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Residentes de la favela Mangueira miran los fuegos artificiales durante la ceremonia de apertura en el estadio de Maracaná, en Río de Janeiro, Brasil, el 5 de agosto de 2016.  © 2016 Tércio Teixeira

Los residentes del barrio popular de Mangueira, en lo alto de un cerro en las afueras de Río de Janeiro, observaron desde sus azoteas los fuegos artificiales durante la ceremonia de apertura en el estadio de Maracaná. Aunque no siempre tienen agua potable o condiciones de salubridad adecuadas, algunas de las personas más pobres de Río —los residentes de “favelas” como Mangueira— tienen las mejores vistas de la ciudad.

Tan solo unos años atrás, se creía posible que estas favelas —en un momento consideradas zonas prácticamente impenetrables— pudieran ser visitadas en plan turístico durante las Olimpíadas. En gran parte gracias a un cambio radical de estrategia que permitió además disminuir drásticamente las muertes provocadas por la policía, Río había conseguido avances concretos en la reducción de delitos.

Y al postularse para ser sede de las Olimpíadas, el gobierno brasileño prometió que los juegos constituirían un “gran catalizador” de mejoras a largo plazo para la seguridad en Río de Janeiro. Durante un tiempo, pareció que esa promesa sería posible.

Pero en 2013, el progreso se estancó. Los índices de homicidios sufrieron un súbito incremento tras varios años de descenso. Y poco después, comenzaron a aumentar nuevamente las muertes provocadas por miembros de la policía. El año pasado, agentes de la policía de Río mataron a 645 personas, de las cuales el 75 por ciento eran negras, según cifras de la propia fuerza policial.

Policías patrullan la favela de Rocinha en Río de Janeiro, el 14 de septiembre de 2012. © 2012 Reuters

¿Qué fue lo que sucedió? Para averiguarlo, estuve seis meses entrevistando a más de 30 policías y decenas de otros funcionarios. Todos se refieren a un ambicioso programa de práctica policial que empezó de manera auspiciosa, pero que ahora se derrumba bajo el peso de la impunidad y la corrupción.

Durante décadas, Río de Janeiro ha sido una ciudad dividida entre las favelas y los barrios más acomodados que los residentes de las favelas llaman el “asfalto”, donde los habitantes gozan de calles adecuadas, servicio de correo, recolección de basura y todos los servicios públicos básicos que la mayoría de las personas en el siglo XXI dan por sentados.

La mayor parte de las favelas de Río son controladas por pandillas de narcotráfico que usan armas automáticas. La policía mantiene con estas bandas redadas de tipo militar, durante las cuales es común que mueran presuntos delincuentes y también transeúntes. Aunque algunas de estas muertes han ocurrido claramente en defensa propia, muchas otras han sido ejecuciones extrajudiciales.

El estado de Río de Janeiro ha prometido implementar reformas de seguridad pública en preparación para las Olimpíadas, pero no ha tomado medidas suficientes para abordar las ejecuciones extrajudiciales perpetradas por policías, que suponen un obstáculo central a la posibilidad de una aplicación de la ley más efectiva. 

Dos policías, a quienes me referiré como Danilo y João, me dijeron que habían participado en varios operativos que tenían como propósito matar —y no detener— a presuntos miembros de pandillas. Durante uno de esos incidentes, un agente se acercó a un hombre que yacía herido en el piso y le disparó a quemarropa, recuerda Danilo.

En otro, la unidad de João organizó una emboscada en la cual disparó contra un grupo de sospechosos sin dar ningún tipo de advertencia, y permitió que uno de los hombres heridos se desangrara en el piso durante 40 minutos antes de trasladarlo a un hospital, donde finalmente murió, según contó João.

Admitió que, en realidad, estos operativos no contribuyen a la meta de desarticular a estas organizaciones. “Entramos en la favela, matamos a 20 delincuentes, y mañana son reemplazados por otros 20. Es inútil”.

En 2008, Río comenzó a poner en práctica una estrategia diferente. En algunas favelas, la policía instaló dependencias enfocadas en la proximidad con las comunidades, denominadas Unidades de Policía Pacificadora (UPP). Los agentes adoptaron una posición menos violenta y se propusieron conocer a los miembros de la comunidad. Las muertes atribuibles a la policía y los crímenes violentos descendieron drásticamente en las comunidades donde había UPP, y 38 de esas unidades todavía están en funcionamiento. Algunas favelas se convirtieron en zonas tan pacíficas que los residentes incluso imaginaron que quienes llegaran a la ciudad en los Juegos Olímpicos podrían visitarlas como parte del circuito turístico.

“El principal logro de las UPP es protegernos de la policía”, me dijo un residente de la favela Morro da Providência. “Ya no hay un escuadrón de la muerte que ingrese en la favela para matar gente”.

Sin embargo, desde 2013, algunos de los policías que trabajan en las UPP reinstauraron viejas prácticas. Varios casos estremecedores de corrupción policial, tortura y ejecuciones extrajudiciales tuvieron fuerte repercusión, y esto quebró la confianza incipiente y frágil entre la policía y los residentes. “Las UPP representan una promesa de cambio, de control ciudadano”, me dijo el mayor Marcio Rodrigues, comandante de la UPP en la favela Mangueira, “pero cuando los residentes ven que la policía hace lo mismo que antes, perdemos su confianza”.

Ejecuciones ilegales

Una vez que empieza la espiral, es muy difícil detenerla. Los policías de las UPP matan a más personas, y esto hace que sea más difícil persuadir a los residentes de denunciar delitos, pasar información y declarar como testigos. Los traficantes aprovechan el aislamiento creciente de las UPP para recuperar su territorio, y los residentes quedan atrapados en medio de la balacera entre ambos lados.

Persisten las ejecuciones ilegales y otros abusos policiales porque los responsables casi nunca son llevados ante la justicia. La policía civil es la responsable de investigar estos hechos, pero en la mayoría de los casos no lo hacen con determinación. La responsabilidad de esta inacción recae, en última instancia, en la Fiscalía General de Río, que tiene la atribución de supervisar la labor de los investigadores policiales e impulsar sus propias indagaciones.

Se prevé que las decenas de miles de agentes de seguridad adicionales asignados a la protección de lugares donde se desarrollan las Olimpíadas y otros puntos turísticos se irán de Río poco después de que terminen los juegos. La mayoría de los residentes de las favelas, en cambio, seguirán viviendo atemorizados tanto de los narcotraficantes como de la policía.

Río necesita imperiosamente que sus comunidades y su policía entablen un vínculo de confianza y respeto recíproco. El modo más efectivo de hacerlo es juzgar a los policías por los abusos que cometan.

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