El presidente Nayib Bukele asumió su gobierno con la promesa de lograr seguridad, tras décadas de brutal violencia y criminalidad por pandillas. Después de haber negociado secretamente con estos grupos y tras el fin de semana más violento que se ha registrado en El Salvador en los últimos años, el gobierno dispuso un régimen de excepción a fines de marzo que ha tenido consecuencias desastrosas para los derechos humanos. Gracias a esa medida, que sigue siendo por ahora muy popular, miles de salvadoreños viven ahora atemorizados no sólo por las pandillas, sino también por las fuerzas de seguridad.
Las autoridades han cometido desapariciones forzadas de corta duración, detenciones arbitrarias masivas de personas que no tenían vínculos con pandillas. Los detenidos han sufrido maltratos y condiciones inhumanas en detención y decenas de ellos han muerto bajo custodia. El régimen de excepción, que debía ser temporario, ya se ha prorrogado cinco veces.
Es fácil ver por qué la mayoría de los salvadoreños apoyan el régimen de excepción. La tasa de homicidios de El Salvador, si bien viene descendiendo desde 2015, ha estado por años entre las más altas del hemisferio. Sin embargo, las estrategias de mano dura contra el delito han demostrado, una y otra vez, que son ineficaces y, en ocasiones, han generado más violencia.
El presidente Bukele ha utilizado su maquinaria propagandística en redes sociales para difundir el viejo libreto de la “guerra” contra las pandillas. Emplear una narrativa bélica para referirse a operaciones de seguridad pública es siempre una señal de alerta sobre posible uso excesivo de la fuerza, procesos judiciales arbitrarios y leyes que avasallan derechos fundamentales.
La imagen que el presidente Bukele, cuya marca personal juvenil y moderna ha sido construida en redes sociales, ha cautivado a muchos salvadoreños porque contrasta con la de los políticos tradicionales. Pero en la práctica, Bukele ha gobernado como un caudillo y se ha dedicado a eliminar derechos elementales.
Las medidas del gobierno contra las pandillas, que incluyeron redadas en comunidades mayormente de bajos ingresos y la encarcelación masiva de supuestos pandilleros, tiene semejanzas lamentables con políticas de seguridad del pasado. Más de 50 000 personas han sido detenidas desde marzo, miles de ellas sin orden judicial. Para justificar las redadas, las autoridades han sostenido que quienes que fueron detenidos son miembros de pandillas y que, por lo tanto, merecen el abuso que reciben.
“El que nada debe nada teme”, promete la poderosa maquinaria propagandística del gobierno. Sin embargo, en Human Rights Watch hemos documentado numerosas detenciones que se han realizado en gran medida, si no exclusivamente, sobre la base de la edad de las personas, su apariencia física o el hecho de que vivían en una zona controlada por pandillas. Ninguno de estos factores tiene relación alguna con la comisión de algún delito.
La mayoría de las personas detenidas han permanecido en prisión preventiva, muchas de ellas en centros de detención hacinados e insalubres. Más de 70 han muerto bajo custodia. Las investigaciones sobre estas muertes no han sido serias.
Para muchas familias, el impacto de las medidas adoptadas ha sido devastador. Los familiares de los detenidos, en su mayoría mujeres, se dedican a recorrer centros de detención, tribunales y oficinas públicas en busca de sus seres queridos, cuyos paraderos no pueden confirmar. No tienen dónde acudir, pues no hay ningún organismo público local que garantice sus derechos, ni asegure perspectivas de justicia y resarcimiento.
La política de detenciones masivas ha vulnerado los derechos de cientos de personas. Pero algunos grupos están expuestos a mayores riesgos para su vida y su salud durante la detención. Un ejemplo especialmente aberrante es la detención de personas con discapacidad. En un caso ocurrido hace cuatro meses, varios policías detuvieron a un hombre de 23 años con autismo en su vivienda en una comunidad rural. Las autoridades lo acusaron de pertenecer a una pandilla y dispusieron que quedara en prisión preventiva por seis meses. Ningún familiar lo ha visto o ha hablado con él desde entonces.
Las personas con discapacidad tienen derecho a garantías de debido proceso y a lo que se conoce como ajustes procesales, cuya finalidad es garantizar la igualdad de condiciones con otros detenidos. En este caso, se trata de adoptar medidas para que puedan entender el motivo de su detención y conocer sus derechos. No existe forma de saber si las autoridades han cumplido con estas obligaciones en este caso o en los otros. No adoptar estas medidas expone a las personas con discapacidad a abusos.
Para abordar seriamente la violencia de pandillas, el gobierno debe implementar estrategias de seguridad eficaces para desarticularlas, así como programas sostenibles que combatan las causas estructurales que llevan a las personas a unirse. Esto requiere crear puestos de trabajo para jóvenes marginados y programas de rehabilitación eficaces. El gobierno debe capacitar a la Policía y a los fiscales para que hagan cumplir la ley con rigurosidad. Simultáneamente, debe adoptar medidas para erradicar la corrupción policial y poner fin al uso excesivo de la fuerza, un elemento fundamental para que las personas puedan confiar en el sistema de justicia en lugar de temerle.
Lejos de impulsar medidas para mejorar el pobre historial de violaciones de derechos humanos de las fuerzas de seguridad, la retórica de la “guerra” utilizada por el gobierno da luz verde a las fuerzas de seguridad para usar excesivamente la fuerza y encubrir sus ilegalidades. El presidente ha utilizado esta narrativa como pretexto para prorrogar el régimen de excepción, que ha suspendido los derechos de libertad de asociación y reunión, privacidad de las comunicaciones y varias garantías de debido proceso. A su vez, la Asamblea Legislativa, dominada por el partido del presidente, ha alentado y facilitado la retórica de la “guerra” y, con esto, la concentración de poder de Bukele.
El cierre de espacios democráticos, el copamiento de la justicia y la falta creciente de trasparencia del gobierno implican que hoy no existen instituciones independientes en pie para ponerle un freno al poder presidencial.
Es fácil ignorar las detenciones arbitrarias y las violaciones de derechos fundamentales de personas desconocidas. Pero si las democracias no imponen límites que reflejen valores universalmente aceptados, todo vale. Y si no hay instituciones gubernamentales independientes que actúen como freno del poder Ejecutivo, cualquiera podría sufrir represión gubernamental y procesos penales arbitrarios. Normalizar una vida sin derechos es peligroso para todos.