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Informe 2002
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La Situación de los Derechos Humanos

Durante 1998, los endémicos problemas de derechos humanos que imperan en Venezuela--en especial los abusos que han caracterizado durante tanto tiempo la labor delos agentes encargados de hacer cumplir de la ley--siguieron preocupando profundamente a los defensores de los derechos humanos. La policía continuó usando métodos excesivamente violentos, entre ellos el apremio letal injustificado, en contra de personas sospechosas de delito. Si bien los grupos venezolanos de derechos humanos comunicaron una disminución notable en la cantidad de muertes en tales condiciones, en comparación con los años anteriores, la cifra total en los siete primeros meses del año, fue superior a cien. Tanto la policía como el personal de las fuerzas armadas apalearon y torturaron a personas sospechosas, sin mayor temor al castigo, dada la virtual ausencia de querellas por los abusos de este tipo. En octubre de 1997, una ley de vagancia, que antaño había servido para la detención arbitraria de personas sospechosas, fue declarada inconstitucional, pero, a pesar de eso, se informó de numerosas detenciones arbitrarias durante las redadas policiales y operaciones contra el delito. Al mismo tiempo, los procedimientos judiciales arcaicos y el poder judicial ineficiente y mal remunerado agravaron las largas demoras en los juicios de personas sospechosas de delincuencia. La prisión preventiva solía durar años enteros y las dos terceras partes de la población penal ni siquiera había sido objeto de sentencia definitiva. Las condiciones de las prisiones se contaron entre las peores del continente, debido al hacinamiento, falta de personal, corrupción y niveles extremos de violencia entre los reclusos.

La actitud más constructiva que adoptó el gobierno del Presidente Rafael Caldera, respecto de los grupos no gubernamentales de derechos humanos, creó un clima favorable para instaurar medidas dirigidas a fomentar el respeto por los derechos humanos. Sin embargo, fue paradójico que la mayor legitimidad y el reconocimiento oficial que se otorgó a los defensores de los derechos humanos se vieron contrarrestados por un aumento en la cantidad de amenazas de muerte y demás hostigamientos que esos defensores sufrieron durante el año.

El Programa Venezolano de Educación y Acción en Derechos Humanos (PROVEA), prestigiado grupo de vigilancia de derechos humanos, comunicó 104 muertes en los siete primeros meses del año, debido al uso ilegal de fuerza letal. Esta cifra alarmante significa una reducción de más de 30 por ciento respecto del promedio anual de dichos casos que se comunicaron a partir de 1994. Se atribuyó más de la mitad de estos casos a personal de las fuerzas policiales estatal y municipal, en que los más feroces fueron los miembros de la Policía Metropolitana (PM), la policía municipal de Caracas y las policías estadual y municipal de los estados de Zulia y Lara. Los grupos de derechos humanos, junto con la prensa, también culparon de muchas muertes a los tres cuerpos de policía que funcionaban a nivel nacional: la Policía Técnica Judicial (PTJ), encargada de investigar delitos; la Guardia Nacional (GN), fuerza voluntaria que forma parte de las fuerzas armadas venezolanas, y la Dirección de Servicios de Inteligencia y Prevención (DISIP), dependiente del ministerio del interior, encargada de investigar los casos de subversión y tráfico de drogas. Cerca de la mitad de las muertes registradas habrían sido ejecuciones extrajudiciales, y se informó de veintidós sospechosos que habrían muerto en la cárcel.

En algunos casos, la policía habría buscado a sospechosos y los habría ejecutado de inmediato, y posteriormente, con pruebas inventadas, habría alegado que había disparado en defensa propia. En otras ocasiones, la policía habría ejecutado a los sospechosos para vengarse de ataques anteriores contra agentes policiales. En ciertos casos, las muertes se habrían debido a errores de identidad. Además de las muertes intencionales, hubo civiles inocentes que murieron o quedaron heridos debido a los disparos nutridos y temerarios de los agentes de policía, los que con frecuencia no habrían tenido provocación alguna.

El caso del joven Arturo José Hernández, de dieciséis años, vendedor en una feria de hortalizas, ilustra el problema de la violencia policial. Hernández recibió un disparo el 24 de enero, cuando algunos agentes de la Policía Metropolitana entraron al barrio Plan de La Silca, en Caracas, según los informes, disparando sin ton ni son. De acuerdo con las declaraciones de los vecinos, publicadas en la prensa, cuando Hernández cayó, herido de un balazo, los policías lo rodearon. El joven se incorporó y, de rodillas, mostró su cédula de identidad y suplicó que le perdonaran la vida. Los policías se lo llevaron en una motocicleta. La madre de Hernández, Luisa Ramírez Mora, luego de buscar en vano en hospitales y estaciones de policía, acudió al cuartel general de la Policía Metropolitana, donde se le comunicó que su hijo estaba en la morgue de Bello Monte. Allá lo encontró con tres impactos de bala en el pecho. El informe médico legal habría documentado otras heridas, entre ellas fracturas compuestas de la pierna izquierda y la muñeca derecha, el cráneo hundido y contusiones en la espalda, y desfiguración, lo que daba a entender que lo habrían torturado luego de quedar bajo custodia policial.

Los parientes que denunciaron ejecuciones por parte la policía con frecuencia debieron sufrir hostigamientos y amenazas de muerte. El 8 de junio, por ejemplo, la policía municipal del barrio Sucre, de Caracas, mató de un disparo a Freddy Antonio Díaz, en circunstancias que señalaban, por lo muy menos, que los policías habían usado sus armas de manera imprudente. Esa misma noche, alrededor de las diez, Yolima Díaz Rangel, habitante del suburbio de Caracas llamado Petare, recibió la noticia de que la policía estaba maltratando a su sobrino de catorce años, Ali Eduardo Sojo Díaz. Al llegar a la estación, Yolima habló con los agentes de policía, pero por toda respuesta recibió una palmada en la cara. Logró rescatar a su sobrino y, perseguida por la policía, lo llevó a su casa. Según testigos que presenciaron la escena, uno de los agentes desenfundó su arma y la apuntó contra ella. Pese a que Yolima Díaz le advirtió que había niños en la casa, el policía disparó contra la mujer y la hirió en el brazo izquierdo, mientras que una bala alcanzaba al hijo de ella, Freddy Antonio Díaz, quien cayó al suelo. Los policías municipales comenzaron por negarse a llevar al muchacho herido a un hospital, hasta que se presentó un agente de la Policía Metropolitana, quien logró convencerlos de que lo hicieran. Al llegar, Freddy Díaz ya había muerto. La policía detuvo a varios parientes, incluso a su madre, Yolima Díaz, y los llevó a la estación de policía municipal, donde los agentes los habrían amenazado para que no denunciaran lo ocurrido.

La ley venezolana dificultó mucho el castigo de los policías que cometieron abusos. Los investigadores debían realizar indagaciones administrativas prejudiciales, conocidas como "nudo hecho", antes de acusar siquiera a un funcionario. Las indagaciones eran conocidas por sus largas demoras, las que duraban varios meses, incluso años. Al mismo tiempo, los procedimientos de las indagaciones criminales eran secretos, de modo que ni los defensores de los derechos humanos ni las víctimas podían averiguar el estado de los sondeos ni promover un mayor interés oficial por estos casos.

Los grupos venezolanos de derechos humanos comunicaron casos frecuentes de detenciones preventivas prolongadas, algunas de más de sesenta días de duración, en zonas de emergencia a lo largo de la frontera con Colombia, donde las garantías constitucionales quedaron suspendidas durante todo el año, debido a las incursiones de la guerrilla colombiana. Las autoridades, además, explicaron dicha suspensión de garantías por los riesgos de secuestro que corrían arrieros y comerciantes, a manos tanto de guerrilleros como de delincuentes comunes. Muchos de los detenidos permanecieron en puestos militares de avanzada, sospechosos de colaborar con la guerrilla. En años anteriores, la prensa había informado ampliamente sobre la tortura de los detenidos que se mantenían en prisión preventiva en las zonas fronterizas. Según PROVEA, al Teatro de Operaciones No. 1, grupo militar especial encargado de hacer cumplir la ley en la zona fronteriza, correspondieron once de los treinta y cinco casos de tortura que se comunicaron entre enero y julio. A menudo, los detenidos también informaban que los habían apaleado o maltratado de diversas maneras al momento de la detención.

De acuerdo con la Red de Apoyo por la Justicia y la Paz, llamada también Red de Apoyo, los conscriptos militares, reclutados a la fuerza, también sufrieron malos tratos brutales. Por ejemplo, Robert Antonio Cabrera Márquez, joven Testigo de Jehová a quien la Policía Metropolitana detuvo en el interior de un autobús, en Caracas; al día siguiente lo llevaron a una base aérea de Maracay. Cuando Cabrera declaró que era objetor de conciencia, aparentamente fue apaleado por los soldados. Cabrera declaró que lo habrían llevado a una pieza donde lo encerraron con llave dentro de un armario y luego lanzaron bombas de gas lacrimógeno, con las que casi se ahogó y que le causaron quemaduras graves en el cuerpo.

En enero, el Congreso dio un paso para mejorar el sistema judicial, notoriamente lento, cuando aprobó un nuevo código de procedimiento penal que proponía el gobierno de Caldera. El nuevo código, que deberá entrar en plena vigencia en julio de 1999, permitiría las declaraciones orales, y no exclusivamente escritas, en materia de pruebas, y prometería agilizar los procedimientos judiciales. Si se promulga, el nuevo código también dispondría otros beneficios relacionados con los derechos humanos. El procedimiento de nudo hecho, que los grupos de derechos humanos identifican como uno de los obstáculos más graves para exigir la responsabilidad de la policía, debería quedar eliminado cuando el nuevo código entrara en vigencia, pero siguió en aplicación durante todo el año. Durante el período de transición se pusieron en práctica algunas disposiciones del código. A partir de marzo, por ejemplo, a los sospechosos y sus abogados se les permitió acceder a las conclusiones de las indagaciones prejudiciales del tribunal, las que hasta entonces se habían mantenido en secreto. En cambio, ni las víctimas de abusos policiales ni los representantes legales de dichas víctimas gozaron del mismo acceso.

Con unos 25.000 reclusos hacinados en unas instalaciones calculadas para muchísimo menos, las condiciones siniestras de las cárceles venezolanas se mantuvieron. Atestadas, faltas de personal, materialmente deterioradas, carentes de servicios médicos suficientes, las condiciones de vida en muchas cárceles eran crueles, degradantes e inhumanas, pero el problema más espantoso fue el elevado nivel de violencia. Con escasos gendarmes que no ejercían un control eficaz dentro de las cárceles, los presos, armados de cuchillos, armas de fuego artesanales, pistolas, hasta granadas, se mataban entre sí impunemente. En marzo, un diario venezolano, observando la abundancia de tales armas, opinaba que "la capacidad de producir armas blancas rudimentarias en las cárceles del país supera, de lejos, la de cualquier otra actividad artesanal en Venezuela." Las más de dos toneladas de armas incautadas, en un lapso de tres meses, en varias cárceles de la zona de Caracas dieron crédito, por cierto, a esta aseveración.

Los primeros meses del año fueron testigos de una acometida de violencia carcelaria, espectacular incluso para Venezuela. Ya en los primeros días de enero se informó de la muerte de varios reos en las prisiones La Planta y Yare I. Ya a fines del mes treinta y seis presos habían perecido de muerte violenta. Durante el año, además de las muertes esporádicas, se sucedieron con regularidad casi monótona incidentes de violencia en que murieron varios presos. El 16 de enero murieron cinco reclusos en La Planta; el 27 de marzo, cuatro en el penitenciario general de Venezuela; a mediados de abril, cinco más en ese lugar; a fines de mayo, siete en el Internado Judicial de San Juan de los Morros; a mediados de junio, cuatro en Tocuyito; y el 23 de julio, cinco en Tocorón.

La corrupción desembozada de los gendarmes facilitó el ingreso a las prisiones de armas, drogas y otros artículos de contrabando. Ni siquiera las autoridades carcelarias se sustrajeron a estos manejos ilícitos, como se desprendió, en agosto, de la destitución e indagación delictuosa del director de Tocuyito, acusado, según se informó, de malversación de fondos destinados a renovar la infraestructura carcelaria y de facilitar, a cambio de un suculento soborno, la huida de un reo. Esta corrupción favorece a una minoría de presos, en especial los adinerados, con perjuicio de la mayoría de la población.

Las mujeres presas, en general, viven en condiciones mejores que los hombres, aunque en Ciudad Bolívar, donde algunas mujeres estaban recluidas dentro de la prisión de hombres, las condiciones de vida eran horrendas y las mujeres debían encarar, además, la amenaza de abusos sexuales. En el Instituto Nacional de Orientación Femenina, única institución correccional femenina del país, se denunció la supuesta conducta sexual indebida, frente a las reclusas, de ciertos miembros de la Guardia Nacional.

El motivo principal del hacinamiento de las cárceles fue siempre la gran cantidad de reos en prisión preventiva. De hecho, las dos terceras partes de la población carcelaria de Venezuela se compone de reclusos en prisión preventiva, junto con otros cuya condena no era definitiva. En agosto, el Ministro de Justicia declaró que mil quinientos presos languidecían en prisión preventiva durante más de 3 años, prueba concluyente de la lentitud del proceso de justicia criminal.

Las autoridades penitenciarias pensaron en aliviar el hacinamiento con la construcción de edificios nuevos, dentro de un programa de ampliación que se inició en 1997 con la abertura de dos cárceles nuevas en la zona de caracas, después de cerca de un decenio sin construcción de establecimientos nuevos. En enero se abrió la cárcel de Lagunillas, en el estado de Mérida, aumentando la capacidad del sistema carcelario. Un hecho mucho más penoso fue la ampliación y renovación de la prisión de El Dorado, con el nombre oficial de Centro Penitenciario de la Región Oriental, que quedaba en una remota zona de selva próxima a la frontera con Guyana. La inaccesibilidad relativa del lugar reducía la perspectiva de contacto entre los presos y sus familias, y lo convertían en pésima opción de ampliación. A pesar de este problema evidente, en agosto el ministro de justicia anunció la reapertura del establecimiento y aseguró que en adelante la prisión encerraría a reos condenados de toda la zona oriental del país. A fines de septiembre, los mil trescientos presos recluidos en el lugar iniciaron una huelga de hambre para pedir mejoras en la institución.

Como se concluye de este incidente, las deficiencias crónicas de las cárceles inspiraron numerosas protestas de los presos, incluso frecuentes huelgas de hambre, en las que participaban grandes cantidades de presos. En marzo, las familias de los reos de la prisión de Guanare tomaron parte en una protesta por los abusos físicos que cometían con los reclusos los miembros de la Guardia Nacional. En un intento de llamar la atención sobre la necesidad de mejorar la instalación, más de un ciento de personas, entre ellas unas noventa mujeres, se negaron a abandonar la prisión al término del horario de visitas y pasaron varias días en el interior del establecimiento.

Con la notable excepción de El Dorado, el aspecto más favorable del sistema carcelario fue siempre el apoyo que prestaba a las relaciones familiares de los presos, a quienes se permitían contactos frecuentes e íntimos con parientes y amigos, incluso visitas conyugales. A fines de marzo, el ministerio de justicia anunció un plan de instalar teléfonos públicos en todas las cárceles, innovación que ayudaría aún más a los presos a mantener fuertes vínculos con parientes y amigos.


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