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Con los autócratas a la defensiva, ¿estarán los líderes democráticos a la altura de las circunstancias?

Manifestantes en Myanmar se reúnen con escudos caseros y equipos de protección para defenderse de las fuerzas de seguridad durante las violentas medidas de represión tras el golpe militar del 1 de febrero de 2021.

© 2021 Private

En la coyuntura actual, la opinión generalizada es que la autocracia está en ascenso y la democracia en retroceso. Esa visión se ve reforzada por la creciente represión contra voces opositoras en China, Rusia, Bielorrusia, Myanmar, Turquía, Tailandia, Egipto, Uganda, Sri Lanka, Bangladés, Venezuela y Nicaragua. También abonan esa teoría los golpes militares en Myanmar, Sudán, Malí y Guinea, así como los traspasos de poder antidemocráticos en Túnez y Chad. Y también se sustenta en el surgimiento de líderes con tendencias autocráticas en democracias que llegaron a estar consolidadas —o aún lo están— como Hungría, Polonia, Brasil, El Salvador, India, Filipinas y, hasta hace un año, Estados Unidos.

La tesis del ascenso de las autocracias resulta, a primera vista, convincente, pero detrás de ella existe una realidad bastante más compleja, y también un futuro más sombrío para los autócratas. A medida que las personas advierten que los gobernantes que no rinden cuentas privilegian sus intereses por sobre los de la población, el reclamo popular de una democracia que respete los derechos de las personas sigue siendo fuerte. En numerosos países, multitudes han tomado las calles en señal de protesta, incluso exponiéndose a que los detengan o les disparen. En cambio, son pocas las concentraciones que se manifiestan a favor de regímenes autocráticos.

En algunos países gobernados por autócratas que conservan al menos la apariencia de contar con elecciones democráticas, los partidos opositores han comenzado a dejar de lado sus diferencias políticas para construir alianzas en pos del objetivo común de derrocar a los autócratas. Y como a los autócratas ya no les basta con manipular sutilmente los procesos electorales para mantenerse en el poder, un grupo cada vez mayor está recurriendo a procesos que son, a las claras, una farsa electoral manifiesta que les garantiza el resultado deseado, pero no les confiere en absoluto la legitimidad que se busca al celebrar una elección.

Aun así, los autócratas están atravesando un buen momento, en parte debido a las fallas de los líderes democráticos. La democracia puede ser la forma menos mala de gobierno, como lo señalaba Winston Churchill, porque los electores pueden quitar su apoyo a un gobierno a través del voto; sin embargo, los líderes democráticos de la actualidad no están respondiendo a los desafíos que tienen frente a ellos. Ya se trate de la crisis climática, la pandemia de Covid-19, la pobreza y la desigualdad, la injusticia racial o las amenazas que plantea la tecnología moderna, estos líderes suelen estar demasiado enredados en batallas partidarias y preocupaciones cortoplacistas como para responder a estas cuestiones con eficacia. Algunos políticos populistas intentan desviar la atención con gestos de corte racista, sexista, xenófobo u homofóbico, con lo cual siguen sin aportar soluciones reales.

Si las democracias pretenden ganar la puja global con la autocracia, sus líderes tendrán que hacer algo más que limitarse a señalar las inevitables falencias de los autócratas. Deben plantear una defensa más enérgica y positiva de los sistemas de gobierno democráticos. Eso implica hacer un mejor trabajo en la respuesta a los desafíos nacionales y globales, y asegurarse de que la democracia efectivamente ofrezca los beneficios prometidos. Significa defender las instituciones democráticas, como tribunales independientes, medios de comunicación libres, legislaturas sólidas y un sector de la sociedad civil dinámico, incluso cuando eso conlleva un escrutinio incómodo de las políticas ejecutivas o incluso su cuestionamiento. Y esto exige jerarquizar el discurso público en lugar de atizar nuestros peores sentimientos, poner en práctica los principios democráticos en lugar de meramente expresarlos, y mantenernos unidos ante las amenazas inminentes en lugar de intentar dividirnos para conseguir perpetuarse en otro mandato que también estará signado por la inacción.

En la actualidad, la mayor parte del mundo recurre a los líderes democráticos para resolver los problemas más acuciantes. Los líderes chinos y rusos ni siquiera se molestaron en participar de la cumbre climática en Glasgow. Pero si los funcionarios democráticos siguen decepcionándonos, si no pueden ejercer el liderazgo visionario que requieren estos tiempos de tantas exigencias, corren el riesgo de profundizar la frustración y la desesperanza, que son tierra fértil para que penetren y se propaguen las ideas de la autocracia.

Los peligros de la autocracia sin rendición de cuentas

El primer objetivo de la mayoría de los autócratas es eliminar los controles y contrapesos que ponen limite a su autoridad. Una democracia que se precie exige no solamente elecciones periódicas, sino también un debate público libre, una sociedad civil saludable, partidos políticos competitivos y un poder judicial independiente capaz de defender los derechos individuales y de hacer que los funcionarios se atengan a la ley. Como si todos siguieran el mismo manual, los autócratas caen, indefectiblemente, en ataques a estos agentes que imponen limitaciones a su poder: periodistas independientes, activistas, jueces, políticos y defensores de derechos humanos. La importancia de estos frenos y contrapesos se puso de manifiesto en Estados Unidos, cuando impidieron que el presidente Donald Trump robara la elección de 2020, y en Brasil, donde ya están trabajando para evitar que se materialice la amenaza del presidente Jair Bolsonaro de hacer lo mismo en la elección programada para 2022.

La inexistencia de un proceso democrático permite que los autócratas eludan la responsabilidad de rendir cuentas ante el público. Eso hace que sean más proclives a impulsar sus propios intereses políticos y los de sus colaboradores o los militares que les brindan apoyo. Los autócratas sostienen que consiguen mejores resultados que los líderes democráticos, pero por lo general los logran más que nada en su propio beneficio.

La pandemia de Covid-19 puso en evidencia esta tendencia a favorecer los propios intereses. Numerosos líderes autocráticos restaron importancia a la pandemia, desoyeron las evidencias científicas, difundieron información falsa y no tomaron medidas básicas para proteger la salud y la vida de las personas. Sus motivaciones iban desde la búsqueda de complacencia populista hasta eludir las críticas por no haber hecho lo suficiente para impedir la propagación del virus o sostener los sistemas de protección social. A medida que comenzaron a aumentar los contagios y las muertes, algunos de esos líderes no dudaron en amenazar, silenciar o incluso detener a trabajadores sanitarios, periodistas y otras personas que denunciaron, protestaron o criticaron su respuesta fallida, y esto se tradujo en un vacío de debate público que exacerbó la desconfianza y agravó aún más la situación.

Este escenario se dio, con variaciones, en Egipto, India, Hungría, Grecia, Tayikistán, Brasil, México, Nicaragua, Venezuela y Tanzania durante el gobierno del presidente fallecido John Magufuli, y en Estados Unidos durante la administración Trump. Algunos autócratas utilizaron la pandemia como pretexto para impedir las manifestaciones contra su gobierno, mientras que, en otras oportunidades, permitieron que se realizaran actos a su favor; como ocurrió, por ejemplo, en Uganda, Rusia, Tailandia, Camboya y Cuba.

Incluso en China, donde los amplios confinamientos impuestos por el gobierno limitaron la propagación del Covid-19, el gobierno ocultó que existía transmisión humana en Wuhan durante las tres primeras semanas críticas de enero de 2020, mientras millones de personas huían de la ciudad o pasaban por ella, y esto contribuyó a que el virus llegara a ser un problema de proporciones mundiales. Hasta el día de hoy, Pekín se niega a colaborar con una investigación independiente sobre los orígenes del virus.

Con frecuencia, los autócratas también dedican recursos gubernamentales a proyectos que los favorecen personalmente, en lugar de atender las necesidades de la población. En Hungría, por ejemplo, el primer ministro Viktor Orban gastó subsidios de la Unión Europea en la construcción de estadios de fútbol, que utilizó como moneda de cambio por el apoyo recibido de sus adeptos, mientras que los hospitales siguen estando en condiciones deplorables. En Egipto, el presidente Abdel Fattah al-Sisi permitió que establecimientos de atención médica entraran en franco deterioro, mientras que el Ejército y sus variadas actividades lucrativas gozaban de un desarrollo pujante, y destinó recursos a proyectos tan ambiciosos como la construcción de una nueva capital administrativa al este de El Cairo. A medida que la economía rusa declinaba, el Kremlin incrementó el gasto vinculado a las fuerzas militares y policiales.

Paradójicamente, la capacidad de los autócratas para actuar con mayor rapidez, sin las limitaciones que imponen los frenos y contrapesos de la democracia, podría ser su propia condena. El debate libre que tiene lugar en los gobiernos democráticos puede retrasar la toma de decisiones, pero también asegura que se tengan en cuenta diversas perspectivas. Los autócratas tienden a suprimir las posturas opuestas, lo cual conduce a decisiones erradas, como la medida por la cual el presidente de Turquía Recep Tayyip Erdoğan redujo las tasas de interés frente al aumento desenfrenado de la inflación. El expresidente de Sri Lanka, Mahinda Rajapaksa, construyó un puerto con préstamos otorgados por China y aceleró demasiado el proceso de construcción, lo cual generó pérdidas económicas tan grandes que Pekín consiguió hacerse del control del puerto por 99 años. El crecimiento económico de la India aún no ha alcanzado una recuperación plena tras la abrupta decisión que tomó el primer ministro Narendra Modi de eliminar los billetes de alta denominación. La medida apuntaba a contener la corrupción que afecta a las personas más marginadas, cuya subsistencia depende predominantemente del dinero en efectivo.

A medida que el presidente chino Xi Jinping consolida su poder individual, debe abordar las dificultades de una economía que se debilita, una crisis de endeudamiento, la burbuja inmobiliaria, una fuerza laboral que se reduce por el envejecimiento de la población y serios problemas de inequidad; sin la oportunidad de que la ciudadanía del país mantenga un debate libre acerca de cuáles serían las posibles soluciones. Anteriormente, un régimen personalista similar condujo a la desastrosa Revolución Cultural y el Gran Salto Adelante, que cobraron la vida de millones de personas. Aun así, en lugar de alentar el debate público sobre cómo abordar los problemas de la actualidad, Xi está permitiendo que se cometan crímenes de lesa humanidad en Xinjiang, manipulando el sistema legal según sus intereses, llevando adelante una depuración de sus aliados políticos y extendiendo el estado de vigilancia a cada rincón del país. Ese mecanismo de toma de decisiones sin ningún cuestionamiento conduce, indefectiblemente, a errores que tienen consecuencias desastrosas.

El apoyo popular a las ideas de la democracia

Incluso cuando la vigilancia intrusiva y la severa represión acaban por frenar las manifestaciones, la gran cantidad de personas que participaron en ellas dejó ver que, en la población, está vivo el deseo de democracia. La represión puede dar lugar a la resignación, pero eso no debería confundirse con apoyo. Pocas personas anhelan vivir en el contexto de opresión, corrupción y mala gestión que caracteriza a los gobiernos autocráticos.

Muchos autócratas pensaron que habían aprendido a manipular a los votantes a través de elecciones “manejadas”. Esta modalidad consiste en que los autócratas permitan que esporádicamente haya elecciones, pero solo si, según sus cálculos, el terreno se encuentra lo suficientemente inclinado como para asegurarse el triunfo. Para ello, censuran a los medios, limitan el accionar de las organizaciones de la sociedad civil, inhabilitan a los opositores y otorgan beneficios del Estado aplicando criterios selectivos. Algunos han demonizado a grupos desfavorecidos —como inmigrantes y solicitantes de asilo, personas lesbianas, gais, bisexuales y transgénero (LGBT), minorías raciales o religiosas o mujeres que exigen que se respeten sus derechos— para que resulte menos notoria su incapacidad o su falta de interés por lograr resultados concretos. En muchos casos, esta manipulación resultó suficiente para declarar la “victoria”, pero no fue tan flagrante como para privar al acto de toda legitimidad.

No obstante, a medida que la corrupción y la mala gestión de los regímenes autocráticos se tornaron inocultables, algunos votantes se volvieron menos susceptibles a las técnicas de control de elecciones que emplean los autócratas. En algunos países en los cuales todavía se toleraba cierto grado de pluralismo político, han comenzado a formarse amplias coaliciones de partidos de todos los signos políticos. Estas alianzas reflejan que los partidos comienzan a entender que las diferencias se vuelven menos importantes cuando existe el objetivo común de sacar del poder a un gobernante corrupto o autocrático.

En la República Checa, una coalición con esas características se impuso en las urnas sobre el primer ministro Andrej Babiš. En Israel, una coalición amplia puso fin al dilatado gobierno del primer ministro Benjamin Netanyahu. De cara a las próximas elecciones, se han formado alianzas similares de partidos opositores, contra Orban en Hungría y Erdoğan en Turquía. Una tendencia similar que se configuró dentro del Partido Demócrata de Estados Unidos contribuyó a que Joe Biden fuera elegido para competir contra Trump en la elección de 2020.

Parodias electorales

En estas circunstancias, las elecciones manejadas se han vuelto menos eficaces y han obligado a los autócratas a recurrir a formas cada vez más crudas de manipulación electoral. En el caso de las elecciones parlamentarias de Rusia, las autoridades inhabilitaron prácticamente a todos los candidatos opositores que tenían posibilidad de ganar, prohibieron las protestas y silenciaron a los periodistas y activistas que vertían críticas al gobierno. Las autoridades rusas enviaron a prisión a la principal figura de la oposición, Alexei Navalny (después de casi haberlo matado con gas nervioso), designaron a sus organizaciones como “extremistas” y menoscabaron los esfuerzos de su equipo para organizar una estrategia de “voto inteligente” cuyo objetivo era seleccionar al candidato menos cuestionable que fuera opositor al partido gobernante.

En Hong Kong, donde un sistema de primarias informales que se implementó entre los candidatos democráticos arrojó resultados que podían implicar una derrota aplastante de los candidatos alineados con Pekín, el gobierno chino desmanteló por completo la modalidad de un país con dos sistemas e impuso una ley draconiana sobre “seguridad nacional” que, en la práctica, puso fin a las libertades políticas del territorio y permitió que solamente candidatos “patriotas” (en referencia a aquellos que apoyaban a Pekín) se postularan para cargos públicos. El gobierno de la primera ministra Sheikh Hasina de Bangladés dispuso el encarcelamiento, la desaparición forzada y la ejecución de miembros de la oposición política, y movilizó a las fuerzas de seguridad para intimidar a votantes y candidatos.

En Nicaragua, el presidente Daniel Ortega dispuso el encarcelamiento de todos los opositores más prominentes y de decenas de críticos del gobierno, y revocó la personería jurídica de los principales partidos de la oposición. El presidente bielorruso Alexander Lukashenko hizo lo mismo con sus principales oponentes, pero no pudo prever el enorme apoyo electoral que cosechó Sviatlana Tsikhanouskaya, quien reemplazó a su esposo como candidata y podría haber ganado la elección robada si no se hubiera visto obligada a escapar del país.

En Uganda, el presidente Yoweri Museveni se enfrentaba a un oponente joven, carismático y popular. Ante esto, decidió prohibirle que organizara concentraciones, y las fuerzas de seguridad atacaron con armas de fuego a las personas que lo apoyaban. Los religiosos que gobiernan Irán inhabilitaron a todos los candidatos, excepto a quienes son totalmente adeptos, para competir en las elecciones presidenciales. Las autoridades de Uzbekistán se negaron a registrar a partidos opositores, con lo cual se aseguraron de que no se presentara ningún obstáculo genuino a la continuidad del gobierno del presidente Shavkat Mirziyoyev. Los gobiernos de Camboya y de Tailandia disolvieron partidos opositores populares, y obligaron a representantes de espacios políticos contrarios a tener que exiliarse o ir a prisión.

Lo que queda cuando las elecciones se ven avasalladas de un modo tan obsceno ya no puede llamarse democracia manejada, sino más bien “democracia zombie”, los muertos andantes de la democracia, o una parodia que no tiene ninguna pretensión de ser una competencia libre y justa. Estos autócratas han pasado de la cooptación manipulada a gobernar mediante la represión y el temor. Algunos entienden esta opresión flagrante como prueba del ascenso del poder autocrático. Sin embargo, en los hechos suele representar todo lo contrario: es más bien un acto desesperado por parte de líderes dictatoriales que saben que ya no les queda ninguna posibilidad de sustentar su poder en el apoyo popular. Al parecer, esperan que esta simulación resulte menos provocativa que el rechazo liso y llano de la democracia; sin embargo, el costo es la pérdida de cualquier legitimidad que hayan pretendido obtener al aparentar que hubo un ejercicio electoral.

La búsqueda de aprobación internacional por parte de Pekín

En el caso del gobierno de China, estamos ante una variación de este tema. En el territorio continental, nunca ha permitido que se lleven a cabo elecciones. La Constitución impone la dictadura del Partido Comunista Chino y, en los últimos años, el gobierno ha afirmado, cada vez en mayor medida, la presunta superioridad de su sistema por sobre el desorden que implica la democracia. Pero el gobierno chino está dispuesto a llegar a límites insospechados con tal de evitar que esa afirmación se ponga a prueba.

En foros internacionales como el Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, los funcionarios chinos proclaman el crecimiento de su producto interno bruto como parámetro suficiente de la vigencia de los derechos humanos. Como era de esperar, se oponen a cualquier esfuerzo por evaluar la situación de los derechos civiles y políticos, como la detención de un millón de uigures y otros musulmanes túrquicos en Xinjiang para obligarlos a abandonar su religión, su cultura y su idioma. Y también rechazan cualquier crítica a sus políticas económicas y sociales que señale la desigualdad de derechos o la discriminación.

Para evitar ese tipo de análisis, Pekín despliega una amplia variedad de mecanismos de recompensas y castigos en sus relaciones internacionales. Entre las recompensas, se pueden mencionar la Iniciativa de la Franja y la Ruta, por valor de un billón de dólares, planteada como un programa de desarrollo de infraestructura que promueve un “destino común”. Sin embargo, se trata de un proyecto con un alto grado de opacidad que posibilita que líderes corruptos desvíen fondos y dejen a sus pueblos atrapados en niveles de endeudamiento insostenibles. Los castigos se pusieron de manifiesto en las represalias económicas que Pekín impuso a Australia por tener la audacia de pretender que se investigara, de manera independiente, cuáles fueron los orígenes del Covid-19, o la amenaza de Pekín de no entregar a Ucrania las vacunas contra el Covid a menos que el gobierno se retirara de una declaración gubernamental conjunta del Consejo de Derechos Humanos de la ONU que criticaba la persecución en Xinjiang. Sea impidiendo que países o empresas accedan al mercado chino o amenazando a miembros de la diáspora china o a los familiares que han quedado en su lugar de origen, Pekín ahora ha adoptado el hábito de extender la censura también a quienes plantean críticas a su gobierno desde el extranjero.

Pekín, especialmente, no desea someterse a un escrutinio irrestricto por parte de personas en toda China, y ese es el motivo por el cual censura (y, a menudo, detiene) a quienes lo critican dentro del país. Cuando el único territorio bajo su control que podía expresarse libremente —Hong Kong— demostró, a través de protestas masivas, su oposición al Partido Comunista, Pekín puso fin a esas libertades. Un temor similar a que se viertan opiniones internas sobre el gobierno puede observarse también en otros gobiernos dictatoriales y monárquicos que nunca han permitido siquiera que se realicen elecciones “manejadas”, como Cuba, Vietnam, Corea del Norte, Turkmenistán, Esuatini, Arabia Saudita y los Emiratos Árabes Unidos.

El poder a cualquier costo

En la lógica de los gobiernos autocráticos, algunos autócratas están tan decididos a aferrarse al poder que se muestran dispuestos a asumir el riesgo de una catástrofe humanitaria. El presidente sirio Bashar al-Assad encarna este accionar basado en cálculos despiadados, y ha llegado a tomar decisiones tan extremas como bombardear (con ayuda de Rusia) hospitales, escuelas, mercados y edificios de departamentos en áreas que estaban controladas por la oposición armada, lo cual provocó que partes del país quedaran absolutamente devastadas y sin población. También en Venezuela, Nicolás Maduro ha liderado el proceso que llevó al país a un deterioro extremo, con hiperinflación, una economía en ruinas y millones de personas que huyeron el país.

La junta militar de Myanmar y los talibanes en Afganistán parecen mostrar igual desprecio por el bienestar de la población. El gobierno de Etiopía manifestó la misma actitud al impulsar un conflicto que comenzó en la región de Tigray; y también lo hicieron las fuerzas militares de Sudán, aunque ahora simulan volver a compartir el gobierno con quienes defienden el régimen democrático. Los rescates que se espera que lleguen de otros países que rechazan la democracia —China, Rusia, Arabia Saudita o los Emiratos Árabes Unidos— rara vez son suficientes para evitar que los autócratas caigan en una espiral destructiva en la cual sus propios intereses se imponen por sobre los del pueblo.

En pocas palabras, el supuesto ascenso de los autócratas tiene muchos más matices de lo que suele pensarse. Sea que se enfrenten a manifestaciones populares en reclamo de democracia o a amplias coaliciones políticas que oponen resistencia a sus embates antidemocráticos, o que tengan dificultades para manejar las elecciones cuando se vuelve evidente que solo buscan satisfacer sus propios intereses, a menudo los autócratas se sienten atemorizados. Más allá del bullicio en torno al surgimiento de los autócratas, en realidad la suya no es una posición para envidiar.

Las democracias no están respondiendo a las necesidades de la población

Actualmente las democracias no tienen precisamente un historial ejemplar en lo que respecta a abordar los males que aquejan a la sociedad. Existe un amplio consenso acerca de que, en última instancia, las democracias tienen éxito o fracasan por el poder de su ejemplo, pero muy a menudo ese ejemplo ha sido decepcionante. Los líderes democráticos actuales no están a la altura de los desafíos que enfrenta el mundo.

Efectivamente, las democracias son desordenadas por naturaleza. La división de poderes inevitablemente ralentiza su ejercicio, pero ese es el precio que se debe pagar para evitar la tiranía, un reconocimiento que cala especialmente en el sistema de gobierno estadounidense. Sin embargo, las democracias de hoy en día están fallando de maneras que trascienden las limitaciones inherentes de los frenos y contrapesos democráticos. Ese desempeño decepcionante se da incluso pese a que el pluralismo de las democracias —sus medios de comunicación libres, las sociedades civiles activas y las legislaturas y los tribunales independientes— suele ejercer presión sobre los gobiernos para que aborden los problemas graves.

La crisis climática es una amenaza funesta y, sin embargo, los líderes democráticos solo están dando pasos muy limitados para resolver el problema, al parecer incapaces de dejar de lado perspectivas nacionales e intereses creados para tomar las importantes medidas que son necesarias. Las democracias respondieron a la pandemia desarrollando vacunas de ARN mensajero altamente efectivas con una rapidez notable, pero no garantizaron que esta invención vital llegara a las personas de los países con menores recursos, lo que dio lugar a infinidad de muertes innecesarias y aumentó la probabilidad de que surgieran variantes resistentes a las vacunas.

Algunos gobiernos democráticos tomaron medidas para mitigar las consecuencias económicas de los confinamientos que se establecieron para proteger la salud de las personas y frenar la propagación del Covid-19, pero todavía deben lidiar con el problema mayor y persistente de la pobreza y la desigualdad generalizadas, o crear sistemas adecuados de protección social para los próximos problemas económicos que sin duda surgirán. En las democracias se debate regularmente sobre las amenazas que representa la tecnología —la difusión del odio y la desinformación en las plataformas de redes sociales, la profunda invasión de nuestra privacidad como modelo económico, el avasallamiento que implican las nuevas herramientas de vigilancia y los sesgos tendenciosos de la inteligencia artificial—, pero solo se han dado pasos muy limitados para abordarlas.

Estos problemas son sin duda muy graves, pero tal como lo demuestra el debate sobre el clima, cuanto mayor es el problema, más evidente es que cada gobierno tiene la responsabilidad de contribuir a solucionarlo. Al reconocer esto, se abre la oportunidad de una rendición de cuentas más significativa; sin embargo, muchos líderes democráticos siguen esperando poder salir del paso con compromisos endebles que nadie les exigirá cumplir. Esta actitud de cautela difícilmente sea la receta para conseguir resultados eficaces.

A estas democracias tampoco les va mejor cuando actúan más allá de sus fronteras. Cuando deberían respaldar en forma sistemática a los líderes democráticos por encima de los autócratas, a menudo se rebajan a las concesiones propias de la realpolitik, donde el apoyo de los “amigos” autócratas —para restringir la migración, combatir el terrorismo o proteger la supuesta “estabilidad”— prevalece por sobre una defensa ejemplar de la democracia. Al-Sisi en Egipto y Museveni en Uganda son ejemplos de quienes más se han beneficiado con esta lógica desacertada.

Un criterio similar —en este caso, como contrapartida al gobierno chino— explica el silencio generalizado de los líderes democráticos ante la gestión cada vez más autocrática de Modi en la India. Estados Unidos, la Unión Europea, el Reino Unido, Canadá y Australia procuraron fortalecer los vínculos con la India en materia de seguridad, tecnología y comercio, haciendo alguna que otra alusión superficial a “valores democráticos compartidos” y sin pretensión alguna de exigir al gobierno de Modi que rinda cuentas por la represión de la sociedad civil y por no proteger a las minorías religiosas de ataques.

Las señales contradictorias de Biden

A diferencia de la aceptación activa de autócratas amistosos que mostró Trump mientras fue presidente de Estados Unidos, Biden asumió su mandato con la promesa de establecer una política exterior guiada por los derechos humanos. Sin embargo, continuó vendiendo armas a Egipto, Arabia Saudita, Emiratos Árabes Unidos e Israel a pesar de la represión persistente en esos países. Ante  la tendencia autocrática en América Central, Biden se enfocó principalmente en abordar esta cuestión en Nicaragua, un clásico rival, mientras que, en otros sitios, priorizó los esfuerzos orientados a reducir la migración, en lugar de la autocracia. La preocupación por la migración también llevó a Biden a tomar medidas poco enérgicas con respecto al presidente mexicano Andrés Manuel López Obrador, a pesar de sus ataques a los medios de comunicación y al poder judicial y su negacionismo con respecto al Covid.

En el ámbito de algunas cumbres clave, Biden pareció perder la voz cuando era necesario denunciar en forma pública graves violaciones de derechos humanos. Ocasionalmente, el Departamento de Estado de EE. UU. hizo declaraciones de repudio a la represión en algunos países y, en casos extremos, el gobierno de Biden impuso sanciones individuales a algunos funcionarios responsables. Sin embargo, con frecuencia faltó la voz influyente del presidente. Tras reunirse con el líder chino Xi, el líder ruso Vladimir Putin y el presidente turco Erdoğan, Biden manifestó que habían hablado sobre “derechos humanos”, pero dio pocas precisiones acerca de lo conversado o sobre las consecuencias que habría en caso de que continuara la represión. A los pueblos de esos países —que son los principales agentes de cambio y a quienes les habría ayudado tener un incentivo en estos momentos difíciles— no les quedó claro qué tipo de respaldo habían recibido.

La aceptación de instituciones internacionales por parte de Biden también ha sido selectiva, aun cuando su gestión implica una mejora considerable en comparación con los ataques de la era Trump. Durante la presidencia de Biden, el gobierno estadounidense se postuló con éxito a una vacante en el Consejo de Derechos Humanos de la ONU a la que Trump había renunciado, se reincorporó a la Organización Mundial de la Salud luego de que Trump decidiera abandonarla y se comprometió nuevamente con la lucha mundial contra el cambio climático tras la actitud despectiva con que Trump había abordado el tema.

Asimismo, Biden levantó las sanciones que había impuesto Trump a la fiscal de la Corte Penal Internacional. Sin embargo, mantuvo el rechazo del gobierno estadounidense ante la posibilidad de que la fiscal investigara torturas cometidas por Estados Unidos en Afganistán o los crímenes de guerra y los delitos de lesa humanidad israelíes en el Territorio Palestino Ocupado, pese a que tanto Afganistán como Palestina le han otorgado competencia a la corte sobre delitos cometidos en su territorio, y aun cuando ni el gobierno de Estados Unidos ni el gobierno israelí han llevado a cabo una persecución penal exhaustiva de estos delitos.

Selectividad europea

Otros líderes occidentales mostraron una debilidad similar en su defensa de la democracia. El gobierno de la excanciller alemana Angela Merkel contribuyó a organizar la condena mundial a los crímenes de lesa humanidad del gobierno chino en Xinjiang. Sin embargo, mientras presidió la Unión Europea, Alemania ayudó a fomentar un acuerdo de inversión de la UE con China, a pesar de que Pekín usaba a la comunidad uigur como mano de obra forzada. En lugar de plantear que se pusiera fin al trabajo forzado como condición para cerrar el acuerdo o incluso adoptar el tratado de la Organización Internacional del Trabajo que lo prohíbe, Merkel aceptó que Pekín se comprometiera a analizar si alguna vez se sumaría al tratado. Fue el Parlamento Europeo el que tuvo que rechazar el distanciamiento de ese principio.

El gobierno del presidente francés Emmanuel Macron también contribuyó a coordinar una amplia condena a la conducta de Pekín en Xinjiang, pero hizo caso omiso de la nefasta situación de los derechos humanos en Egipto. Bajo el gobierno de Al-Sisi, los egipcios están atravesando la peor represión en la historia moderna del país; no obstante, el gobierno francés continúa vendiéndole armas, y Macron incluso otorgó a Al-Sisi la más alta distinción de Francia, la Legión de Honor. De manera similar, Macron anunció una cuantiosa venta de armas a Emiratos Árabes Unidos, a pesar de su participación militar en incontables ataques ilegales contra civiles en Yemen, y se convirtió en el primer líder occidental en reunirse con el príncipe heredero saudita, Mohammed bin Salman, desde el homicidio del periodista independiente Jamal Khashoggi en 2018. Asimismo, el gobierno francés omitió referirse a las operaciones del gigante energético francés Total en Myanmar, pese a que los ingresos generados por sus actividades financiaron los crímenes de lesa humanidad de la Junta. 

La Unión Europea aún no ha ejercido su nueva facultad para condicionar los subsidios a gran escala destinados a Hungría y Polonia a que los líderes autocráticos de estos países respeten la democracia, los derechos humanos y el Estado de derecho. Ni siquiera dio el paso de declarar que dichos gobiernos estaban cometiendo un “incumplimiento grave” de los valores del Tratado de la UE luego de que se iniciara el procedimiento de escrutinio de ambos países en virtud del artículo 7 de ese tratado por sus ataques al sistema democrático. Cuando el gobierno polaco cerró la frontera a solicitantes de asilo que pasaban por Bielorrusia, se temió que esas medidas se convirtieran en la nueva excusa de la UE para pasar por alto las acciones del gobierno contra el poder judicial independiente y contra los derechos de mujeres y personas LGBT. Si no corrige el rumbo, la UE corre el riesgo de dejar de ser un club de democracias y convertirse en un mero bloque comercial.

De manera más general, algunos estados miembros abusaron progresivamente del requisito de unanimidad en cuestiones de política exterior de la Unión Europea para acallar y debilitar una respuesta colectiva firme, rápida y ejemplar por parte de la UE a las acciones represivas contra la democracia y los derechos humanos. Sin embargo, como nota positiva, una mayoría de miembros de la UE decidió actuar en conjunto como estados “con perspectivas afines”. Josep Borrell, Alto Representante de la Unión Europea para Asuntos Exteriores, también se mostró predispuesto a representar las posiciones establecidas de la UE por su propia cuenta y sin la aprobación de la totalidad de los miembros de la UE.

Incoherencia global

Fuera de Occidente, hay gobiernos que han realizado al menos alguna acción a favor de la democracia y en contra de golpes militares explícitos: la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático (ANSA) en el caso de Myanmar y la Unión Africana con respecto a Sudán, Guinea y Malí.

Sin embargo, no demostraron el mismo grado de interés en abordar violaciones endémicas de derechos por parte de líderes autocráticos de larga data, como los que gobiernan Vietnam, Camboya y Tailandia en Asia, o Ruanda, Uganda y Egipto en África. La Organización de los Estados Americanos ha planteado su oposición a las dictaduras de Maduro en Venezuela y de Ortega en Nicaragua, pero sigue dejando pasar las tendencias autocráticas de Bolsonaro en Brasil y del presidente Nayib Bukele en El Salvador. Sri Lanka enfrentó pocas presiones en reclamo de que se respeten los derechos cuando volvieron al poder los hermanos Rajapaksa, a pesar del extenso historial de crímenes de guerra que se cometieron bajo su liderazgo.

Gobiernos autoritarios de Medio Oriente, especialmente los de Arabia Saudita y Emiratos Árabes Unidos, brindaron respaldo financiero y de otro tipo para sostener al régimen represor de Egipto, celebraron el arrebato de poder por parte del presidente Kais Saied en Túnez y siguieron respaldando la política de tolerancia cero con el disenso en Bahréin. Irán continuó apoyando a Assad en Siria, a pesar de que bajo su autoridad se cometieron crímenes de lesa humanidad para desactivar la rebelión contra su gobierno. Emiratos Árabes Unidos, Turquía, Rusia y Egipto dotaron de armas a actores abusivos en Libia.

Por su parte, el gobierno ruso apoyó a políticos de extrema derecha en democracias occidentales, con la expectativa de deslegitimar a esas democracias y, de este modo, morigerar la presión que estas ejercen sobre el Kremlin para que respete el deseo de los rusos de mayor democracia.

La desilusión asociada con la ONU

El Secretario General de la ONU, António Guterres, mostró apenas un poco más de predisposición el año pasado a criticar a algunos gobiernos por las violaciones de derechos humanos que cometen, en lugar de limitarse a expresar advertencias generales de que se respeten los derechos, que no hacen que ningún gobierno se sienta presionado a cumplir. Sin embargo, Guterres mencionó principalmente a gobiernos débiles que ya eran considerados parias, como la Junta de Myanmar luego del golpe militar. Incluso después de asegurarse un segundo mandato y sin tener que preocuparse por la posibilidad de que China vetara sus aspiraciones, Guterres se negó a condenar públicamente los crímenes de lesa humanidad del gobierno chino en Xinjiang.

La Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, Michelle Bachelet, permitió que su imposibilidad de obtener acceso irrestricto a Xinjiang —el cual Pekín sigue sin otorgar tras años de negociaciones y que, probablemente nunca otorgará— se convirtiera en un pretexto para retrasar más de tres años la publicación de un informe sobre Xinjiang, y recurrió en cambio al monitoreo remoto del cual dependen habitualmente Human Rights Watch y muchos otros actores. A principios de diciembre, su portavoz señaló que esperaba que la evaluación se difundiera en las próximas semanas. Cuando eso ocurra, se intensificará la presión sobre los miembros del Consejo de Derechos Humanos de la ONU para que aborden los crímenes de lesa humanidad que comete el gobierno chino.

La importancia de estar a la altura de las circunstancias

El desenlace de la pugna entre autocracia y democracia sigue siendo incierto, y es mucho lo que hay en juego. Dado que los gobiernos que no rinden cuentas en general no responden adecuadamente a las necesidades de su población, los autócratas se muestran a la defensiva en un contexto en el que se multiplican las protestas populares, surgen coaliciones políticas democráticas amplias y las elecciones “manejadas”, a diferencia de las farsas electorales, ya no les aseguran los resultados buscados.

A pesar del amplio apoyo que tiene la democracia, su destino depende en gran medida de cuáles sean las acciones de los líderes democráticos. ¿Se ocuparán de abordar los inmensos desafíos a los que nos enfrentamos, jerarquizarán el debate público en vez de degradarlo y actuarán en forma consecuente con los principios democráticos y humanos que dicen defender, tanto en su país como en el extranjero? Ser el sistema de gobierno menos malo tal vez no sea suficiente en una situación en la que el desánimo público ante la incapacidad de los líderes democráticos de responder a los desafíos actuales lleva a la indiferencia pública por la democracia. La defensa de los derechos humanos exige no solo poner freno a la represión autocrática, sino también mejorar el liderazgo democrático.