Informe Mundial 2023
Nuestro análisis anual sobre los derechos humanos en el mundo
Un nuevo modelo de liderazgo mundial en derechos humanos
La conclusión evidente que puede extraerse del repertorio de crisis de derechos humanos que se dieron durante 2022 —desde los ataques deliberados del presidente ruso Vladimir Putin contra civiles en Ucrania, la prisión al aire libre que impuso Xi Jinping a los uigures en China hasta el riesgo de hambruna al que los talibanes han expuesto a millones de afganos— es que un poder autoritario irrestricto va dejando tras de sí una marea de sufrimiento humano. Sin embargo, 2022 también reveló un desplazamiento fundamental del poder en el mundo, que allana el camino para que todos los gobiernos preocupados por esta situación puedan actuar contra los abusos protegiendo y fortaleciendo el sistema global de derechos humanos, en especial, cuando las medidas que toman las principales potencias son escasas o problemáticas.
Hemos sido testigos de cómo los líderes mundiales se desentendieron cínicamente de sus obligaciones en materia de derechos humanos y negociaron con cinismo la rendición de cuentas por parte de quienes cometieron violaciones de derechos humanos, a cambio de presuntos beneficios políticos a corto plazo. El compromiso loable formulado por el candidato presidencial estadounidense Joe Biden de hacer de Arabia Saudita un “Estado paria” por su historia en materia de derechos humanos quedó en entredicho con un apretón de manos casi amistoso que mantuvo con Mohammed Bin Salman cuando asumió funciones y tuvo que enfrentarse al elevado precio del combustible. A su vez, el gobierno de Biden, a pesar de que en su retórica prioriza la democracia y los derechos humanos en Asia, ha moderado las críticas sobre los abusos y el creciente autoritarismo en India, Tailandia, Filipinas y en otros lugares de la región por motivos de seguridad y económicos, en vez de reconocer que todos estos problemas están relacionados.
Obviamente, no solo las superpotencias mundiales tienen este tipo de doble criterio. Pakistán ha apoyado el seguimiento por parte del Alto Comisionado para los Derechos Humanos de los abusos en Cachemira, cuya población es mayoritariamente musulmana, pero debido a su estrecho vínculo con China, le ha dado la espalda a posibles crímenes de lesa humanidad perpetrados contra uigures y otros musulmanes túrquicos en Xinjiang. La hipocresía de Pakistán es especialmente evidente si se tiene en cuenta su papel de coordinador de la Organización de Cooperación Islámica (OCI), que cuenta con 57 miembros.
Las crisis de derechos humanos no surgen de un momento a otro. Los gobiernos que no cumplen con sus obligaciones legales de proteger los derechos humanos en su territorio siembran las semillas del descontento, la inestabilidad y, en última instancia, las crisis. Si no se les pone freno, las acciones aberrantes de los gobiernos abusivos se incrementan, y se consolida la idea de que la corrupción, la censura, la impunidad y la violencia son los instrumentos más eficaces para el logro de sus objetivos. Hacer caso omiso de las violaciones de derechos humanos conlleva un alto costo, y no deben subestimarse los efectos en cadena.
Sin embargo, en un mundo donde el poder se desplaza, también identificamos oportunidades durante la preparación de nuestro Informe Mundial 2023, que analiza el estado de los derechos humanos en casi 100 países. Cada cuestión debe comprenderse y abordarse según sus propios méritos, y cada una requiere de liderazgo. Cualquier Estado que reconozca el poder que se adquiere trabajando con otros para generar cambios en la situación de los derechos humanos puede asumir tal liderazgo. Los gobiernos tienen más posibilidades, no menos, de dar un paso adelante y adoptar planes de acción que sean respetuosos con los derechos.
Han surgido nuevas coaliciones y voces de liderazgo que pueden configurar y potenciar esta tendencia. Sudáfrica, Namibia e Indonesia han preparado el terreno para que más gobiernos reconozcan que las autoridades israelíes están cometiendo crimen de lesa humanidad de apartheid contra los palestinos.
Las naciones de las islas del Pacífico han exigido, en bloque, reducciones más significativas de las emisiones por parte de los países que más contaminan, mientras que Vanuatu lidera una iniciativa para plantear los efectos adversos del cambio climático ante la Corte Internacional de Justicia, por su propio bien y el de otros países.
Asimismo, si bien la Corte Suprema de EE. UU. echó por tierra 50 años de protección federal de los derechos reproductivos, la “ola verde” de expansión de los derechos de aborto en América Latina —especialmente en Argentina, Colombia y México— representa una contranarrativa contundente.
Esta es la enseñanza general que puede extraerse de nuestro mundo cada vez más convulsionado: es preciso que repensemos de qué forma se ejerce el poder en el mundo, y que todos los gobiernos no solo tienen la oportunidad, sino también la responsabilidad de tomar medidas para proteger los derechos humanos dentro de sus fronteras y más allá de ellas.
Ucrania: Modelo y reprimenda
La invasión a gran escala de Vladimir Putin a Ucrania en febrero y las atrocidades que ocurrieron posteriormente no tardaron en ocupar el primer puesto en la agenda mundial de derechos humanos durante 2022. Después de que las tropas ucranianas obligaran al Ejército ruso a retirarse de Bucha, al norte de Kiev, la capital del país, la ONU determinó que al menos 70 civiles habían sido víctimas de ejecuciones ilegales, incluidas ejecuciones sumarias, que constituyen crímenes de guerra. Este patrón de atrocidades rusas se ha repetido en incontables oportunidades.
En el Teatro de Mariúpol se refugiaron cientos de residentes desplazados, y en el exterior, sobre el piso, escribieron la palabra rusa DETI (niños) tan grande que podía verse en imágenes satelitales. El objetivo de esta alerta era proteger a los civiles, muchos de ellos niños y niñas, que se resguardaban en su interior. En lugar de eso, al parecer solo sirvió como incentivo para las fuerzas rusas, que bombardearon el edificio hasta destruirlo y mataron al menos a una decena de sus ocupantes, y posiblemente más. Causar sufrimiento a la población civil, por ejemplo, atacando reiteradamente la infraestructura energética de la que dependen los ucranianos para recibir servicios de electricidad, agua y calefacción, parecer ser una parte fundamental de la estrategia del Kremlin.
La temeridad de Putin se debe, en gran medida, a que desde hace tiempo ha podido actuar libremente con impunidad. La pérdida de vidas civiles en Ucrania no causa sorpresa a los sirios, quienes han sufrido graves abusos como resultado de los ataques aéreos tras la intervención rusa en apoyo a las fuerzas sirias al mando de Bashar al-Asad en 2015. Putin reclutó a importantes comandantes militares de esa campaña para que dirigieran la acción bélica en Ucrania, con consecuencias previsibles —y devastadoras— para los civiles ucranianos. Rusia ha acompañado sus violentas acciones militares en Ucrania con un represión de los derechos humanos y de activistas en Rusia que promueven los derechos humanos y repudian la guerra, sofocando el disenso y las críticas al gobierno de Putin.
Sin embargo, un efecto positivo de las acciones rusas ha sido que activó la totalidad del sistema de derechos humanos a nivel mundial creado para lidiar con crisis como esta. El Consejo de Derechos Humanos de la ONU inició rápidamente una investigación con el fin de documentar y preservar evidencias de violaciones de derechos humanos en la guerra y luego creó una relatoría especial para el seguimiento a la situación de los derechos humanos en Rusia. La Asamblea General de la ONU condenó cuatro veces —en casi todos los casos por amplia mayoría— tanto la invasión por parte de Rusia como sus violaciones de derechos humanos. La Asamblea General también suspendió a Rusia del Consejo de Derechos Humanos, y mermó así su capacidad disruptiva sobre Ucrania y respecto de otras graves crisis de derechos humanos analizadas por el consejo.
Los países europeos recibieron a millones de refugiados ucranianos, una respuesta encomiable que también puso en evidencia la doble moral de la mayoría de los países miembros de la Unión Europea con respecto a cómo tratan en la actualidad a innumerables ciudadanos sirios, afganos, palestinos, somalíes y otras personas que buscan asilo. El fiscal de la Corte Penal Internacional (CPI) en La Haya abrió una investigación sobre Ucrania luego de que una cantidad sin precedentes de países miembros del tribunal le remitieran la situación. Diversos gobiernos también se han movilizado para debilitar la influencia y el poderío militar global de Putin; por ejemplo, la Unión Europea (UE), EE. UU., el Reino Unido, Canadá y otros países aplicaron sanciones internacionales específicas contra personas, empresas y otras entidades rusas.
Esta respuesta extraordinaria demostró lo que es posible hacer para impulsar la rendición de cuentas, proteger a los refugiados y salvaguardar los derechos humanos de algunas de las personas más vulnerables del mundo. A su vez, los ataques contra civiles y los abusos nefastos cometidos en Ucrania deben ser un recordatorio de que este apoyo consolidado, si bien es fundamental, no debe confundirse con una solución rápida.
Más bien, los gobiernos deben reflexionar sobre cuál sería la situación si la comunidad internacional hubiera actuado en forma coordinada para que Putin rindiera cuentas mucho antes, en 2014, cuando se desató la guerra en el este de Ucrania; en 2015, por los abusos en Siria; o por la agudización de las medidas represivas contra los derechos humanos dentro de Rusia en la última década. El desafío a futuro es que los gobiernos repitan lo mejor de la respuesta internacional en Ucrania y aumenten la voluntad política de abordar otras crisis que se desarrollen en todo el mundo hasta que haya mejorado genuinamente la situación de los derechos humanos.
Asegurar rendición de cuentas en Etiopía
El conflicto armado en el norte de Etiopía ha recibido apenas una pequeña parte de la atención mundial, que se ha concentrado en Ucrania, a pesar de que han transcurrido dos años de atrocidades, incluidas varias masacres perpetradas por las partes en conflicto.
En 2020, las tensiones entre el gobierno federal de Etiopía y las autoridades regionales de Tigray, el Frente de Liberación Popular de Tigray (FLPT), culminaron en un conflicto en esa región, en el cual las fuerzas regionales de Amhara y el Ejército de Eritrea prestaron su apoyo a las fuerzas armadas etíopes. Desde entonces, el gobierno ha restringido drásticamente el acceso de investigadores de derechos y periodistas independientes a las áreas afectadas por el conflicto, por lo que resulta difícil tomar conocimiento de los abusos a medida que se producen, incluso con la expansión del conflicto a las regiones vecinas de Amhara y Afar.
La ONU y gobiernos han condenado las ejecuciones sumarias, la violencia sexual generalizada y el saqueo, pero no han hecho mucho más que eso. Como consecuencia de una campaña de limpieza étnica contra la población tigray en Tigray Occidental, se produjeron numerosas muertes, hechos de violencia sexual, detenciones masivas y el desplazamiento forzado de miles de personas. El asedio que impuso el gobierno en la región de Tigray continuó durante todo 2022 e impidió a la población civil acceder a alimentos, medicamentos y asistencia humanitaria vital, además de servicios de electricidad, bancarios y de comunicación, lo que representa una violación del derecho internacional.
Los tres miembros africanos elegidos para integrar el Consejo de Seguridad de la ONU —Gabón, Ghana y Kenia— así como Rusia y China, han impedido incluso que se incluya a Etiopía en la agenda de debate formal, a pesar de que el consejo tiene como mandato mantener y restablecer la paz y la seguridad internacional.
Los gobiernos también han vacilado a la hora de adoptar sanciones específicas contra personas y entidades etíopes responsables de abusos. El escrutinio internacional ha recaído en cambio en el Consejo de Derechos Humanos, que renovó por escaso margen el mandato del mecanismo que creó en diciembre de 2021 para investigar y preservar las pruebas de abusos graves e identificar a los responsables. Sin embargo, las autoridades federales etíopes siguen empeñadas en obstaculizar su labor.
En noviembre, un proceso de paz de 10 días impulsado por la Unión Africana (UA) culminó con una tregua entre el gobierno federal etíope y las autoridades de Tigray. Esto ofrece una oportunidad para que otros estados asuman un papel de liderazgo en apoyo a soluciones que puedan interrumpir los ciclos letales de violencia e impunidad. Dado que los medios para lograr la rendición de cuentas interna son esquivos, se precisa de monitoreo internacional, así como de esfuerzos creíbles para conseguir que los responsables de abusos cometidos en tiempos de guerra respondan por sus actos.
Los principales partidarios del acuerdo y los observadores, entre ellos, la UA, la ONU y EE. UU., deberían dar una señal y mantener la presión para lograr que las organizaciones de investigación independientes puedan acceder a las áreas en conflicto y documentar y preservar las evidencias. Es necesario que la rendición de cuentas por estos delitos siga siendo una prioridad, a fin de que las víctimas y sus familias puedan obtener algún grado de justicia y reparación.
Mayor foco en Beijing
En octubre, el presidente chino Xi Jinping se aseguró un tercer mandato sin precedentes como líder del Partido Comunista Chino, constituyéndose así en “líder de por vida” y asegurando que continúe la hostilidad incesante del gobierno hacia las garantías de derechos humanos. Xi se ha rodeado de adeptos y redoblado las acciones para crear un estado de seguridad, profundizando las violaciones de derechos en todo el país.
En la región de Xinjiang, la detención masiva que ha llevado adelante Beijing de alrededor de un millón de uigures y otros musulmanes túrquicos —que son objeto de torturas, adoctrinamiento político y trabajos forzados— y las severas restricciones a los derechos de la población general a la libertad religiosa, la libertad de expresión y la cultura, se destacan por su gravedad, magnitud y crueldad. La ONU concluyó que las violaciones en Xinjiang podrían constituir crímenes de lesa humanidad, lo que coincide con los hallazgos de Human Rights Watch y otras organizaciones de derechos humanos.
El informe riguroso que elaboró la entonces Alta Comisionada para los derechos humanos de la ONU, Michelle Bachelet, basado en años de investigación y en documentos internos, leyes, políticas y declaraciones sobre políticas del gobierno chino, generó un importantísimo punto de referencia común a partir del cual deberían actuar los gobiernos. El hecho de que el informe se publicara solo en los últimos minutos del mandato de Bachelet es indicativo de la intensa presión ejercida por Beijing para que no viera la luz.
El informe propició una considerable movilización diplomática. Se presentó una resolución para abrir un debate sobre el informe ante el Consejo de Derechos Humanos, que no fue aceptada por apenas dos votos. Ese resultado fue el reflejo de la presión de Beijing sobre gobiernos como Indonesia —que manifestó que “no debemos cerrar nuestros ojos” al calvario que atraviesan los uigures y luego votó por “no”— así como su influencia sobre las acciones de aquellos Estados que se abstuvieron, como Argentina, India, México y Brasil. Sin embargo, los votos positivos de Somalia, Honduras y Paraguay, y el apoyo copatrocinado de Turquía y Albania, junto con 24 países mayormente occidentales, demuestra el potencial de forjar alianzas entre regiones y nuevas coaliciones para unirse y contrarrestar las expectativas de impunidad del gobierno chino.
La atención colectiva se ha enfocado en la precaria situación de Xinjiang en materia de derechos humanos, y esto ha llevado a Beijing a adoptar una postura defensiva. El gobierno chino está intensamente abocado a buscar pretextos para explicar su atroz comportamiento. El resultado alcanzado en Ginebra acentúa la responsabilidad de los líderes de la ONU de apoyar el informe y seguir monitoreando, documentando e informando acerca de la situación en Xinjiang y, más ampliamente, en China. Adoptar medidas menos significativas implicaría renunciar a un pilar fundamental de los derechos humanos que es la responsabilidad del sistema de la ONU de proteger a los musulmanes túrquicos en Xinjiang.
A su vez, a medida que crece el sentimiento de incomodidad por el ánimo represivo del gobierno chino, diversos gobiernos, incluidos Australia, Japón, Canadá, el Reino Unido, la Unión Europea y Estados Unidos, han procurado forjar alianzas en materia de comercio y seguridad con India, resguardándose tras su marca de “mayor democracia del mundo”. No obstante, el partido nacionalista hindú Bharatiya Janata al que pertenece el primer ministro Narendra Modi ha emulado muchos de los mismos abusos que permitieron al Estado chino, a través de la represión, afianzar su poder, y que incluyen la discriminación sistemática contra minorías religiosas, la represión del disenso pacífico y el uso de las tecnologías para suprimir la libre expresión.
Las concesiones aparentemente a la ligera que realizan los líderes mundiales en materia de derechos humanos, y que se plantean como el costo necesario de hacer negocios, no tienen en cuenta las implicaciones a largo plazo. Profundizar los lazos con el gobierno de Modi y soslayar su preocupante historial en materia de derechos humanos implica desperdiciar una posición de ventaja que permitiría proteger el valorado, pero cada vez más amenazado espacio cívico en el que se basa la democracia en la India.
El respeto por los derechos como fórmula para la estabilidad
Los autócratas se benefician proyectando una imagen ilusoria que los hace ver como actores indispensables para el mantenimiento de la estabilidad; lo cual, a su vez, parece justificar la opresión que ejercen y las violaciones generalizadas de derechos humanos que cometen para lograr ese objetivo.
Sin embargo, esta “estabilidad”, impulsada por la inagotable avidez de poder y control, infecta y erosiona todas las bases que se precisan para que una sociedad funcione bajo el Estado de derecho. El resultado es, a menudo, la corrupción, una economía quebrada y un poder judicial irremediablemente asociado a la política partidaria. Se desarticula completamente el espacio cívico esencial, con activistas y periodistas independientes encarcelados, ocultos o a merced de posibles represalias.
Las protestas que se prolongaron varios meses en Irán durante 2022 ponen de manifiesto las graves implicancias de cuando las autocracias creen que la represión puede ser un atajo para alcanzar la estabilidad. Surgieron protestas en todo el país como reacción tras la muerte en septiembre de Mahsa (Jina) Amini, una mujer iraní de origen kurdo, de 22 años, que había sido detenida por la “policía de la moral” por usar un “hiyab inadecuado”. No obstante, la protesta contra el uso obligatorio del hiyab es apenas el símbolo más visible de la represión. La nueva generación de manifestantes en todo el país hace eco de las frustraciones de generaciones pasadas: personas cansadas de vivir sin derechos fundamentales y de ser gobernadas por quienes desprecian insensiblemente el bienestar de su pueblo.
El reclamo de igualdad impulsado por mujeres y colegialas se ha transformado en un movimiento nacional popular contra un gobierno que les ha negado sistemáticamente sus derechos, ha llevado una mala administración económica y ha empujado a la población a la pobreza. Este reclamo evolucionó en protestas generalizadas contra el gobierno de Irán, el cual respondió en forma despiadada reprimiendo con fuerza excesiva y letal, a lo cual siguieron procesos judiciales que no son más que una farsa y condenas a muerte para quienes se atrevan a cuestionar la autoridad gubernamental. Las señales de que las autoridades podrían desarticular a la policía de la moral están muy lejos de la exigencia de que sean abolidas las leyes sobre el uso obligatorio del hiyab, y mucho menos de las reformas estructurales fundamentales que los manifestantes están exigiendo para que haya más rendición de cuentas por parte del gobierno.
La relación entre la impunidad por abusos y una gobernanza deficiente también se pone de manifiesto en otros ámbitos. La escasez de combustibles, alimentos y otros artículos esenciales, incluidos medicamentos, dieron lugar a protestas masivas en Sri Lanka, que obligaron a renunciar al primer ministro Mahinda Rajapaksa, y luego a su hermano, el presidente Gotabaya Rajapaksa. Lamentablemente, el hombre a quien el Parlamento eligió para reemplazarlos, Ranil Wickremasinghe, se ha desentendido de los compromisos con la justicia y la rendición de cuentas por violaciones aberrantes cometidas durante la guerra civil que atravesó el país, que se extendió durante 26 años y finalizó en 2009. El presidente Wickremasinghe, en lugar de centrarse en la crisis económica y asegurar la justicia social, reprimió las protestas, e incluso recurrió para esto a la tristemente célebre Ley de Prevención del Terrorismo con el fin de detener a activistas estudiantiles.
También se han producido grietas en las bases de países que parecían impenetrables. En noviembre, la frustración cada vez mayor por las estrictas medidas de confinamiento que se instrumentaron en Beijing como parte de su estrategia de “cero Covid”, se trasladó a las calles, y manifestantes de ciudades de todo el país repudiaron las medidas draconianas del Partido Comunista y, en algunos casos, el gobierno de Xi. Estas notables muestras de resistencia, encarnadas principalmente por personas jóvenes y mujeres jóvenes, demuestran que la aspiración de gozar de derechos humanos no puede eliminarse pese a los enormes recursos que el gobierno chino ha destinado a reprimirlos.
Es fácil celebrar la actitud de los manifestantes que llevan a las calles la lucha por los derechos humanos. Pero no podemos esperar que los manifestantes diagnostiquen los problemas —algo que hacen exponiéndose a un gran riesgo para sí y para sus familias— y que, por sí solos, hagan que rindan cuentas los responsables de las privaciones que han sufrido. Los gobiernos que respetan los derechos deben poner a disposición su fortaleza política y su atención para asegurar que se materialice el cambio —tan necesario— en el ámbito de los derechos humanos. Los gobiernos deben estar a la altura de sus responsabilidades globales en materia de derechos humanos, no limitarse a ponderarlas y adoptar una postura al respecto.
Como ejemplo, se puede señalar el caso de Sudán, cuya revolución popular, entre 2018 y 2019, cuestionó la estructura de poder abusiva que reprimió al país durante décadas. El gobierno cívico-militar de transición que condujo al país durante dos años fue saboteado por un golpe militar a fines de 2021, y puso el futuro del país en manos de autócratas y jefes militares sudaneses implicados en graves abusos, algunos de los cuales están volviendo a cometer actos de este tipo.
No obstante, en un contexto de represión brutal, persisten los comités de resistencia sudaneses, grupos civiles de carácter vecinal que promueven la democracia y que se formaron a partir de la revolución de 2018. Estos grupos insisten en que se lleve adelante una transición de carácter exclusivamente civil y pretenden que los responsables de abusos rindan cuentas por sus actos. En diciembre, varios actores políticos alcanzaron un acuerdo preliminar con los cabecillas del golpe militar, y pospusieron los debates sobre reformas en los sectores de justicia y seguridad hasta una etapa ulterior, pero manifestantes y grupos de víctimas han rechazado el acuerdo.
Para que Sudán avance hacia un futuro con mayor respeto por los derechos, las demandas de estos grupos, incluidos los reclamos de que haya justicia y termine la impunidad de quienes gobiernan, deben ser una prioridad para Estados Unidos, la ONU, la Unión Europea y los socios regionales al interactuar con los líderes militares de Sudán. Quienes perpetraron un golpe de Estado para acceder al poder no renunciarán a él si no hay factores de disuasión o costos económicos.
Del mismo modo, poner foco en las demandas de los millones de personas que ejercen presión para que se reconozcan los derechos humanos y haya un gobierno civil democrático en Myanmar sigue siendo fundamental para abordar la crisis persistente. En febrero de 2021, los militares en Myanmar llevaron a cabo un golpe de Estado y, desde ese momento, han reprimido con brutalidad la oposición generalizada. Durante dos años, la junta militar ha perpetrado abusos sistemáticos, incluidas ejecuciones extrajudiciales, torturas y violencia sexual que constituyen crímenes de lesa humanidad y crímenes de guerra.
La Asociación de Naciones de Asia Sudoriental (ASEAN) elaboró un “Consenso de Cinco Puntos”, negociado entre el bloque y la junta de Myanmar, para abordar la crisis que atraviesa el país. La iniciativa ha fracasado, y varios países de la ASEAN —entre los cuales se incluyen Malasia, Indonesia y Singapur— han reconocido la negativa de la junta a cumplir. Desde que se produjo el golpe, la ASEAN no ha permitido que representantes de la junta de Myanmar participen en las reuniones de alto nivel del bloque. Más allá de eso, la ASEAN ha ejercido una presión mínima sobre Myanmar, mientras otros gobiernos poderosos, incluidos los de Estados Unidos y el Reino Unido, se escudan en la deferencia regional para justificar sus propias acciones limitadas.
A fin de lograr un resultado diferente, la ASEAN debe adoptar un enfoque distinto. En septiembre, quien entonces era ministro de Asuntos Exteriores de Malasia, Saifuddin Abdullah, fue el primer funcionario de la ASEAN que se reunió abiertamente con representantes del Gobierno de Unidad Nacional de la oposición de Myanmar, formado por legisladores electos, representantes de minorías étnicas y activistas de la sociedad civil después del golpe. El bloque debería acompañar esta acción e incorporar en la interacción a representantes de la sociedad civil.
La ASEAN también debería intensificar la presión sobre Myanmar alineándose con los esfuerzos internacionales que buscan interrumpir los ingresos en divisas y la compra de armas por parte de la junta, lo cual, en última instancia, debilitaría a los militares de Myanmar. Como presidente de la ASEAN en 2023, Indonesia debería llevar adelante una revisión de los antecedentes de derechos humanos de la junta y su incumplimiento del Consenso de Cinco Puntos y considerar la posibilidad de suspender a Myanmar para reivindicar el compromiso del bloque con una “ASEAN orientada a las personas y centrada en ellas”.
Los derechos humanos pueden definir —y configurar— el rumbo a futuro
Un año más de reducción del espacio cívico real y virtual en todo el mundo obliga a reconocer que los ataques contra el sistema de derechos humanos se deben, en parte, a su eficacia, puesto que, al exponer los abusos y dar resonancia a las voces de sobrevivientes y de personas que están en riesgo, el movimiento por los derechos humanos hace que a los gobiernos abusivos les resulte más difícil conseguir sus objetivos.
En 2022, a seis semanas de la invasión a gran escala de Ucrania, las autoridades rusas cerraron de manera abrupta la oficina de Human Rights Watch en Moscú después de 30 años de operación continua, junto con las de más de una decena de organizaciones no gubernamentales extranjeras. Los cierres se concretaron tras una década de leyes y medidas represivas que el gobierno ruso adoptó para diezmar a la sociedad civil y forzar a cientos de activistas, periodistas, abogados de derechos humanos y otros críticos a exiliarse. El Kremlin ha llegado a medidas de ese calibre con el fin de aniquilar el disenso, ya que el disenso representa una amenaza. Y allí radica una verdad fundamental: quienes se empeñan en reprimir los derechos humanos muestran su debilidad, no su fortaleza.
Una y otra vez, los derechos humanos son una óptica poderosa a través de la cual podemos contemplar las amenazas más apremiantes que enfrentamos, como el cambio climático. Desde Pakistán hasta Nigeria, pasando por Australia, cada rincón del mundo enfrenta un ciclo casi ininterrumpido de eventos climáticos catastróficos que se intensificará debido al cambio climático, combinados con cambios más paulatinos, como el aumento del nivel del mar. Para expresarlo en términos simples, tenemos frente a nosotros el costo de la inacción de los gobiernos, el asedio constante de quienes más contaminan y el efecto que esto tiene sobre las comunidades, en las cuales quienes ya se encontraban en situaciones de marginación enfrentan las peores consecuencias.
El vínculo inquebrantable entre las personas y la naturaleza ha sido reconocido por la Asamblea General de la ONU, que el año pasado confirmó la universalidad del derecho humano a un medioambiente limpio, saludable y sostenible. Los efectos destructivos del cambio climático se intensifican en todo el mundo, y los funcionarios gubernamentales tienen el imperativo legal y moral de regular las industrias cuyos modelos de negocios son incompatibles con la protección de derechos básicos.
Para evitar los peores efectos del cambio climático y abordar el impacto que tiene sobre los derechos humanos en todas las etapas de sus operaciones, los gobiernos deben trabajar de manera urgente para implementar una transición justa orientada a eliminar gradualmente los combustibles fósiles y prevenir que los agronegocios continúen arrasando los bosques del mundo. Al mismo tiempo, los gobiernos deben actuar con premura defendiendo los derechos humanos en sus respuestas a condiciones climáticas extremas y cambios más paulatinos que ya son inevitables, protegiendo a las poblaciones que están expuestas a mayores riesgos, como pueblos indígenas, mujeres, niñas y niños, adultos mayores, personas con discapacidad y personas en situación de pobreza.
Muchas de estas comunidades también están encabezando las acciones para proteger sus modos de vida y sus hogares contra las extracciones de carbón, petróleo y gas que contaminan el agua que necesitan para cocinar, limpiar y consumir, y que dan como resultado el aumento del nivel del mar en torno a los territorios donde viven. Dar un papel preponderante a las comunidades y a los defensores ambientales que están en la primera línea es una de las maneras más potentes de oponer resistencia a las actividades corporativas y gubernamentales que dañan el medioambiente y proteger los ecosistemas de vital importancia que se necesitan para lidiar con la crisis climática.
Los defensores indígenas de la selva tienen un papel clave para la protección de la amazonia brasileña, un ecosistema que resulta esencial para ralentizar el avance del cambio climático mediante el almacenamiento de carbono. En lugar de brindarles apoyo, la administración del entonces presidente Jair Bolsonaro permitió la deforestación ilegal y debilitó la protección de los derechos de las comunidades indígenas. La destrucción ambiental masiva que tuvo lugar durante su mandato de cuatro años se dio en forma simultánea con graves violaciones de derechos, incluidos actos de violencia e intimidación contra las personas que intentaron detenerla.
El presidente recientemente electo de Brasil, Luiz Inácio Lula da Silva, se ha comprometido a reducir a cero la deforestación de la Amazonía y a defender los derechos de los pueblos indígenas. Durante sus dos mandatos anteriores, que se extendieron desde 2003 hasta 2010, la deforestación se redujo notablemente, pero su gobierno también promovió represas y otros proyectos de infraestructura con altos impactos ambientales y sociales en la Amazonía. La capacidad que demuestre el Presidente Lula para cumplir sus compromisos en materia climática y de derechos humanos resulta clave para Brasil y para el mundo.
Una renovada adhesión internacional a los derechos humanos
La magnitud, escala y frecuencia de las crisis de derechos humanos en todo el mundo señalan la urgencia con que se debe establecer una nueva configuración y modelo de acción. Analizar a través de la óptica de los derechos humanos los mayores desafíos y amenazas que se ciernen sobre el mundo moderno no solo revela las causas profundas de los trastornos, sino que también ofrece orientación sobre cómo abordarlas.
Todos los gobiernos tienen la obligación de proteger los derechos humanos y promover que sean respetados. Después de años de esfuerzos fragmentados y, a menudo, tibios, en favor de la población civil que se encuentra amenazada en lugares como Yemen, Afganistán y Sudán del Sur, la movilización mundial en torno a Ucrania nos lleva a reflexionar sobre el extraordinario potencial que se materializa cuando los gobiernos toman conciencia de sus responsabilidades de derechos humanos a escala mundial. Todos los gobiernos deberían abordar con el mismo espíritu de solidaridad la multiplicidad de crisis de derechos humanos que se manifiestan en todo el mundo, y no sólo cuando la situación esté alineada con sus intereses.