Informe Anual 2003





Informe Anual 2003


(New York: Human Rights Watch, 2003)

COLOMBIA

La guerra interna de Colombia se intensificó después del 20 de febrero de 2002, tras el colapso de las conversaciones oficiales entre el gobierno y el grupo guerrillero más numeroso del país, que se habían prolongado durante tres años. Los grupos paramilitares, que operaban con la tolerancia y el apoyo frecuente de unidades de las fuerzas armadas colombianas, fueron implicados en masacres (definidas en Colombia como el asesinato de tres o más personas en un mismo tiempo y lugar), asesinatos selectivos y amenazas de muerte. Hubo numerosas y fundadas denuncias acerca de operaciones conjuntas entre militares y paramilitares y de que éstos compartían labores de inteligencia y propaganda, tales como la divulgación de llamamientos del ejército a los guerrilleros para que se entregaran. Los paramilitares continuaron movilizando libremente tropas uniformadas y fuertemente armadas ante instalaciones militares de toda Colombia.

El gobierno registró más enfrentamientos entre sus tropas y los paramilitares, y más detenciones de presuntos paramilitares, que en años anteriores. No obstante, los paramilitares parecían más numerosos y con más poderío militar que nunca. Afirmaron contar con más de 10.000 miembros armados y entrenados, una cifra que ni el gobierno ni otras fuentes rebatieron.

En julio, el líder paramilitar Carlos Castaño anunció la disolución de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), la alianza que dirigía. En septiembre, sin embargo, las AUC se habían reagrupado, aunque seguían atrapadas en conflictos internos por los beneficios del narcotráfico. Alcaldes, funcionarios municipales, gobernadores, grupos de derechos humanos, la Defensoría e incluso algunos destacamentos de la policía informaron regularmente a las autoridades competentes de evidentes amenazas paramilitares creíbles. Sin embargo, las fuerzas armadas sólo actuaron efectivamente en raras ocasiones para detener los avances paramilitares.

 

  Los grupos paramilitares, que operaban con la tolerancia y el apoyo frecuente de unidades de las fuerzas armadas colombianas, fueron implicados en masacres, asesinatos selectivos y amenazas de muerte.

Un ejemplo trágico fue el caso de Boyajá, Chocó, escenario de una de las peores matanzas de todo el conflicto colombiano. En abril, la Iglesia Católica y la Defensoría advirtieron a los comandantes de las fuerzas armadas y la policía sobre el movimiento de numerosos grupos de paramilitares a la largo del río Atrato, donde tienen bases la Séptima Brigada del Ejército y el Batallón Fluvial Nº 50 de Infantería de Marina, unidad dotada y entrenada por Estados Unidos. Las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo (FARC-EP), también presentes en la región, se enfrentaron el 1 de mayo a las fuerzas paramilitares. Durante el combate, los guerrilleros lanzaron al menos una bomba de cilindro de gas que hizo impacto en una iglesia que albergaba a personas desplazadas y mataron a 119 de ellas, incluidos 49 niños.

La oficina en Bogotá del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos (OACNUDH) concluyó que la guerrilla era directamente responsable de dichas muertes. Los investigadores de la ONU también criticaron que las fuerzas armadas hubieran hecho caso omiso de las informaciones sobre la presencia de paramilitares en la zona ni organizado una operación para capturarlos. Los investigadores recibieron información contrastada indicando que, después del enfrentamiento, los soldados se reunieron con un comandante paramilitar cuyas fuerzas permanecieron en el área a pesar de la presencia militar. El 9 de julio, la Procuraduría inició una investigación sobre la actuación de los comandantes de algunas unidades de las fuerzas de seguridad de la región, entre ellos el Mayor General Leonel Gómez Estrada, Comandante de la Primera División del Ejército, y el Brigadier General Mario Montoya, Comandante de la Cuarta Brigada. En mayo, tres de los generales investigados adoptaron la inquietante medida de presentar una querella por injurias contra el Padre Jesús Albeiro Parra Solís, sacerdote que había contribuido a despertar la alarma por la presencia paramilitar.

Incluso teniendo orden de hacerlo, rara vez las autoridades detuvieron a líderes paramilitares. Cuando se redactaba este informe, por ejemplo, la Fiscalía General tenía al menos 26 órdenes de detención pendientes contra Castaño. Además, los tribunales colombianos le habían condenado tres veces en rebeldía, una de ellas por el asesinato en 1990 del candidato presidencial Bernardo Jaramillo.

Las masacres, utilizadas tradicionalmente por los paramilitares para sembrar el terror, fueron menos numerosas que en 2001, pero esto obedece aparentemente a un cambio de táctica paramilitar más que a una disminución general de la violencia. Testigos, eclesiásticos y observadores municipales, entre otros, describieron a Human Rights Watch cómo los paramilitares capturan a grupos numerosos de personas, a las que matan de forma individual para evitar la publicidad resultante de las masacres. Como señaló la oficina del OACNUDH en marzo: "Los grupos paramilitares adoptaron también, al atacar a la población civil, una modalidad menos impactante que la de las masacres, realizando numerosas ejecuciones individuales. La Oficina tuvo conocimiento de casos en que los paramilitares, después de escoger a sus víctimas entre un conjunto numeroso de personas aprehendidas, las mataron individualmente o en pequeños grupos, dejando sus cadáveres esparcidos en diferentes lugares".

El Presidente Álvaro Uribe Vélez, elegido en mayo por una mayoría sin precedentes del 53 por ciento de los votos, impuso inmediatamente varias medidas de emergencia para afrontar la violencia política. Algunas de ellas debilitaron la capacidad de las instituciones del Estado para vigilar e investigar las violaciones de los derechos humanos, y autorizaron a las fuerzas de seguridad, en determinadas circunstancias, a practicar detenciones y escuchas telefónicas sin orden judicial. Otra de dichas medidas permitió al poder ejecutivo establecer un control militar de grandes áreas y restringir el movimiento de civiles y la entrada de extranjeros al país, incluidos los periodistas de medios internacionales. En septiembre, el gobierno de Uribe anunció que se habían establecido "zonas de rehabilitación y consolidación", con libertades restringidas, en un territorio con más de un millón de residentes ocupado por 27 municipios de los departamentos de Bolívar, Sucre y Arauca.

Fernando Londoño, que encabezaba el nuevo ministerio conjunto de interior y justicia, declaró en el Congreso de Colombia que pretendía hacer "permanentes" estas medidas de emergencia, lo que despertó el temor a que el país regresara a la situación de décadas anteriores, cuando los presidentes mantenían al país en un estado de sitio casi constante y los agentes del Estado violaban habitualmente los derechos humanos.

De acuerdo con lo previsto, el Presidente Uribe empezó a reclutar a un millón de confidentes civiles a cambio de dinero. A mediados de septiembre, el ejército confirmó que había pagado más de 340.000 dólares a cambio de información para la captura de miembros de grupos armados ilegales. Además, el Presidente Uribe autorizó al ejército a reclutar una fuerza de 15.000 campesinos para combatir en sus regiones de origen junto con las tropas regulares. Ambas estrategias suscitaron serias dudas sobre la capacidad del gobierno para garantizar que tanto los informantes y como los nuevos reclutas no procedieran de grupos paramilitares, que ya venían colaborando con algunas unidades militares aunque sin una relación "legal". Amenazaba así con repetirse la trágica historia de los años ochenta, cuando leyes similares unidas a la falta de supervisión provocaron terribles violaciones de los derechos humanos.

El enjuiciamiento penal de los responsables de crímenes contra los derechos humanos se deterioró claramente cuando el Fiscal General Luis Camilo Osorio, que ocupó el cargo a mediados de 2001, debilitó o desvió el curso de procesos importantes. Su hostilidad frente a las investigaciones por violación de los derechos humanos quedó sobre todo de manifiesto cuando purgó su departamento de fiscales e investigadores dispuestos a perseguir dichos casos.

En abril de 2002, siete fiscales de la Unidad de Derechos Humanos de la Fiscalía General y un miembro del Cuerpo Técnico de Investigaciones (CTI) recibieron graves y probadas amenazas relacionadas con su trabajo en casos destacados. El Fiscal General Osorio no adoptó ninguna medida para proteger a estos funcionarios, lo que les llevó a solicitar medidas cautelares a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH). Docenas de fiscales e investigadores renunciaron a su puesto o huyeron de Colombia. El 1 de noviembre, después de que el gobierno español extraditara a Colombia Carlos Arturo Marulanda, ex embajador colombiano ante la Unión Europea acusado de apoyar a grupos paramilitares, la Fiscalía General retiró los cargos más graves contra él y ordenó su puesta en libertad. En su informe anual, la oficina del OACNUDH dijo que la actuación de Osorio concitaba "serios temores en cuanto a las perspectivas de fortalecimiento y compromiso institucional en materia de lucha contra la impunidad [y]… la independencia y autonomía de los fiscales en relación con investigaciones sobre violaciones a los derechos humanos, en particular, aquellas vinculadas a grupos paramilitares y a servidores públicos".

Según el departamento de planificación nacional de Colombia, el número de integrantes de grupos armados ilegales volvió a aumentar en 2002. Además de los paramilitares, había más de 21.000 guerrilleros, la mayoría de ellos pertenecientes a las FARC-EP. Este grupo, el Ejército de Liberación Nacional (ELN) y las AUC reclutaron activamente a niños, a los que castigaban severamente o incluso mataban si intentaban dejar sus filas.

Las FARC-EP aumentaron los ataques contra civiles, entre ellos cientos de alcaldes y funcionarios locales. "Nuestra consigna es no dejar funcionar a los representantes del Estado en ninguno de los departamentos", anunciaron los guerrilleros en junio. El 5 de junio, pistoleros de las FARC-EP asesinaron al alcalde de Solita, en el departamento sureño de Caquetá, y el 7 de agosto, cuando el Presidente Uribe juró su cargo, la guerrilla lanzó un ataque con mortero y explosivos contra Bogotá, la capital del país, y mató al menos a 19 transeúntes.

 

  Las FARC-EP aumentaron los ataques contra civiles, entre ellos cientos de alcaldes y funcionarios locales

En varias regiones, los paramilitares tenían el control de las ciudades mientras que la guerrilla controlaba el campo, por lo que los desplazamientos por dichas zonas eran sumamente arriesgados. En los retenes de carretera, los combatientes armados exigían ver las cédulas de identidad de todos los viajeros y residir en una zona controlada por el enemigo podía constituir una sentencia a muerte.

Los grupos armados ejecutaron extrajudicialmente a quienes consideraron sus enemigos y, en ocasiones, a los que simplemente se saltaron sus reglas. Por ejemplo, en julio cerca de Dabeiba, Antioquia, las FARC-EP ejecutaron presuntamente a Bertulfo Domicó Domicó, líder de la comunidad indígena emberá, por violar las normas locales sobre desplazamientos. Los paramilitares también atacaron a los líderes indígenas y ordenaron presuntamente el asesinato de tres de ellos en agosto, cerca del pueblo de La Hormiga, Putumayo.

En algunas zonas, la guerrilla impuso reglas con respecto a la longitud del cabello y la vestimenta, tales como prohibir a las muchachas y las mujeres de los barrios pobres de Medellín que enseñaran el ombligo. En Barrancabermeja, Santander, los paramilitares castigaron al parecer a los jóvenes que incumplieron reglas similares con azotes, atándoles a postes en lugares públicos durante más de 24 horas y afeitándoles el rostro y la cabeza.

Los guerrilleros utilizaron el secuestro para presionar políticamente y obtener dinero. En el momento de escribir este informe, la candidata presidencial Ingrid Betancourt, secuestrada en febrero de 2002, seguía en manos de las FARC-EP junto con el gobernador de Antioquia; el ex gobernador de Meta; un ex ministro de defensa; Monseñor Jorge Enrique Jiménez Carvajal, obispo colombiano que preside la Conferencia Episcopal Latinoamericana (CELAM), y cientos de colombianos retenidos a cambio de un rescate. Entre las víctimas se encontraban niños de hasta tres años de edad, como un niña secuestrada el 18 de julio para obligar a su padre a renunciar a una alcaldía. (Había presentado su dimisión antes del secuestro de la niña, pero el gobierno no había querido aceptarla.) Según País Libre, una organización no gubernamental que reúne información sobre secuestros, la guerrilla fue responsable del 58 por ciento de los 2.253 secuestros registrados en los primeros nueve meses de 2002, una proporción comparable a la del año anterior. Los paramilitares estuvieron implicados en el seis por ciento de los secuestros.

Durante los primeros diez meses de 2002, las FARC-EP emplearon bombas de cilindros de gas en más de 40 ataques contra ciudades y pueblos, que causaron víctimas mayoritariamente civiles. El empleo de este armamento en áreas de población civil constituyó una flagrante violación del derecho internacional y demostró el desprecio de las FARC-EP a las normas más fundamentales del respeto a la vida humana.

Según la Consultoría para los Derechos Humanos y el Desplazamiento (CODHES), más de 200.000 colombianos fueros desplazados por la fuerza en los primeros ocho meses de 2002, la mayoría por los paramilitares. Además, según la Organización Internacional para las Migraciones, al menos 1,2 millones de colombianos han salido para siempre de su país durante los últimos cinco años. Tan sólo en 2001, 23.000 refugiados colombianos pidieron asilo en otros países según el Comité de Estados Unidos para los Refugiados (U.S. Committee for Refugees).

La CODHES constató un drástico aumento del desplazamiento forzado provocado por las FARC-EP. En un caso trágico, la Defensoría informó de que las FARC-EP habían obligado a un millar de residentes de la aldea ribereña de Puerto Alvira, Meta, a abandonar sus casas en julio para utilizarlos como escudo humanos frente a las fuerzas gubernamentales, violando el derecho humanitario. El Defensor del Pueblo, Eduardo Cifuentes, dijo que se trataba de un "hecho sin precedentes" y que los investigadores habían descubierto que la guerrilla había saqueado las casas y las tiendas.

El 5 de agosto, Colombia se convirtió en el 77º país que ratificaba el Estatuto de Roma para la Corte Penal Internacional (CPI). Sin embargo, antes de dejar el cargo y en coordinación con el nuevo Presidente Uribe, Pastrana invocó el artículo 124 del Estatuto, según el cual un Estado Parte puede retrasar durante un plazo de hasta siete años la competencia de la CPI sobre los crímenes de guerra cometidos por uno de sus ciudadanos o en su territorio nacional. Los grupos rebeldes y las fuerzas paramilitares, así como los oficiales militares que colaboraban con éstas, cometían habitualmente este tipo de crímenes. La invocación del artículo 124 no se hizo pública cuando Colombia ratificó el Estatuto ni se debatió en la Asamblea Nacional.

La defensa de los derechos humanos

Los ataques contra defensores de los derechos humanos siguieron siendo habituales, especialmente en las áreas rurales y los pueblos pequeños. En los primeros 11 meses de 2002, se registraron 16 asesinatos de activistas pro derechos humanos, y la mayoría de los responsables no habían sido identificados en el momento de escribir este informe. Además, la mayoría de los ataques cometidos durante la década anterior seguían impunes. Una iniciativa oficial, mediante un comité especial interministerial, dando dos años para resolver casos pendientes, como los asesinatos de defensores de los derechos humanos, no había arrojado resultados.

Una de las víctimas de 2002 fue José Rusbell Lara, miembro del Comité de Derechos Humanos "Joel Sierra", en el departamento de Arauca, una de las áreas más violentas de Colombia. Tras visitar Colombia en julio, la CIDH dictó medidas cautelares pidiendo a las autoridades colombianas que protegieran a los miembros de este Comité. Sin embargo, no se adoptaron medidas efectivas y Rusbell murió a causa de los disparos de presuntos paramilitares el 8 de noviembre.

Una novedad preocupante fue que los líderes religiosos que se manifestaron en favor de la paz y los derechos humanos o criticaron los abusos fueran atacados por ambas partes, con frecuencia durante la celebración de misas o asambleas. Por ejemplo, se atribuyó a la guerrilla la muerte de dos pastores protestantes asesinados cuando celebraban un servicio en un salón cercano a San Vicente del Caguán, Caquetá, capital extraoficial de la zona de despeje cedida a la guerrilla para las conversaciones de paz. José Vicente Flórez, un miembro de la Iglesia Pentecostal Unida, fue asesinado a tiros el 14 de julio; Abel Ruiz, otro pastor pentecostal, murió de la misma manera y en el mismo lugar dos semanas después. El 16 de marzo, un sicario mató al Arzobispo de Cali, Isaías Duarte Cancino, que se había manifestado con frecuencia en contra de la corrupción. En los primeros once meses de 2002, otros once sacerdotes, una monja y 18 pastores protestantes fueron asesinados en Colombia, cerrando el período más sangriento para los religiosos de la historia reciente del país.

Las amenazas contra los defensores de los derechos humanos fueron graves y adoptaron la forma de llamadas telefónicas amenazantes, invitaciones al funeral del propio activista y una vigilancia ostensible por parte de hombres armados. Un objetivo frecuente de las amenazas fue el Colectivo de Abogados "José Alvear Restrepo", que representaba a víctimas de abusos contra los derechos humanos, entre ellos el sindicalista y representante a la cámara Wilson Borja. Antes de su elección a la Cámara Baja, Borja había sobrevivido un intento de asesinato en 2000. Las pruebas recopiladas desde entonces indican la participación de varios agentes en el servicio activo o retirados de las fuerzas de seguridad que colaboraban con grupos paramilitares. En mayo, apareció el nombre del colectivo en afiches distribuidos por la Universidad Nacional de Bogotá, la más grande de Colombia, en los que se le acusaba de participar en una "abierta persecución" contra el ejército y de representar a una "organización narcoterrorista" dirigida por la guerrilla.

Hubo indicios constantes de que el servicio de inteligencia militar, que tenía archivados los nombres de los defensores de los derechos humanos, asociaba el trabajo de estos activistas con simpatías por la guerrilla. El 16 de agosto, soldados de la Tercera Brigada, con sede en Cali, registraron la casa de Jesús Antonio González Luna, director de derechos humanos de la Central Unificada de Trabajadores (CUT), la principal federación sindical de Colombia, presuntamente en busca de propaganda guerrillera. Sirviéndose de la nueva autoridad que les conferían las medidas de emergencia del Presidente Uribe, el 25 de octubre, las fuerzas de seguridad allanaron, sin la presencia de agentes judiciales, la oficina de Bogotá de la Asamblea Permanente de la Sociedad Civil por la Paz, una organización sin fines de lucro dedicada a promover la paz.

El año 2002 fue especialmente devastador para los sindicalistas. Según la Escuela Nacional Sindical (ENS), 146 sindicalistas fueron asesinados en los primeros diez meses del año, superando la cifra del mismo período de 2001. La ENS atribuyó la mayoría de las muertes a los paramilitares, pero constató un aumento alarmante de los atentados cometidos por las FARC-EP, consideradas responsables de al menos 19 asesinatos. Siete de ellos se produjeron en una masacre guerrillera del 26 de abril en una finca cercana a Apartadó, Antioquia, el departamento más peligroso, con diferencia, para la actividad sindical.

La Asociación de Familiares de los Detenidos y Desaparecidos (ASFADDES) también denunció constantes amenazas. El 10 de julio, unos hombres que se identificaron como investigadores policiales intentaron introducirse sin éxito en la oficina de la ASFADDES en Bogotá. A este incidente le siguieron muchos otros en los que miembros de la asociación recibieron llamadas telefónicas amenazantes o se dieron cuenta de que los estaban siguiendo. Yolanda Becerra, directora de una organización de mujeres en Barrancabermeja, también denunció las amenazas hechas muy probablemente por grupos paramilitares. La CIDH dictó medidas cautelares para ambas organizaciones.

Las víctimas potenciales siguieron siendo sumamente vulnerables y los programas oficiales para protegerlas siguieron padeciendo una dramática carencia de fondos y una mala gestión. El 25 de enero, por ejemplo, dos hombres fuertemente armados mataron a tiros a Ángel Riveros Chaparro, líder de una organización campesina local. Chaparro era testigo de los hechos ocurridos en 1998 en Santo Domingo, donde un helicóptero de la fuerza aérea había disparado presuntamente un proyectil contra civiles y matado a 19, entre ellos siete niños. El caso continuaba paralizado en los tribunales militares colombianos.

El gobierno invirtió en medidas de protección más que en años anteriores. Una serie de organismos, entre ellos la Policía Nacional de Colombia y el Ministerio del Interior, adoptaron medidas para proteger a los defensores de los derechos humanos, tales como la provisión de guardaespaldas y escolta policial. No obstante, estas iniciativas carecieron de fondos y se concentraron en las grandes ciudades, lo que implicó que los activistas pro derechos humanos de otras zonas siguieran expuestos al peligro.

La oficina del OACNUDH expresó su preocupación por la falta de recursos de instituciones fundamentales, entre ellas la Defensoría del Pueblo y el programa de protección de testigos de la Fiscalía General. También se puso claramente de manifiesto que los fiscales y los investigadores encargados de casos en materia de derechos humanos eran sumamente vulnerables. En la nueva delegación de la Unidad de Derechos Humanos en Medellín, por ejemplo, los fiscales sufrieron la sobrecarga de casos, la falta de medios, la carencia de fondos para viajes y la tensión constante derivada de las propias investigaciones, relacionadas frecuentemente con las personas más despiadadas y peligrosas de Colombia.

El papel de la comunidad internacional

Los miembros de la comunidad internacional, por separado, en alianzas nacionales o a través de la Unión Europea y las Naciones Unidas, continuaron desempeñando un papel fundamental y a veces muy controvertido en Colombia. Una de las contribuciones más destacadas se produjo en enero y febrero, cuando el gobierno intentó salvar las conversaciones de paz con las FARC-EP, que finalmente fracasaron. Junto con el representante de la ONU James LeMoyne, los embajadores de Canadá, Cuba, España, Francia, Italia, México, Noruega, Suecia y Suiza pasaron muchos días en la zona de despeje intentando facilitar los esfuerzos negociadores de los representantes del gobierno y la guerrilla.

La Organización de las Naciones Unidas

La oficina del OACNUDH mantuvo un papel destacado y siguió cumpliendo una función importante en la documentación de los abusos cometidos por todas las partes. También ofreció asistencia técnica y ayuda de otro tipo al gobierno colombiano para la mejora de la protección de los derechos humanos y la formación en materia de derechos humanos y derecho internacional humanitario para fiscales, investigadores de la Procuraduría y miembros de las fuerzas de seguridad.

Anders Kompass, jefe de la oficina del OACNUDH en Bogotá, completó tres años en el cargo y fue sustituido en octubre por el diplomático sueco Michael Fruhling. Hubo momentos de gran tensión entre esta oficina y el gobierno. En mayo, después de que los investigadores de la ONU invitados por el gobierno a visitar Boyajá cuestionaron el papel de las fuerzas de seguridad en los hechos, el General Mario Montoya acusó a la ONU de propagar informes "infundados" y no ayudar a restaurar la estabilidad en la zona.

La Relatora Especial de la ONU sobre la violencia contra la mujer, Radica Coomaraswamy, visitó Colombia en noviembre de 2001. Coomaraswamy subrayó sus preocupaciones por la violencia sexual contra mujeres por grupos armados ilegales y la terrible situación de los desplazados internos, la mayoría de los cuales son mujeres y niños.

La Unión Europea

Cuando fracasaron las conversaciones de paz, la Unión Europea adoptó una postura significativamente más dura con respecto a las FARC-EP. En junio, tras un prolongado debate, la Unión Europea incluyó este grupo en su lista negra de organizaciones "terroristas", en parte por las pruebas de que la guerrilla había empleado la zona de despeje para entrenar a combatientes y fabricar armas y explosivos.

Tres miembros del Ejército Republicano Irlandés, detenidos en 2001, seguían recluidos en Colombia acusados de entrenar a las FARC-EP en el empleo de explosivos sofisticados.

Estados Unidos

Estados Unidos continuó desempeñando un papel central en Colombia por ser tanto el principal comprador de narcóticos ilegales producidos en Colombia y utilizados por los grupos armados para financiar la guerra, como el principal proveedor de ayuda militar al gobierno de Colombia. En 2002, el gobierno estadounidense entregó ayuda militar por valor de 374 millones de dólares a Colombia y adoptó la novedosa decisión de levantar las restricciones que impedían a las fuerzas de seguridad utilizar los fondos para combatir a los grupos armados ilegales. Con esta medida se anulaba el antiguo requisito de que los fondos sólo se aplicaran en actividades antinarcóticos. Según informes del gobierno, el 13 de septiembre había 138 militares y 250 civiles estadounidenses contratados individualmente de manera temporal o permanente en Colombia.

Las leyes sobre la ayuda incluían condiciones en materia de derechos humanos que obligaban a Colombia a adoptar medidas eficaces para romper los lazos con los grupos paramilitares, suspender del servicio a los oficiales implicados en graves violaciones de los derechos humanos y cooperar con las autoridades civiles en el enjuiciamiento de los presuntos responsables. En las revisiones anuales previstas por la ley, Human Rights Watch y otras dos organizaciones de derechos humanos demostraron que Colombia había incumplido estas condiciones. El Departamento de Estado presionó a Colombia para que hiciera avances y Estados Unidos suspendió la asistencia militar durante varias semanas para reforzar la presión. Sin embargo, el 1 de mayo, el Secretario de Estado Colin Powell certificó finalmente que Colombia había cumplido las condiciones, liberando el 60 por ciento de los fondos disponibles. Esta decisión envió un mensaje contraproducente a las autoridades colombianas, y especialmente a las fuerzas armadas, insinuando que los derechos humanos eran menos importantes que la capacidad para librar una guerra sin limitaciones.

A finales de agosto, los grupos de derechos humanos participaron en una segunda ronda de reuniones con el Departamento de Estado en relación con la certificación para liberar el 40 por ciento restante de la ayuda militar. Human Rights Watch volvió a demostrar que Colombia no había cumplido ni una sola de las condiciones y describió retrocesos inquietantes en materia de derechos humanos desde la certificación del 1 de mayo. No obstante, el Subsecretario de Estado Richard Armitage certificó a favor de Colombia por segunda vez el 9 de septiembre.

Mientras se debatía la segunda certificación, los paramilitares acusaron al ejército colombiano de intentar demostrar su cumplimiento de las condiciones mediante el asesinato de 24 combatientes de las AUC, durante una presunta emboscada ocurrida el 9 de agosto en Segovia, Antioquia. El líder de las AUC calificó los hechos de "crimen de guerra" y afirmó que los soldados habían detenido, desarmado y después ejecutado a sus hombres. El ejército negó la acusación, pero los funcionarios de la Procuraduría General descubrieron que los soldados habían alterado considerablemente la escena del incidente antes de la llegada de investigadores civiles, lo que despertó dudas sobre la actuación militar.

En un planteamiento más positivo, los funcionarios de Estados Unidos insistieron constantemente en la necesidad de perseguir con el mismo ahínco a paramilitares y guerrilleros. El 24 de septiembre, el Fiscal General John Ashcroft anunció que el Departamento de Justicia había solicitado la extradición de Castaño y de Salvatore Mancuso, otro dirigente de las AUC, acusados de narcotráfico, una decisión que prometía nuevos tumultos antes de final de año. El Departamento de Estado suspendió la visa de entrada en Estados Unidos al Almirante Rodrigo Quiñones, implicado en una serie de graves violaciones de los derechos humanos que se remontan a 1991. Además, el Congreso autorizó el empleo de la asistencia militar estadounidense para la creación de una unidad especial de las fuerzas armadas colombianas encargada de la persecución de líderes paramilitares.

Los funcionarios del Departamento de Justicia administraron un programa dotado con 25 millones de dólares para fortalecer la capacidad de la Unidad de Derechos Humanos de la Fiscalía General. Un elemento clave del programa era el establecimiento de 11 delegaciones fuera de Bogotá. En junio de 2002, estaban en funcionamiento las 11 oficinas con equipos de fiscales en Medellín, Cali, Bucaramanga, Villavicencio, Neiva, Barranquilla y Cúcuta.

El programa también financió la formación de fiscales e investigadores, gastos de viaje y equipos tales como computadoras, mesas, faxes y radios. Por ejemplo, el equipo móvil para exhumaciones financiado por Estados Unidos se empleó para documentar la masacre de Boyajá. El Departamento de Estado propuso un aumento de 10 millones de dólares de la asistencia en la Unidad de Derechos Humanos durante el año fiscal 2003, que estaba pendiente de aprobación cuando se redactaba este informe.

Sin embargo, en su informe conjunto de 2002, los miembros del Congreso de Estados Unidos reprendieron a los funcionarios del Departamento de Justicia por no haberles consultado antes de emplear la ayuda destinada a cubrir las necesidades urgentes de la Unidad de Derechos Humanos en un equipo forense altamente sofisticado. Esta tecnología era incompatible con el equipo que ya estaba utilizando la policía colombiana y, en junio de 2002, dos años después de su envío, seguía sin entrar en funcionamiento. Aunque se puede defender su utilidad, el equipo forense no "solucionó las necesidades prioritarias en esta unidad para seguridad, movilidad y equipo de comunicaciones para los fiscales, en particular para aquellos que trabajan en ciudades secundarias y regiones remotas", señaló el Congreso de Estados Unidos.

Los Alguaciles de Estados Unidos (U.S. Marshalls) también colaboraron con la Fiscalía General de la Nación para mejorar la protección que recibían los empleados y los testigos amenazados. Durante una visita de junio de 2002 a Colombia, Human Rights Watch fue informada de que Colombia tenía previsto recibir 60 vehículos blindados para fiscales e investigadores amenazados, particularmente aquellos asignados a las nuevas delegaciones.

Estados Unidos también presionó a Colombia para que firmara un acuerdo de "no extradición" prohibiendo la entrega de militares estadounidenses o colombianos para su juicio por la CPI. Colombia aceptó, debido en gran parte a que Estados Unidos amenazó con retirar la ayuda militar a los países signatarios del Estatuto de Roma que no hubieran contraído un compromiso de inmunidad. Colombia fue el tercer país con más ayuda militar estadounidense, después de Israel y Egipto.


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