Xi Jinping. Por ejemplo, el personal de la embajada china en Washington se reunió con un grupo de estudiantes y los elogió por haber censurado a un estudiante chino de la Universidad de Maryland que había criticado al gobierno de su país en un discurso de apertura.
Además, las autoridades chinas también suelen amenazar a los familiares de disidentes en el extranjero que se encuentran en China, con el propósito de silenciar sus críticas. Un consultor de tecnología en Vancouver dijo: “Si critico al Partido Comunista Chino públicamente, a mis padres podrían quitarles todos sus beneficios de jubilación y su seguro de salud”. Un periodista que trabaja en Toronto para un periódico en idioma chino, cuyos padres en China fueron hostigados debido al trabajo de su hijo, manifestó: “No siento que aquí haya libertad de expresión. No puedo informar libremente”.
La censura también es una amenaza a medida que la tecnología china se extiende por el mundo. WeChat, una plataforma de red social combinada con una aplicación de mensajería ampliamente utilizada por los chinos en su país y en el extranjero, censura mensajes políticos y suspende cuentas de usuarios por motivos políticos, incluso si están fuera de China.
Hacer frente al reto
Una amenaza extraordinaria exige una respuesta acorde, y aún puede hacerse mucho para defender en todo el mundo los derechos humanos contra el ataque frontal de Pekín. A pesar del poder del gobierno chino y de su hostilidad hacia los derechos humanos, no es imposible detener su creciente amenaza global para los derechos. Para hacer frente al reto es necesario romper radicalmente con la complacencia dominante y con la postura de seguir actuando como siempre. Se requiere una respuesta sin precedentes de quienes aún creen en un orden mundial en el que los derechos humanos sean una cuestión importante.
Los gobiernos, las empresas, las universidades, las instituciones internacionales y otros actores deben alinearse con aquellos que viven en China o provienen de ese país y están luchando por que se respeten sus derechos. El primer principio es que no debe equipararse al gobierno chino con el pueblo de China, ya que en ese caso se condena a todo un pueblo por los abusos que comete un gobierno en cuya elección no participan. En lugar de eso, los gobiernos deben apoyar voces críticas en China e insistir públicamente en que, ante la ausencia de verdaderas elecciones, Pekín no representa al pueblo de ese país.
Así como los gobiernos han dejado de promover la ficción simplista de que con solo el comercio pueden promoverse los derechos en China, también deben abandonar la postura tranquilizadora pero falsa, de que una diplomacia discreta es suficiente. La pregunta que se les debe hacer a los dignatarios que visitan Pekín y que afirman debatir sobre la situación de derechos humanos en China es si el pueblo de China (el principal motor de cambio) puede escucharlos. ¿Se sienten esas personas animadas o desilusionadas con la visita? ¿Escuchan voces de comprensión e inquietud o solo ven una ocasión para tomar una fotografía cuando se firman nuevos contratos comerciales? Al criticar con regularidad y públicamente a Pekín por la represión que ejerce, los gobiernos deberían elevar el costo de esos abusos y al, mismo tiempo, animar a las víctimas.
El modelo chino de crecimiento económico represivo puede refutarse haciendo hincapié en los riesgos de un régimen que no rinde cuentas, desde los millones que han quedado rezagados en China hasta la devastación causada por los regímenes similares de Mugabe en Zimbabue o Maduro en Venezuela. Igualmente útil es llamar la atención con respecto a cómo los dictadores de todo el mundo afirman servir a su pueblo cuando, en realidad, solo persiguen sus propios intereses.
Los gobiernos y las instituciones financieras internacionales deben ofrecer alternativas atractivas, que respeten los derechos, frente a los préstamos “sin ataduras” y a la asistencia para el desarrollo que ofrece China. Deben aprovechar su calidad de miembros en organizaciones como el Banco Asiático de Inversión en Infraestructura para impulsar las normas más ambiciosas en materia de derechos humanos en el desarrollo, en lugar de facilitar una carrera mundial cuesta abajo.
Los gobiernos comprometidos con los derechos humanos deben estar atentos a los dobles estándares del “excepcionalismo chino”, que pueden colarse sigilosamente en su conducta y permitir que Pekín cometa impunemente abusos por los cuales otros gobiernos más pobres y menos poderosos serían cuestionados. Si intentan lograr que los funcionarios de Myanmar rindan cuentas por el trato abusivo que imparten a los musulmanes, ¿por qué no aplicar el mismo criterio a los funcionarios chinos? Si están atentos a los esfuerzos sauditas o rusos para adquirir legitimidad, ¿por qué no estar también atentos a esfuerzos chinos en el mismo sentido? Si incentivan que se debata sobre las violaciones de derechos humanos de Israel, Egipto, Arabia Saudita o Venezuela, ¿por qué no las de China? Cuestionaron, acertadamente, la cruenta medida tomada por el gobierno de Trump de separar a niños y niñas de sus padres en la frontera entre Estados Unidos y México; entonces, ¿por qué no cuestionar también la medida semejante que tomó el gobierno de China en Xinjiang?
Los gobiernos deberían enfrentar deliberadamente la estrategia que China aplica de dividir y conquistar para garantizar el silencio sobre su opresión. Si cada gobierno tiene que enfrentar individualmente la decisión entre buscar oportunidades económicas con China y manifestarse contra la represión en ese país, muchos optarán por el silencio. Pero si los gobiernos se unen para abordar la violación de los derechos humanos por parte de China, el equilibrio del poder cambia. Por ejemplo, si la OCI protestara contra la represión del gobierno chino contra los musulmanes túrquicos en Xinjiang, Pekín tendría que aplicar represalias contra 57 países. La economía china no puede desafiar al mundo entero.
Siguiendo la misma lógica, las empresas y universidades deberían redactar y promover códigos de conducta para tratar con China. Si hubiera estándares comunes firmes, a Pekín le resultaría más difícil condenar al ostracismo a aquellos que defienden derechos y libertades básicas. Estos estándares también harían que las cuestiones de principios tuvieran más peso en la imagen pública de las instituciones. Los consumidores se encontrarían en una mejor situación para exigir que el precio de conseguir negocios con China no sea que esas instituciones deban sucumbir a la censura china y que esas instituciones nunca se beneficien de los abusos en China ni contribuyan a ellos. Los gobiernos deben establecer estrictas regulaciones sobre la tecnología que habilita la vigilancia masiva y la represión de China, y reforzar la protección de la privacidad a fin de contener la difusión de esos sistemas de seguridad.
Las universidades, en especial, deben brindar un ámbito donde estudiantes y académicos de China puedan aprender sobre el gobierno chino y criticarlo sin temor de ser monitoreados o denunciados. En ningún caso deben tolerar que Pekín recorte la libertad académica de ninguno de sus estudiantes o docentes.
Además de emitir declaraciones, los gobiernos que están comprometidos con los derechos humanos deben redoblar sus esfuerzos de incidencia interregionales orientados a presentar ante el Consejo de Derechos Humanos de la ONU una resolución en la que se disponga una misión de determinación de los hechos, de modo que el mundo pueda enterarse de lo que ocurre en Xinjiang. Estos Estados también deberían imponer un debate sobre Xinjiang en el Consejo de Seguridad de la ONU para que los funcionarios chinos comprendan que tendrán que responder por sus acciones.
Lo más importante, los Estados Miembros de la ONU y los altos funcionarios deben defender a las Naciones Unidas como voz independiente en materia de derechos humanos. Por ejemplo, hasta que se cree una misión de la ONU de determinación de los hechos, es fundamental que la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos y los expertos del Consejo de Derechos Humanos presenten informes. Si China consigue convertir a la ONU en una institución carente de poder con respecto a los derechos humanos, todos se verán afectados.
Los gobiernos comprometidos con los derechos humanos también deberían dejar de tratar a China como si fuera un socio respetable. Brindarles a los funcionarios chinos un trato especial debería depender de que realicen verdaderos avances en términos de derechos humanos. Una visita oficial debe estar acompañada del reclamo público de que se permita a los investigadores de la ONU el acceso independiente a Xinjiang. Se les debe hacer sentir a los funcionarios chinos que, si continúan persiguiendo a su gente, nunca conseguirán la respetabilidad que tan ansiosamente desean.
Más concretamente, los funcionarios chinos que estén involucrados de manera directa en la detención masiva de uigures deben ser declarados personas no gratas. Sus cuentas bancarias en el extranjero deberían congelarse. Deberían temer ser juzgados por sus delitos. Y debería exponerse a las empresas chinas que construyan y ayuden a administrar los campos de detención en Xinjiang, así como a cualquier empresa que lucre con el trabajo de prisioneros o que proporcione infraestructura de vigilancia y procesamiento de megadatos, y se las debe presionar para que dejen de hacerlo.
Por último, el mundo debería reconocer que la retórica de Xi Jinping sobre establecer una “comunidad de futuro compartido para la humanidad” es, en realidad, una amenaza, una visión mundial de los derechos acorde con lo que defina y tolere Pekín. Ha llegado el momento de reconocer que el gobierno chino intenta rechazar y reconfigurar un sistema internacional de derechos humanos basado en la convicción de que la dignidad de cada persona merece respeto y de que, independientemente de los intereses oficiales que estén en juego, hay límites con respecto a lo que los Estados pueden hacerle a las personas.
Salvo que deseemos regresar a la época en que las personas estaban a merced de los antojos de sus señores, que podían manipularlas y descartarlas, se debe oponer resistencia al ataque del gobierno chino al sistema internacional de derechos humanos. Es hora de tomar partido. Décadas de avances en materia de derechos humanos están en juego.