En un sofocante clima político dominado por autócratas susceptibles, los gobiernos que critican el historial de derechos humanos de otro país corren el riesgo de pagar un precio cada vez más alto.
En agosto, un tuit rutinario del Ministerio de Relaciones Exteriores de Canadá que pedía la liberación de las defensoras de los derechos de las mujeres sauditas desencadenó una crisis diplomática en toda regla: Arabia Saudita no tardó en tomar represalias expulsando al embajador de Canadá en Riad y congelando todo el comercio y las inversiones bilaterales.
La reacción saudí debería alarmar a los gobiernos respetuosos de los derechos, así como al movimiento de derechos humanos. Hoy en día, los gobiernos represivos como Arabia Saudita no sólo silencian brutalmente a sus propios defensores de los derechos humanos, sino que también intentan sofocar las críticas de otros Estados de sus acciones abusivas.
Actualmente un desafío clave para el movimiento por los derechos humanos es convencer a las denominadas potencias medias (Estados que no dominan el escenario internacional, pero que aún desempeñan un papel importante en él), entre ellas Canadá, Dinamarca, Australia, México, España y los Países Bajos, para que promuevan los derechos humanos como un elemento central de su política exterior a pesar de los costos políticos y económicos potencialmente altos.
Si bien esta es una proposición cada vez más difícil, las potencias medias no la deberían esquivar.
Una y otra vez, por ejemplo, Arabia Saudita ha tratado de usar su poder, dinero e influencia para evitar el escrutinio y un mínimo de rendición de cuentas por sus acciones. El reino ha recurrido repetidamente a sus compras multimillonarias de armas no sólo para luchar en la guerra de Yemen, que ha acabado con la vida de miles de civiles, sino también para esencialmente comprar el silencio de los países exportadores frente a sus graves abusos de derechos. En lugar de poner en peligro una venta por 1.800 millones de euros (US2.100 millones) de sus buques de guerra, España rápidamente revirtió su decisión de suspender un acuerdo de armas con Arabia Saudita y confirmó que le vendería al reino 400 bombas guiadas por láser.
En el Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas en 2017, Arabia Saudita advirtió a los países sobre las consecuencias políticas y económicas si votaban a favor de una resolución para establecer una investigación internacional sobre los abusos relacionados con el conflicto en Yemen. Mientras que algunos países vacilaron bajo la presión, otros se dieron cuenta de que mientras Arabia Saudita hace mucho ruido en estos foros, al final su ladrido es mucho peor que su mordedura. Reconociendo que las amenazas del reino en general no son para tanto, un grupo de Estados en el Consejo estableció este crucial mecanismo de monitoreo en Yemen y logró renovar su mandato un año después.
Del mismo modo, las tácticas de intimidación dirigidas a Canadá por apoyar a las defensoras de los derechos de las mujeres sauditas sólo revelaron cuán ferviente puede ser Arabia Saudita en su empeño por reprimir las críticas, un hecho que dejó al reino aún más expuesto cuando salió a la luz en octubre el brutal asesinato del periodista Jamal Khashoggi. Desde entonces, Alemania y Suecia anunciaron una suspensión de las exportaciones de armas a Arabia Saudita. Otros países, incluido Canadá, deberían seguir su ejemplo y bloquear todas las ventas de armas a Arabia Saudita hasta que cesen sus ataques aéreos ilegales en Yemen e investiguen de forma creíble las presuntas violaciones.
Las potencias medias respetuosas de los derechos ocupan un espacio internacional y diplomático difícil pero crucial. No deberían renunciar a sus principios con la esperanza de evitar la ira de un autócrata. Es fundamental que reconozcan que la promoción de los derechos humanos en los países con los que están aliados y con los que hacen negocios es una política exterior inteligente y pragmática. También significa actuar de manera concertada el uno con el otro siempre que sea posible, ya que la acción internacional coordinada es la pesadilla de un gobierno represivo. El auge de los autócratas no debería significar el desplome de la defensa de los derechos humanos de las potencias medias. Por el contrario, sólo subraya la urgente necesidad de reforzarla.