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Informe 2002
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Las democracias pluripartidistas siguieron estables en casi toda Latinoamérica y El Caribe, con la destacada excepción de Cuba, donde el gobierno de Fidel Castro se acercaba a su cuadragésimo aniversario en el poder sin que se oteara en el horizonte una muestra de apertura política significativa. Las tendencias antidemocráticas del presidente Alberto Fujimori de Perú se hicieron más manifiestas con sus maniobras en busca de un tercer período en el cargo, a pesar de una limitación constitucional a dos mandatos consecutivos para cualquier presidente. Las maquinaciones de Fujimori para perpetuarse en el poder continuaron socavando el Estado de derecho y la independencia de la judicatura: todos los miembros del Consejo Nacional de la Magistratura (CNM) renunciaron en marzo para protestar contra la legislación restringiendo sus facultades aprobada por el Congreso, dominado por miembros del partido de Fujimori. Además, el Congreso, dedicado a refrendar las políticas presidenciales, alteró la composición de la Junta Nacional de Elecciones (JNE) en diciembre de 1997, de manera que el Gobierno disfrutara de más influencia sobre sus decisiones.

En México, los importantes logros en el pluralismo electoral que siguieron a las reformas sin precedentes previas a las elecciones de julio de 1997 resultaron en la pérdida del poder tradicionalmente monolítico por parte del Partido Revolucionario Institucional (PRI). Sin embargo, estos cambios no condujeron a una mejora de la situación de los derechos humanos en México. De hecho, siguieron teniendo lugar en todo el país graves problemas de derechos humanos--entre ellas la tortura, la detención arbitraria y un sistema de justicia poco receptivo con las violaciones de los derechos humanos. El presidente Ernesto Zedillo no desarrolló una estrategia para responder adecuadamente a los casos particulares de abuso, no fortaleció las salvaguardias de derechos humanos ni promovió el Estado de derecho.

Los conflictos armados internos que sólo unos años atrás sumían a países como El Salvador, Nicaragua, Guatemala y Perú cesaron, con la excepción destacada de Colombia, que continuó experimentando niveles altos de violencia política contra la población civil. Perú siguió padeciendo ataques continuos de los insurgentes, aunque una escala muy reducida en comparación con el principio de la década. Guatemala retomó el ejemplo de Nicaragua y El Salvador, y su conflicto se convirtió en el último de Centroamérica, al que se puso fin con negociaciones de paz y una integración de los ex guerrilleros en la vida política. Al igual que en el caso de sus vecinos, la paz en Guatemala no fue fácil y los índices galopantes de delincuencia común sustituyeron a la violencia política como la mayor amenaza para la seguridad pública. En Guatemala, al igual que en el resto de las transiciones de la región, la impunidad continuó siendo el talón de Aquiles del proceso de paz. Los crímenes violentos siguieron sin castigo y el horrible asesinato del obispo Juan José Gerardi demostró las limitaciones de un proceso de paz que no había establecido la responsabilidad por terribles violaciones de los derechos humanos.

La impunidad de los poderosos, los delincuentes violentos, el enorme abismo entre ricos y pobres, y la policía y los sistemas judiciales corruptos e ineficaces se unieron para convertir a muchos países de Latinoamérica y El Caribe en víctimas de la delincuencia aparentemente incontrolable. La incapacidad de la policía y los tribunales en todo el continente de controlar la delincuencia común por medios legales condujo a graves retrocesos en materia de derechos humanos en 1998. Frente a la intensa presión pública por el control de la delincuencia, varios gobiernos hicieron de los derechos de los acusados el chivo expiatorio del fracaso de la aplicación de la ley. Algunos líderes electos realizaron declaraciones públicas irresponsables en las que parecían justificar o incluso invitar a la brutalidad policial. Otros llegaron al punto de decretar leyes que limitaron los derechos del acusado en los procedimientos penales. En El Caribe y Guatemala, mientras tanto, un movimiento desafiante para la ampliación de la pena de muerte amenazó con socavar seriamente la adhesión a instrumentos internacionales de protección de los derechos humanos.

La idea de restringir los derechos del acusado atrajo a gobiernos acosados por la delincuencia común, por ser una opción aparentemente menos costosa o quizá más conveniente políticamente que emprender las reformas necesarias para profesionalizar las fuerzas policiales y los tribunales. Sin embargo, existían muy pocas probabilidades de que fuera eficaz: países con una policía corrupta y violenta y tribunales débiles no tenían posibilidades de frenar la delincuencia restringiendo los derechos del acusado. Muchos de los países con los problemas más graves de delincuencia eran también los que contaban con agentes encargados de hacer cumplir la ley conocidos por su estrecha colaboración con bandas criminales. Por ejemplo, en el estado de Alagoas, en Brasil, se descubrió en enero que docenas de agentes de policía habían participado en asesinatos a sueldo, robos de bancos y bandas de ladrones de vehículos. Cuando las autoridades estatales y federales adoptaron la medida sin precedentes de detener a más de una treintena de policías involucrados en la llamada banda uniformada, las investigaciones condujeron al hallazgo de los restos de 32 cadáveres, presuntas víctimas de los homicidios de la banda.

El Presidente argentino Carlos Menem expresó su voluntad de sacrificar las protecciones de los derechos humanos en beneficio de la lucha contra la delincuencia durante una serie de entrevistas, publicadas por el diario Clarín en septiembre, en las que prometió aplicar "mano dura" con los delincuentes. Menem se quejó diciendo que "podrán poner el grito en el cielo algunas organizaciones de defensa de los derechos humanos, pero yo creo que aquí tiene más protección un delincuente que un policía o que la gente." En una entrevista posterior siguió con el tema y dijo que cuando hablaba de mano dura y tolerancia cero, inmediatamente alguna gente dice que significaría un retorno al "gatillo fácil, pero no podemos dejar el gatillo fácil a los delincuentes." En un país como Argentina, donde la brutalidad policial está tan arraigada que parece endémica, estas declaraciones pueden interpretarse fácilmente como una luz verde a los malos tratos y hasta a las ejecuciones extrajudiciales.

Lo que es aún más grave, México y Perú desarrollaron leyes que fueron minando los derechos el debido proceso de las personas sospechosas de cometer delitos comunes. Alegando que las garantías de derechos humanos constituían un chaleco de fuerza para la lucha contra delitos cada vez más sofisticados, el Presidente Ernesto Zedillo envió al Congreso nuevas propuestas de ley contra la delincuencia, que podrían facilitar las detenciones basadas en pruebas escasas--un problema grave en un país famoso por las detenciones ilegales, la fabricación de pruebas y un sistema de defensores de oficio prácticamente inoperante.

Además de en Argentina y México, la brutalidad policial siguió siendo notoria en Brasil, Venezuela, Haití y la República Dominicana, donde la policía mató en agosto a un sacerdote católico desarmado, el padre José Antonio Muñoz, confundiéndole aparentemente con un presunto delincuente. Un capitán y un sargento de la policía fueron arrestados y detenidos por "conducta imprudente" relacionada con la ejecución extrajudicial, pero, cuando se escribió este informe, no se habían formulado cargos contra ellos por un delito más grave. La policía dominicana continuó practicando el arresto de familiares de presuntos delincuentes y tomándolos como rehenes hasta que el sospechoso se entregaba a las autoridades.

El Presidente peruano Alberto Fujimori adoptó medidas más drásticas. Tras un recrudecimiento de los secuestros, los robos de bancos y los atracos a mano armada--algunos de ellos con resultado de muerte--en barrios acomodados de Lima, el Congreso concedió a Fujimori la autoridad de emitir decretos sobre asuntos de seguridad nacional durante 15 días. El Presidente dictó una serie de decretos que perjudicaban gravemente garantías básicas del debido proceso para los presuntos delincuentes y reproducían algunos de los peores aspectos del sistema ya difunto de tribunales sin rostro, que habían sido utilizados para juzgar a presuntos terroristas. En virtud del nuevo sistema, los acusados de actividades relacionadas con bandas criminales podrían estar detenidos sin cargos hasta 15 días y no recibirían la libertad condicional en ningún caso. Los acusados--entre ellos menores de edades comprendidas entre los 16 y los 18 años--fueron juzgados por tribunales militares. Los menores se enfrentaban a una sentencia mínima de 25 años de prisión si eran condenados por estos tribunales, mientras que los adultos estaban expuestos a una condena establecida a cadena perpetua, aunque sólo hubieran sido acusados de complicidad. Otros decretos redujeron drásticamente la eficacia del hábeas corpus contra la detención arbitraria.

También con vistas a frenar la delincuencia común, Guatemala y varios países caribeños intentaron ampliar el empleo de la pena de muerte, en violación del derecho internacional de derechos humanos. Dos cortes de apelaciones de Guatemala allanaron el camino para la primera ejecución de un preso condenado por secuestro, a pesar de que esta medida llevaría al país a una violación directa de la Convención Americana de Derechos Humanos, ratificada por Guatemala en 1978. Cuando se escribió este informe, los casos estaban pendientes ante la Corte Suprema. La Convención Americana prohíbe que los países miembros extiendan el marco legal de la condena a muerte a delitos que no estaban sometidos a la pena capital en el momento de la ratificación; en aquella época en Guatemala, sólo eran sancionables con la pena de muerte los secuestros que se saldaban con la muerte de la víctima. Cuando se escribió este informe, la Corte de Constitucionalidad de Guatemala estaban considerando una petición de declarar inconstitucional el reconocimiento de la jurisdicción de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, encargada de resolver las violaciones de la Convención Americana.

En una decisión igualmente peligrosa para el sistema regional de protección de los derechos humanos, el Primer Ministro de Trinidad y Tobago, Basdeo Panday, anunció en mayo la retirada de su gobierno de la Convención Americana, una iniciativa que entraría en vigor en mayo de 1999. Presos condenados a muerte en Trinidad y Tobago habían recurridos algunos aspectos de sus casos ante los organismos del sistema interamericano de derechos humanos, una vía de apelación que el Gobierno quería eliminar para acelerar las ejecuciones. Esta decisión--a no ser que se revoque, como solicitó en junio Human Rights Watch--restringiría el derecho de todas las víctimas de violaciones de los derechos humanos en el país a buscar la protección del sistema interamericana para toda una serie de abusos. Además, se informó que el Gobierno había considerado su retirada del Primer Protocolo Facultativo del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (PIDCP), una iniciativa que dejaría a los ciudadanos de Trinidad y Tobago sin la posibilidad de recurrir al sistema de derechos humanos de las Naciones Unidas ni al de la Organización de Estados Americanos.

Esta medida de Trinidad y Tobago siguió al precedente negativo sentado por Jamaica en 1997, al retirarse del Primer Protocolo Facultativo del PIDCP, también para evitar el escrutinio internacional de su recurso cada vez mayor a la pena capital y sus atroces condiciones penitenciarias. En octubre, Bahamas ahorcó a dos convictos, su primera ejecución en dos años, a pesar de que sus casos estaban pendientes ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. El 20 de julio, San Kitts y Nevis llevó a cabo su primera ejecución desde su independencia en 1983. Cuando se escribió este informe, aproximadamente 250 presos estaban condenados a muerte en países anglófonos de El Caribe.

Aunque el Presidente Fidel Castro dijo a Human Rights Watch en 1995 que tenía la intención de abolir la pena de muerte, Cuba ejecutó a presos en 1997 y renovó públicamente su compromiso de mantener la condena capital en un informe de septiembre de 1997 al Secretario General de las Naciones Unidas. El recurso en Cuba al Consejo de Estado--organismo presidido por el Presidente Castro--como el arbitro en última instancia de los recursos contra la pena de muerte limitó cualquier apariencia de independencia judicial en los casos capitales. Dado que el Gobierno cubano no da a conocer información sobre la pena capital, no pudimos determinar si se produjeron nuevas ejecuciones en 1998.

Colombia continuó siendo el único país de la región inundado por la violencia política y todas las partes en el conflicto armado interno siguieron cometiendo violaciones atroces del derecho internacional humanitario. Las renovadas conversaciones de paz del nuevo gobierno del Presidente Andrés Pastrana, elegido en junio, no contaron con iniciativas para controlar los abusos o acabar con la impunidad generalizada disfrutada por sus autores. La mayor parte de las atrocidades cometidas en Colombia fue atribuida a grupos paramilitares, que en muchos casos siguieron recibiendo el apoyo de las fuerzas armadas. Cuando no participaron directamente en las masacres paramilitares, las fuerzas de seguridad gubernamentales no hicieron nada por proteger a la población frente a ellas. En el caso de Puerto Alvira, Meta, funcionarios locales y la Defensoría del Pueblo alertaron a las autoridades más de una docena de veces del ataque inminente de los paramilitares. No obstante, los paramilitares tomaron la ciudad sin trabas el 4 de mayo y se informó que asesinaron al menos 21 personas, entre ellas un niño de cinco años. En lugar de ser enjuiciados, los oficiales militares que asistieron o no persiguieron a los paramilitares continuaron estando protegidos y algunos casos fueron ascendidos. La captura, el 25 de febrero, de Víctor Carranza, poderoso comandante paramilitar, fue una excepción destacada frente a la impunidad disfrutada por las fuerzas militares y paramilitares que habían cometido atrocidades. Mientras tanto, las guerrillas colombianas siguieron violando sistemáticamente el derecho internacional humanitario, ejecutando a agentes de policía y soldados tras su captura o entrega, lanzando ataques indiscriminados y tomando rehenes.

En Perú, el conflicto armado grave afectó a una parte reducida del país en comparación con años anteriores. No tuvimos conocimiento de ninguna ejecución extrajudicial o "desaparición" relacionada con la lucha contrainsurgente por parte de las fuerzas gubernamentales peruanas durante los primeros nueves meses de 1998, pero las fuerzas de Sendero Luminoso continuaron empleando métodos despiadados contra civiles. El 8 de agosto, una unidad de Sendero Luminoso atacó un mitin electoral en Saposoa, departamento de Huallaga, y asesinó a un hombre y una mujer. Desde allí se desplazaron a Atarraya, donde capturaron a un candidato a las elecciones y, frente a los residentes congregados, le obligaron a arrodillarse. Ignorando las peticiones de clemencia, le dispararon en la cabeza. La ONG peruana Instituto de Defensa Legal (IDL) informó de 36 asesinatos de este tipo por parte de Sendero Luminoso en la muy conflictiva región de Huallaga, en los primeros siete meses de 1998.

En febrero se produjo un acontecimiento positivo con la aprobación por parte del Congreso de Perú de una ley que prohibía claramente la tortura, estipulaba penas adecuadas y garantizaba que los militares y los agentes de policía acusados serían juzgados en cortes civiles. No obstante, continuó la práctica de la tortura, como puso de manifiesto la muerte, ese mismo mes en Ucayali, como resultado de la tortura por parte de la policía del presunto delincuente Willi Llerena Macedo. Los agentes responsables fueron acusados de asalto con resultado de muerte y abuso de autoridad.

Las condiciones de los detenidos siguieron siendo horribles en la mayoría de Brasil, Venezuela y Centroamérica. En toda la región, la práctica de la detención preventiva creó situaciones en las que la gran mayoría de la población penitenciaria no había sido condenada, y los presos preventivos estaban recluidos habitualmente con presos condenados en celdas hacinadas. En Venezuela, las prisiones padecieron el grave hacinamiento y la carencia de personal y, sobre todo, la violencia. Incluso para el criterio nacional, los primeros meses de 1998 presenciaron una alarmante aluvión de incidentes de violencia entre presos, facilitados por la corrupción endémica de los guardias que permitían la entrada de armas en las prisiones y el hecho desastroso de que las autoridades no protegieran las vidas de los presos. En centros de detención policial en Belo Horizonte, Brasil, la tortura se aplicó habitualmente e incluyó métodos tales como los electrochoques y el casi ahogamiento. Mientras tanto, el grave hacinamiento, la violencia oficial y las condiciones atroces siguieron provocando motines en las prisiones, cárceles y centros de detención policial brasileños, algunos de los cuales se saldaron con ejecuciones extrajudiciales por parte de la policía de los presos fugados.


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