Durante años, Claudia llevó una vida de total anonimato en el complejo de departamentos Clairmont en Nashville, un conjunto de edificios en la zona sur de la ciudad, que ha sido hogar de cientos de inmigrantes de bajos recursos. Claudia, pocas veces se atrevía a salir de su rutina diaria, que consistía en preparar a sus tres niños para ir a la escuela, trasladarse hasta su lugar de trabajo y luego regresar a casa rápidamente por la noche. Como inmigrante indocumentada, la posibilidad de entrar en contacto con autoridades estadounidenses le atemoriza. Su máximo deseo es permanecer en Estados Unidos, país al que llego tras huir de Honduras donde el padre de sus dos hijas fue asesinado por un grupo de pandilleros, que también terminaron amenazando a Claudia y a sus niñas.
La vida deliberadamente discreta que llevaba Claudia en Nashville concluyó cuando su hija Adriana, que entonces tenía 10 años, fue agredida en una escalera desierta.
Claudia y sus vecinos escucharon cuando Adriana gritaba. Claudia corrió hacia las escaleras. El sujeto que agredió a la niña intentó escapar, pero fue atrapado por unos vecinos. En ese momento, y a pesar de la terrible situación, la madre no quiso llamar a la policía.
“Uno siempre vive con el temor de ser ilegal”, dijo.
En todo Nashville y en el resto de Estados Unidos, inmigrantes indocumentados como Claudia a menudo viven aterrorizados por la posibilidad de un encuentro con la policía, el temor alcanza tal grado que muchos evitan tratar con los oficiales incluso cuando necesitan desesperadamente protección policial. En Nashville y otros sitios, Human Rights Watch ha entrevistado a inmigrantes que han sufrido agresiones, acoso sexual, abusos laborales, secuestros o robos, pero que indistintamente, han temido llamar a la policía. Algunos describieron que les aterroriza la posibilidad de tener que llamar a una ambulancia en caso de emergencia. Esta desconfianza no solo genera que las comunidades de inmigrantes posiblemente no reciban la ayuda que necesitan, también, que los delincuentes violentos probablemente permanezcan en libertad y al acecho de nuevas víctimas.
Este temor, que afecta a comunidades enteras de inmigrantes, se profundizó cuando policías locales de numerosas ciudades como Nashville comenzaron a trabajar en forma coordinada con el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (Immigration and Customs Enforcement, ICE), organismo estadounidense que se ocupa de aplicar las normas sobre inmigración y efectuar deportaciones. Desde 2007, Nashville ha participado en dos programas de esta naturaleza que, en distinta medida, dictaminan que los departamentos de policías locales trabajen en conjunto de las autoridades de ICE. Ambos programas han ocasionado un grave deterioro de la relación entre inmigrantes y la policía.
Sin embargo, Nashville, al igual que muchos otros sitios en Estados Unidos, ha mantenido una relación cambiante y contradictoria con su cada vez más creciente población de inmigrantes. Algunos funcionarios locales de aplicación de la ley han exigido que se actúe con firmeza contra los inmigrantes y han colaborado en la implementación de duras políticas federales de control inmigratorio. Al mismo tiempo, Nashville lanzó “El Protector”, un programa de enlace con la comunidad creado en 2004, por medio del cual la policía intenta entablar vínculos con los inmigrantes en la ciudad y ganarse su confianza. De igual manera, diversas organizaciones no gubernamentales locales de Nashville, junto con ciudadanos comprometidos, han exigido mayor tolerancia y diálogo. Todos estos factores se combinan para configurar la relación fundamental entre autoridades e inmigrantes que, si se construye adecuadamente, podría contribuir a que la población esté segura.
Nashville es un caso emblemático en el debate respecto de cómo Estados Unidos interactúa con los inmigrantes indocumentados. Durante la década de 2000, la población extranjera de Nashville se duplicó, al pasar de 58.539 personas en 2000 a 118.126 en 2010, y representa ahora el 7,4 por ciento de la población total de Nashville. A mediados de la década de 2000, el estado de Tennessee comenzó a adoptar enérgicas medidas, como excluir a inmigrantes no autorizados de la posibilidad de obtener licencias de conducir e interponer obstáculos para el acceso a servicios sociales, como atención médica a personas de bajos ingresos.
El primer programa en el que policías de Nashville colaboraron con ICE se denominó “287(g)”, en alusión al artículo relevante de la Ley de Inmigración y Nacionalidad (Immigration and Nationality Act). En virtud de este programa, el gobierno federal autorizó a oficiales locales (especialmente capacitados para ese fin) a identificar y detener a inmigrantes con quienes entablaran contacto durante el desempeño de su trabajo diario. Es decir, cualquier encuentro con policías podía dar lugar a la deportación de un inmigrante, incluso si este no había sido acusado por ningún delito ni tiene antecedentes penales.
La agresión contra la hija de Claudia ocurrió en 2010, cuando Nashville todavía participaba en el programa 287(g), lo cual explica en parte la renuencia de Claudia a llamar a la policía.
Debido a presiones políticas y la amenaza de posibles demandas, el Alguacil del Condado de Davidson en Nashville anunció en 2012 que el programa 287(g) ya no sería necesario debido a que “no estaba teniendo impacto significativo” en la comunidad. Policías de la ciudad de Nashville dijeron a Human Rights Watch que consideraban que el programa 287(g) había creado una “cultura de temor” en la comunidad y esperaban que su cancelación posibilitara “nuevos modos de contacto con las autoridades de aplicación de la ley”. Lamentablemente, cuando concluyó el programa 287(g), Nashville ya había comenzado a participar en otro programa, denominado “Comunidades Seguras” (que según disposiciones de ICE tiene carácter obligatorio y se encuentra vigente en todo Estados Unidos). Bajo este programa, la posibilidad de deportación de los inmigrantes se controla a través de una base de datos que captura las huellas dactilares de las personas que se encuentren bajo custodia policial. Si el programa se implementa según fue concebido, las huellas dactilares de los detenidos son enviadas al FBI para controles de antecedentes y se cotejaran automáticamente con las bases de datos de inmigración. Si ICE determina que el detenido reúne las condiciones para ser deportado, solicita a las autoridades locales de seguridad pública que detengan y transfieran a la persona a la agencia de ICE para su eventual deportación.
Un resultado alarmante de ambos programas es el efecto amedrentador que ha tenido entre las víctimas de delitos, que se muestran renuentes a denunciar estos hechos y colaborar con la policía. A pesar de los esfuerzos por mejorar el contacto con los inmigrantes, a raíz de la implementación del programa de Comunidades Seguras y de que el Congreso no avanza en la reforma inmigratoria, persiste el profundo temor de que el trato con la policía pueda dar lugar a deportaciones. Este recelo pareciera estar justificado. Entre agosto de 2010 y el 31 de mayo de 2013, el Condado de Davidson en Nashville identificó a 9.632 personas que figuraban en bases de datos de ICE y hay la posibilidad de que estos detenidos sean sujetos a un proceso de deportación a través de Comunidades Seguras. Estas cifras se asemejan considerablemente a las correspondientes al período en que solamente estaba vigente el programa 287(g). Según datos de ICE, desde la creación del programa 287(g) en abril de 2007 y hasta agosto de 2012, se identificó a 10.785 personas con fines de deportación.
En el caso de Claudia, sus vecinos finalmente la persuadieron de que debía llamar a la policía. Era necesario impedir que el hombre que agredió a su hija lastimara a otras personas, dijeron los vecinos. Cuando la madre finalmente aceptó, un vecino llamó a la policía.
Claudia incluso accedió a que su hija declarara durante el juicio. Se les indicó que ahora posiblemente ella y su hija reunirían las condiciones para solicitar una visa de tipo U, establecida para víctimas de delitos. Sin embargo, durante el juicio, policías locales que actuaban en colaboración con ICE irrumpieron en el edificio de Claudia, en busca de presuntos miembros de pandillas. El temor a la deportación se apoderó de la madre quien huyó al día siguiente, al igual que muchos de sus vecinos. Claudia se aisló deliberadamente, no acudió a las diversas audiencias del juicio contra el agresor de Adriana e incluso se sentía demasiado atemorizada como para reunirse con abogados y discutir la posibilidad de obtener visas.
Huyó porque, en definitiva, vivir clandestinamente en Estados Unidos era mejor que regresar a Honduras, donde temía por su propia vida y la de sus hijas.
Claudia y sus vecinos no se equivocaron cuando supusieron que un encuentro con la policía de Nashville en 2010 podía derivar en la deportación. El programa 287(g), que se implementó en Nashville entre 2007 y 2012, debía contribuir supuestamente a erradicar a peligrosos delincuentes de la comunidad de inmigrantes. Pero esto no ha sucedido.
Durante ese lapso, se iniciaron procesos de deportación contra inmigrantes no autorizados que fueron interceptados en situaciones como pescar sin permiso o conducir con un farol roto. Un estudio realizado por la Unión Estadounidense por las Libertades Civiles (American Civil Liberties Union, ACLU) indica que antes del programa 287(g), la proporción de personas en el Condado de Davidson en Nashville que fueron arrestadas y posteriormente deportadas por conducir sin licencia era del 18 por ciento. Cuando comenzó a aplicarse el programa 287(g), esa cifra se incrementó drásticamente al 43 por ciento.
Durante la investigación que llevamos a cabo en Nashville en 2013, los inmigrantes no autorizados entrevistados por Human Rights Watch afirmaron que su primera reacción fue evitar la intervención de los oficiales. Sin embargo, tarde o temprano, la mayoría optó por llamar a la policía. Pero no siempre es así.
Un estudio de 2008 realizado por el Consejo Nacional de La Raza y la Coalición por los Derechos de los Inmigrantes y Refugiados de Tennessee comparó la reacción de miembros de las comunidades de afroamericanos e hispanos ante el delito. La información recabada indicó que solamente el 4 por ciento de las personas negras encuestadas señalaban que tuvieron conocimiento de un delito que no fue denunciado a la policía. Sin embargo, entre la población de hispanos la proporción representó un abrumador 42 por ciento. Otros datos relevantes: mientras el 27 por ciento de las personas negras aseveraron que no llamarían a la policía para denunciar un delito, el 54 por ciento de los hispanos dijo que no lo haría.
La historia de Elena ilustra por qué este temor a ponerse en contacto con las autoridades no era injustificado. Elena, quien vivía en Nashville pero era oriunda de México, había dado a luz recientemente a su hijo Luis. Cuatro días después de haber regresado del hospital golpearon a su puerta, y al abrir se encontró con una mujer que, simulando ser una funcionaria de inmigración, le dijo a Elena que iba a ser deportada y que sus hijos quedarían bajo custodia gubernamental. La mujer intentó ingresar por la fuerza en la vivienda y, en el forcejeo, le asestó 12 puñaladas a Elena, para luego llevarse secuestrado a su bebé.
Sin embargo, incluso ante este ataque aberrante, Elena recuerda que su primera reacción cuando oyó los gritos de los vecinos que pedían que se llamara al 911 fue decir “No”.
“Todavía pienso en lo sucedido... y me preocupaba más mi condición legal”, aseveró. “Incluso cuando estaba sangrando en la ambulancia, seguía pensando ‘¿quién se ocupará de mis hijos cuando me deporten?’”.
La agresora de Elena fue aprehendida en Alabama. Sin embargo, en vez de llevar al niño secuestrado y a los demás hijos con su madre, los menores fueron puestos bajo custodia provisional de funcionarios del servicio de protección de menores, mientras el FBI y la policía investigaban el señalamiento de la secuestradora de que Elena había acordado vender a su bebé. Transcurrieron varias semanas hasta que Elena recuperó la custodia de sus cuatro hijos. La agresora posteriormente se declaró culpable de secuestro y recibió una condena de 20 años de prisión.
Finalmente, muchas personas en Nashville reconocieron que la profunda división generada por el programa 287(g) entre policías y la comunidad de inmigrantes — una segmentación que hace de Nashville una ciudad más peligrosa, dado que los delincuentes no siempre son aprehendidos como corresponde— y algunos esperaban que su reemplazo por Comunidades Seguras contribuyera a salvar esta brecha. Pero incluso ese programa todavía confunde y entremezcla en la práctica la aplicación federal de controles inmigratorios con la seguridad pública, lo que profundiza la desconfianza entre la policía y la comunidad.
Todavía hay en Nashville personas a quienes les aterroriza denunciar delitos, atormentadas por el recuerdo de familiares y amigos que fueron tratados como criminales o incluso deportados cuando lo hicieron. Gran parte de ese profundo temor está relacionado con las repercusiones del programa 287(g), pero hay otras razones incluso más arraigadas. Numerosos inmigrantes provienen de países donde la policía es corrupta —e incluso violenta— y no es digna de confianza. Mitigar estos temores puede ser un verdadero desafío.
El programa El Protector en Nashville ha sido de gran ayuda. En el marco de El Protector, los funcionarios celebran reuniones con la comunidad, visitan uno por uno los establecimientos en zonas comerciales, organizan campamentos de jóvenes y eventos de salud, y auspician festivales comunitarios. También mantienen una red de traductores voluntarios que reciben un teléfono celular exclusivo y están de guardia para ayudar cuando la policía debe tratar con una víctima que no habla inglés o cuando una persona es interceptada en controles de vigilancia. Trabajan para afianzar el vínculo con la comunidad y educar a las personas sobre la importancia de denunciar delitos.
Pero Nashville, y sin duda el estado de Tennessee y otros estados y localidades de todo el país, deberían hacer esfuerzos más enérgicos por recomponer su vínculo con las comunidades de inmigrantes y brindar un trato justo a inmigrantes acorde con la ley. California, por ejemplo, aprobó la Ley TRUST en octubre de 2013, bajo esta norma, las autoridades locales se comprometen a responder a la solicitud de las autoridades inmigratorias para que se retenga a un inmigrante pero únicamente cuando este haya sido condenado o arrestado por determinadas infracciones graves. De manera similar, una ordenanza de Chicago prohíbe que las fuerzas de seguridad pública locales detengan a personas para entregarlas a las autoridades de inmigración, salvo en casos específicos, como por ejemplo, cuando las personas están acusadas o condenadas por delitos graves. La justicia federal de Oregon determinó recientemente que los condados no podían detener a personas únicamente con el propósito de entregarlas a ICE sin que esto implicara una violación de sus derechos constitucionales. Tras esta decisión, más de una decena de condados de Oregon anunciaron que ya no cumplirían con las “retenciones” de ICE ni con pedidos para que se retuviera a personas que no sean ciudadanas estadounidenses.
También se han presentado proyectos legislativos similares a los de California en Massachusetts y Maryland, mientras que gobernadores de otros estados y funcionarios locales han adoptado medidas para terminar con el vínculo entre la seguridad pública local y el control inmigratorio. Estas leyes y políticas no son perfectas. Continúan exponiendo a algunos migrantes a un rígido sistema inmigratorio federal que no toma en cuenta los lazos familiares o con la comunidad. Sin embargo, podrían contribuir a que las comunidades de inmigrantes comiencen a recobrar la confianza en las autoridades de aplicación de la ley, y asegurar que todas las víctimas de delitos y testigos puedan acudir a la policía.
Como explica Elena, la relevancia de garantizar la seguridad de inmigrantes y ciudadanos por igual es trascendental: “Ahora estoy tranquila porque tengo a mis hijos y estoy viva. Pero, ¿sentirme segura? Eso jamás”.
(Se han utilizado seudónimos para proteger la privacidad e identidad de los entrevistados)