Informe Anual 2002





Informe Anual 2002


(New York: Human Rights Watch, 2002)

COLOMBIA

La situación de derechos humanos

Las negociaciones entre el gobierno y los grupos guerrilleros llegaron a un impasse en 2001, mientras ambas partes intercambiaban acusaciones de mala fe y promesas rotas. La violencia política aumentó por segundo año consecutivo y se volvió cada vez más urbana, con enfrentamientos y asesinatos selectivos en las ciudades. Los colombianos continuaron huyendo de sus casas e incluso de su país en cantidades récord, enfrentándose al hambre, los elementos y la enfermedad en sus esfuerzos desesperados de salvar sus vidas y las de sus familias.

En los primeros diez meses del año, la Defensoría del Pueblo registró 92 masacres, definidas como el asesinato de tres o más personas en el mismo lugar y al mismo tiempo. La mayoría se atribuyeron a los grupos paramilitares, por delante de la guerrilla. Se informó que tanto los paramilitares como la guerrilla se movilizaron con facilidad por todo el país, incluso en helicóptero.

 

  Tanto los paramilitares como la guerrilla se movilizaron con facilidad por todo el país, incluso en helicóptero.

Una de las masacres más atroces del año se produjo el 17 de enero en Chengue, Sucre. Los testigos dijeron a los investigadores del gobierno que varias unidades de la armada colombiana habían hecho caso omiso cuando paramilitares fuertemente armados pasaron por donde se encontraban de camino al pueblo. Los paramilitares reunieron a los aldeanos en dos grupos, informó posteriormente el diario Washington Post. "Entonces, fueron matando a los hombres uno por uno aplastándoles la cabeza con piedras pesadas y una almádena. Cuando acabaron, quedaron veinticuatro hombres muertos en charcos de sangre. Dos más fueron hallados en fosas poco profundas. Al partir las tropas le prendieron fuego a la vereda."

Las autoridades detuvieron subsiguientemente al Suboficial de Infantería de Marina Rubén Darío Rojas al que acusaron de suministrar armas a los paramilitares y ayudar a coordinar el ataque. La Procuraduría cursó un expediente disciplinario contra el Brigadier General de la Armada Gral. Rodrigo Quiñones y cinco oficiales de las fuerzas de seguridad por ignorar presuntamente la información detallada recibida con antelación sobre los movimientos de los paramilitares cerca de Chengue. En ese momento, Quiñones estaba al mando de la Primera Brigada de Infantería de Marina. A pesar de los cargos, lo ascendieron posteriormente al puesto de Jefe del Estado Mayor de la Armada.

Como demostró el caso Chengue, ciertas unidades militares y destacamentos policiales continuaron promoviendo, apoyando y tolerando a los grupos paramilitares, colaborando con ellos y beneficiándose de ellos, tratándoles como una fuerza aliada compatible con la suya. En su expresión más descarada, estas relaciones conllevaron la coordinación activa durante operaciones militares entre unidades gubernamentales y paramilitares; comunicación por radio, teléfonos celulares y buscapersonas; el intercambio de inteligencia, incluidos los nombres de presuntos colaboradores de la guerrilla; el compartimiento de combatientes, tal como soldados en el servicio activo dentro de unidades paramilitares y comandantes paramilitares albergados en bases militares; el uso de vehículos, como el empleo de camiones del ejercito para transportar a combatientes paramilitares; la coordinación de retenes de carretera, en los que se dejo pasar habitualmente a combatientes paramilitares fuertemente armados; y el pago de los paramilitares a oficiales militares a cambio de su apoyo.

En general, el Presidente Andrés Pastrana y sus ministros de defensa no tomaron medidas efectivas para establecer el control de las fuerzas de seguridad y romper sus vínculos persistentes con los grupos paramilitares. Incluso cuando el Presidente Pastrana deploró públicamente las atrocidades, los oficiales de alto rango a sus órdenes no adoptaron las medidas necesarias para evitar los asesinatos suspendiendo a los miembros de las fuerzas de seguridad sospechosos de abusos, garantizando que las autoridades judiciales civiles se hicieran cargo de la investigación y el procesamiento de los casos y persiguiendo y deteniendo a los líderes paramilitares.

Los paramilitares aliados dentro de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) expandieron su radio de acción y su número de efectivos en 2001. En junio, el comandante de las AUC, Carlos Castaño, anunció que había renunciado al liderazgo militar para dedicarse a la organización de la rama política de la organización. Desde 1996, el grupo había crecido un 560 por ciento, según Castaño, que afirmó contar con una fuerza de más de 11.000 combatientes. En algunas situaciones, como en la toma temporal de una comunidad de personas desplazadas en Esperanza en Dios y Nueva Vida, Chocó, se informó que los paramilitares tenían hasta 800 combatientes. Las fuerzas de seguridad colombiana no se enfrentaron casi nunca a las grandes concentraciones de paramilitares.

En la ciudad de Peque, Antioquia, durante un período de una semana a principios de julio, más de 500 paramilitares armados y uniformados bloquearon las carreteras, ocuparon los edificios municipales, saquearon, cortaron toda la comunicación con el exterior e impidieron la entrada de alimentos y medicinas, según la Defensoría. Más de 5.000 colombianos se vieron obligados a huir. Cuando se fueron los paramilitares, los trabajadores de la iglesia contaron al menos nueve muertos y diez personas desaparecidas, varios de ellos niños. Como dijo un funcionario local: "El Estado nos abandonó. Esta fue una masacre anunciada. Alertamos al gobierno regional de que venían los paramilitares y no mandaron ayuda."

Durante la mayor parte de 2000, las AUC pagaron salarios mensuales a oficiales del ejército y la policía en función del rango en el departamento de Putumayo, donde estaban desplegados los batallones antinarcóticos financiados y entrenados por Estados Unidos. En el departamento del Cauca, los soldados trabajaban durante sus días libres como paramilitares y ganaban hasta 500 dólares al mes. Estos salarios superaban ampliamente el promedio de ingresos mensuales en Colombia.

Los alcaldes, los funcionarios municipales, los gobernadores, los grupos de derechos humanos, la Defensoría y hasta algunos destacamentos de la policía informaron regularmente a las autoridades competentes sobre amenazas creíbles por parte de los paramilitares o incluso de masacres que estaban en curso. Un sistema de alerta temprana pagado por Estados Unidos y administrado por la Defensoría del Pueblo registró veinte alertas diferentes en todo el país entre junio, cuando se puso en marcha el sistema, y septiembre. Pero el gobierno emprendió rara vez acciones para prevenir las atrocidades. De las alertas recibidas, once se saldaron con la comisión de asesinatos o la presencia continuada y pronunciada de grupos armados que amenazaron a los civiles.

 

  El gobierno emprendió rara vez acciones para prevenir las atrocidades.

Los paramilitares fueron implicados en los asesinatos de colombianos que trabajaban en la promoción de la paz, entre ellos tres congresistas. El 2 de junio, hombres armados que según se cree eran paramilitares capturaron a Kimy Pernia Domicó, un líder de la comunidad Emberá-Katío en el departamento de Córdoba, quien seguía desaparecido cuando se escribió este informe. Tres semanas después de su desaparición, otro líder de los Emberá-Katío que había pedido activamente la liberación de Domicó fue secuestrado por presuntos paramilitares y asesinado posteriormente. Como demostraron estos asesinatos, ciertos grupos corrieron especial peligro, entre ellos los grupos indígenas, los sindicalistas, los periodistas, los defensores de los derechos humanos y los promotores de la paz.

Las fuerzas de seguridad también estuvieron directamente implicadas en abusos. En mayo, se reveló que una unidad combinada de la policía y el ejército había intervenido ilegalmente líneas de teléfono en la ciudad de Medellín, muchas de ellas pertenecientes a organizaciones no gubernamentales y de derechos humanos. El agente de policía que ayudó aparentemente a colocar las escuchas fue asesinado en abril en circunstancias aún sin aclarar.

El 21 de diciembre de 2000, los fiscales implicaron a un mayor del ejército colombiano y a un capitán de policía en activo, junto con Carlos Castaño, en el atentado contra el líder sindical Wilson Borja, que resultó gravemente herido. En los primeros diez meses de 2001, 125 sindicalistas fueron asesinados, según la Central Unitaria de Trabajadores (CUT), que representa a la mayoría de los sindicatos colombianos.

Con el objetivo declarado de avanzar en las conversaciones de paz, el gobierno continuó permitiendo que las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo (FARC-EP) mantuvieran el control de una zona del tamaño de Suiza en el sur de Colombia. Durante el año, las dos partes acordaron un intercambio de prisioneros que llevó a la liberación de 364 miembros capturados de las fuerzas policiales y militares, y catorce miembros de las FARC-EP encarcelados. Varios oficiales liberados informaron de que las FARC-EP los habían maltratado durante el cautiverio. El Coronel de la Policía Nacional de Colombia (PNC) Álvaro León Acosta, capturado el 5 de abril de 2000, sufrió enfermedades graves y un dolor insoportable fruto de la falta de atención a una herida en la espalda. Otros prisioneros informaron de enfermedades selváticas, entre ellas la malaria, los hongos, la diarrea constante debido a la contaminación del agua y la leishmaniasis, que puede ser mortal si no se trata. Los guerrilleros nunca permi tieron que el Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR) u otros grupos independientes visitaran a los combatientes capturados, decenas de los cuales seguían en manos del grupo.

Las críticas contra las FARC-EP se intensificaron cuando aumentaron las pruebas de que el grupo utilizaba la zona de despeje no solo para albergar a prisioneros y civiles secuestrados, sino también para planear y organizar ataques, entre ellos atentados que causaron bajas civiles. Las FARC-EP emplearon armamento indiscriminado con frecuencia, en concreto las bombas de cilindros de gas.

 

  Las FARC-EP continuaron matando a civiles en toda Colombia.

Las FARC-EP continuaron matando a civiles en toda Colombia. Los grupos de derechos humanos informaron de 197 asesinatos de civiles durante los primeros diez meses del año. Entre las víctimas estaba la ex ministra de cultura Consuelo Araujo Noguera, secuestrada por las FARC-EP el 24 de septiembre. Araujo Noguera, esposa del Procurador General, fue ejecutada aparentemente por la guerrilla durante un intento de rescate del ejército colombiano. Entre el resto de las víctimas se encontraban el líder Páez, Cristóbal Secué Escué, ex presidente del Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC), quien fue disparado en la cabeza el 25 de junio cerca de su casa en Corinto, Cauca. Las FARC-EP acusaron a las comunidades Páez de formar "guardias cívicas" que eran como grupos paramilitares, una acusación que desmintieron los líderes indígenas. Cuando fue asesinado, Secué estaba ejerciendo de juez instructor de varios asesinatos presuntamente cometidos por las FARC-EP.

Los secuestros siguieron siendo una fuente de ingresos y de presión política para las FARC-EP. En julio, el grupo llevó a cabo su primer secuestro en masa en un edificio de apartamentos, donde capturó a diecisiete personas después de volar las puertas de una residencia en Neiva, Huila. Entre los secuestrados había niños de hasta cinco años. Seis personas fueron liberadas posteriormente.

Después de que Human Rights Watch le escribiera al líder de las FARC-EP Manuel Marulanda para protestar por estas violaciones, éste desestimó la carta calificándola de "intervencionismo yanqui, disfrazado de acción humanitaria."

Por su parte, la Unión Camilista-Ejército de Liberación Nacional (UC-ELN) violó el derecho internacional humanitario con el lanzamiento de ataques indiscriminados y la comisión de secuestros. Después de que el gobierno suspendiera las conversaciones con el grupo el 7 de agosto, la UC-ELN hizo explotar una serie de carros y paquetes bomba en el departamento de Antioquia, incluida la ciudad de Medellín, que acabaron con las vidas de transeúntes y destruyeron torres de suministro eléctrico y autobuses públicos. Dos semanas antes, más de quince guerrilleros de la UC-ELN murieron cuando las bombas que estaban colocando a lo largo de la carretera explotaron dentro del camión que los transportaba.

Hubo varios avances en materia de rendición de cuentas, principalmente por parte de la Fiscalía General dirigida por Alfonso Gómez Méndez, que completó su mandato de cuatro años en julio. El 25 de mayo, los fiscales requisaron información valiosa relacionada con las redes de financiación y las comunicaciones de los paramilitares en la ciudad de Montería, Córdoba, que durante mucho tiempo se había considerado un bastión de las AUC. Durante el allanamiento, los fiscales registraron la casa de Salvatore Mancuso, originario de Montería y del que se decía que era comandante militar de las AUC. La investigación se concentró en parte en como los terratenientes y los empresarios de la región donaban grandes cantidades de dinero a las AUC.

La Fiscalía General también persiguió importantes casos relacionados con violaciones al derecho de la guerra, entre ellas el asesinato, el 29 de diciembre de 2000, del congresista Diego Turbay y seis personas más en las afueras de Florencia, Caquetá. La masacre se produjo cuando Turbay, presidente de la Comisión de Paz de la Cámara de los Diputados de Colombia, y sus compañeros se dirigían a una reunión con líderes guerrilleros en Los Pozos. Las FARC-EP negaron haber cometido la masacre, pero la Fiscalía General abrió una investigación oficial de presuntos guerrilleros basada en los testimonios de pistoleros capturados y otras pruebas.

El nuevo Fiscal General Luis Osorio sentó un precedente inquietante cuando forzó la renuncia del director de la Unidad de Derechos Humanos, del ex director de la Unidad de Derechos Humanos y del ex responsable del Cuerpo Técnico de Investigaciones (CTI) durante sus primeras horas en el cargo. Este cambio de liderazgo y el mensaje que envío amenazó con revertir u obstaculizar investigaciones importantes y provocó un retroceso o la suspensión de casos importantes, entre ellos el de la masacre de Chengue.

Osorio no estaba de acuerdo con la decisión de la unidad de ordenar el arresto del General (ret.) Rito Alejo del Río, el 23 de Julio, por su presunto apoyo a los grupos paramilitares cuando estaba al mando de la Décimo Séptima Brigada en Carepa, Antioquia, entre 1995 y 1997. Del Río era uno de los oficiales despedidos del ejército por el Presidente Pastrana por su historial de violación de los derechos humanos. Además, Estados Unidos canceló su visa de entrada al país por su presunta participación en actos de terrorismo y narcotráfico.

La Ley de Seguridad y Defensa Nacional promulgada por el Presidente Pastrana el 13 de agosto amenazó con reforzar la impunidad por los abusos a los derechos humanos. La ley concedía a las fuerzas de seguridad autoridad policial judicial en ciertas circunstancias y restringía gravemente la capacidad de los investigadores civiles para iniciar investigaciones disciplinarias de personal de las fuerzas de seguridad por violaciones a los derechos humanos cometidas durante operaciones. Además, la ley limitaba la obligación de las fuerzas armadas de informar a las autoridades judiciales sobre la detención de sospechosos, lo que aumentaba el riesgo de torturas.

El Ministerio de Defensa afirmó que, desde que el presidente promulgó un nuevo código penal militar en 2000 que permitía que los comandantes militares suspendieran a los subordinados implicados en toda una serie de delitos, se habían retirado del servicio a más de 500 personas. Sin embargo, el gobierno no aportó información que indicara la razón de las suspensiones, que podría ser de la incompetencia hasta la participación en crímenes de derechos humanos. Además, no existían pruebas de que ninguna de estas personas hubiera sido sometida subsiguientemente a investigaciones por violaciones a los derechos humanos. Mientras tanto, los oficiales acusados de dichos abusos siguieron en el servicio activo y al mando de grupos sobre el terreno.

El gobierno colombiano también afirmó que había detenido a cientos de paramilitares y suspendido a militares que les apoyaban. Sin embargo, los arrestos fueron principalmente de miembros de bajo rango, algunos de los cuales fueron puestos en libertad rápidamente.

Las minas fueron una amenaza para los civiles en toda Colombia. Según el ejército colombiano y observadores independientes sobre minas, se calculaba que el número total de minas en Colombia era de 130.000. Las muertes y las lesiones provocadas por su uso crecieron marcadamente. Hasta mediados de julio de 2001, la Campaña Contra las Minas de Colombia registró ochenta y ocho personas muertas o mutiladas por minas, la mayoría campesinos y sus hijos. Colombia había firmado pero no ratificado el Tratado de Ottawa de 1999 que prohíbe el empleo, el almacenamiento y la exportación de minas.

El desplazamiento forzado continuó aumentando y se registraron al menos 300.000 desplazados colombianos en 2001, la cifra más alta hasta ahora para un solo año. Los colombianos solicitaron visas de salida para viajar al extranjero y pidieron asilo político en otros países.

Kofi Asomani, el coordinador especial sobre el desplazamiento interno de la Oficina de Coordinación de los Asuntos Humanitarios de las Naciones Unidas, visitó Colombia en agosto y concluyó que el conflicto había tenido "consecuencias catastróficas" para la población civil. Asomani concluyó que, a pesar de los programas del gobierno destinados a asistir a los desplazados, éstos seguían padeciendo dificultades extremas, viviendo en condiciones de hacinamiento e insalubridad con acceso limitado a servicios básicos.

La defensa de los derechos humanos

Colombia continuó siendo un lugar sumamente peligroso para los defensores de los derechos humanos, así como para los investigadores del gobierno encargados de casos relacionados con los derechos humanos y el derecho internacional humanitario. Según la Comisión Colombiana de Juristas, en los primeros diez meses de 2001, once defensores de los derechos humanos fueron asesinados.

Entre las víctimas estaban la abogada Alma Rosa Jaramillo Lafourie, que trabajaba con el Programa de Desarrollo y Paz del Magdalena Medio (PDPMM). El cuerpo de la abogada, que había sido secuestrada por paramilitares en Morales, departamento de Bolívar, el 29 de junio, fue hallado por los residentes de un área rural. Según sus compañeros, Jaramillo fue torturada antes de ser ejecutada. Otro colega del PDPMM, Eduardo Estrada, fue asesinado en circunstancias similares el 18 de julio, en la ciudad de San Pablo, Bolívar. La costa del Pacífico de Colombia también fue peligrosa. El 19 de septiembre, hombres armados mataron a tiros a la monja católica y defensora de los derechos humanos Yolanda Cerón Delgado, frente a una iglesia en Tumaco, Nariño.

 

  Los paramilitares intensificaron una campaña anunciada para asesinar a fiscales e investigadores de casos en los que estaban implicados líderes paramilitares.

Los paramilitares intensificaron una campaña anunciada para asesinar a fiscales e investigadores de casos en los que estaban implicados líderes paramilitares. Durante 2001, siete investigadores del gobierno fueron asesinados por presuntos sicarios paramilitares. Entre ellos estaban los tres investigadores que habían trabajado más de cerca en la investigación de la masacre de Chengue. Varios testigos clave de casos importantes también fueron asesinados cuando estaban bajo la custodia del gobierno o cuando estaban suministrando información a los fiscales. La Oficina en Colombia del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos calificó estos asesinatos de "campaña sistemática de retaliación e intimidación" con la que se busca "lograr la impunidad total para los responsables de graves crímenes cometidos en el país."

Los defensores de los derechos humanos se encontraban entre los objetivos principales del avance paramilitar en Barrancabermeja que se inició en diciembre de 2000. Los miembros del Comité Regional para la Defensa de los Derechos Humanos y de la Organización Femenina Popular (OFP) recibieron múltiples amenazas de muerte por teléfono o en persona, y los paramilitares destruyeron una casa que utilizaban para los eventos. "Los paramilitares no sólo nos están matando físicamente, también están acabando con nuestra capacidad de organizarnos, de ser líderes comunitarios," dijo Yolanda Becerra, presidenta de la OFP. "Nos hemos visto obligados a cerrar proyectos fuera de la ciudad porque los paramilitares nos han prohibido que viajemos al río."

Algunos organismos del gobierno intentaron proteger a los defensores amenazados con guardaespaldas, refuerzos antibala en sus oficinas y una red de respuesta de emergencia operada por radiotransmisores. La Oficina de Derechos Humanos de la PNC y el Ministerio del Interior, en particular, adoptaron medidas para proteger a los defensores e investigar denuncias específicas de colaboración policial con grupos paramilitares. El Ministerio del Interior ofreció protección y asistencia en la reubicación de 747 personas entre mayo y mediados de septiembre de 2001.

En muchos casos, sin embargo, la respuesta del gobierno fue lenta, inexistente o abusiva. Por ejemplo, el comandante de la PNC de Barrancabermeja, el Coronel José Miguel Villar Jiménez, atacó a los grupos de derechos humanos afirmando que tenían su origen en la guerrilla e intentaban empañar el buen trabajo que se hacía constantemente con informes e información que hace eco en diferentes organizaciones no gubernamentales internacionales.

El papel de la comunidad internacional

La comunidad internacional desempeño un papel prominente en los esfuerzos para resolver el conflicto de Colombia. Francia, Suiza, Cuba, México, Venezuela, Noruega, España, Italia, Canadá y Suecia acordaron reunirse cada dos semanas con las FARC-EP y actuar como "países facilitadores" del proceso de paz.

Las Naciones Unidas

La oficina del Alto Comisionado para los Derechos Humanos continuó operando en Colombia, a pesar de la escasa cooperación de los funcionarios del gobierno colombiano. Como señaló la Alta Comisionada Mary Robinson en el informe anual de la oficina, "las respuestas gubernamentales a las comunicaciones transmitidas por la Oficina sobre casos y situaciones específicas (como alertas tempranas), en su abrumadora mayoría han sido insatisfactorias, inoperantes y puramente burocráticas." Hizo hincapié en que el resultado final fue que "las funciones y la capacidad de impacto de este mecanismo resultaron muy desaprovechadas por el Gobierno."

Antes de anunciar su salida a final de año, Jan Egeland, el asesor especial sobre Colombia del Secretario General de las Naciones Unidas, visitó con frecuencia el país para asistir en las conversaciones de paz, pero el gobierno no le permitió permanecer en Colombia durante más de ocho días seguidos.

La representante especial del Secretario General sobre Defensores de Derechos Humanos, Hina Jilani, emprendió una misión de averiguación a Colombia en octubre, invitada por el gobierno. La visita acabó amargamente después de que Jilani planteara preguntas sobre el nuevo Fiscal General y su compromiso con el procesamiento de casos relacionados con oficiales militares de alto rango.

La Unión Europea

Las relaciones políticas con la Unión Europea (UE) se vieron fortalecidas en 2001. En marzo, el Comisario de Relaciones Exteriores de la UE, Chris Patten, se reunió con el Presidente Pastrana en Colombia. Poco después, Patten anunció un paquete de ayuda de tres millones de euros para apoyar a la población desplazada y la puesta en marcha de un programa regional andino de derechos humanos.

En julio, la Unión Europea expresó su profunda preocupación por la escalada de violencia, en particular por la retención de un vehículo de la ONU y el secuestro de uno de sus pasajeros colombianos, el ex gobernador del departamento de Meta, Alan Jara, y de dos trabajadores humanitarios alemanes. Las FARC-EP reconocieron haber secuestrado a los trabajadores en un comunicado. La UE declaró que los incidentes ponían seriamente en peligro el proceso de paz y violaban claramente principios fundamentales del derecho internacional." En octubre, uno de los rehenes alemanes escapó y los otros dos fueron liberados. Jara continuaba secuestrado por las FARC-EP cuando se escribió este informe.

Las autoridades españolas detuvieron a Carlos Arturo Marulanda, el ex embajador de Colombia ante la Unión Europea, acusado de haber apoyado a grupos paramilitares que asesinaron y amenazaron a campesinos en el departamento de César. Un juez colombiano ordenó la detención cuando recibió información que implicaba presuntamente al diplomático de manera directa en el apoyo a los paramilitares. Marulanda seguía en España esperando la decisión sobre su extradición cuando se escribió este informe.

Estados Unidos

Estados Unidos continuó concentrándose en la erradicación aérea de los cultivos para la producción de drogas y se mostró cada vez más escéptico públicamente con el proceso de paz. En agosto, el vocero del Departamento de Estado de Estados Unidos, Philip Reeker, acusó a las FARC-EP de "hacer un mal uso de la zona desmilitarizada para abusar de prisioneros, participar en el narcotráfico y, por ejemplo, recibir aparentemente entrenamiento del Ejército Republicano Irlandés (IRA)," en referencia a los tres ciudadanos irlandeses acusados en Colombia en agosto de ayudar a entrenar a guerrilleros. Al mismo tiempo, la Embajadora de Estados Unidos, Anne Patterson, realizó varias declaraciones públicas importantes en defensa de los derechos humanos.

A pesar de dichas preocupaciones, Estados Unidos siguió siendo el país donante más importante para Colombia. También aumentó la ayuda militar a los países vecinos de Colombia, con la intención de fortalecer los controles fronterizos sobre los grupos armados y el narcotráfico.

En marzo, el Secretario de Estado Colin Powell anunció ante el Congreso de Estados Unidos que iba a pedir otros 400 millones para Colombia para el año fiscal 2002, una cifra más o menos equivalente a la ayuda recibida por Colombia en 2000 y 2001. Cuando se escribió este informe, la legislación contenía condiciones de derechos humanos y no contemplaba el poder presidencial de anularlas, lo que significaba que Colombia tendría que mostrar avances concretos en la ruptura de los lazos entre las fuerzas de seguridad y los paramilitares para poder recibir la ayuda. Un día antes de la fecha prevista para su visita a Colombia, suspendida después de los atentados contra el World Trade Center y el Pentágono el 11 de septiembre, el Secretario Powell también anunció que Estados Unidos había incluido a las AUC en la lista oficial de grupos terroristas, junto con las FARC-EP y la UC-ELN, lo que permitía a los funcionarios estadounidenses congelar las cuentas en Estados Unidos de las personas que contribuyeran al grupo.

Entre 1998 y 2001, once unidades del Ejército de Colombia fueron examinadas en material de derechos humanos y aprobadas para recibir asistencia de seguridad de Estados Unidos. Además, todas las unidades antinarcóticos de la PNC, la Fuerza Aérea Colombiana, la Armada de Colombia y la Infantería de Marina de Colombia obtuvieron la autorización para recibir asistencia de Estados Unidos.

Aunque se siguieron citando los derechos humanos como una preocupación política importante, Estados Unidos violó el espíritu de sus propias leyes y, en algunos casos, restó importancia a los vínculos entre las fuerzas armadas colombianas y los grupos paramilitares para poder continuar financiando a unidades abusivas. En concreto, aparecieron pruebas comprometedoras de las relaciones entre los paramilitares y unidades de las fuerzas armadas colombianas desplegadas dentro de la campaña antinarcóticos de Estados Unidos en el Sur de Colombia. Lo que demostró que tropas examinadas, financiadas y entrenadas por Estados Unidos se estaban mezclando libremente con unidades que mantenían estrechos lazos con los paramilitares.

Este fue el caso del Primer y Segundo Batallón Antinarcóticos. En su primer despliegue conjunto en diciembre de 2000, estos batallones dependían considerablemente del apoyo y la asistencia logística de la Vigésimo Cuarta Brigada del Ejército, especialmente con respecto a la inteligencia, las relaciones civiles-militares y las operaciones psicológicas. Sin embargo, existían pruebas abundantes y creíbles que demostraban que la XXIVa Brigada colaboraba habitualmente y apoyaba a grupos paramilitares en el departamento de Putumayo. De hecho, la XXIVa Brigada albergó a tropas del batallón antinarcóticos en sus instalaciones de La Hormiga-una ciudad donde, según testigos, no se podían distinguir las tropas del Ejército de Colombia de los paramilitares.

 

  La aplicación de las condiciones de derechos humanos resultó inconsistente si se consideraba que una unidad era clave para la estrategia de Estados Unidos.

La aplicación de las condiciones de derechos humanos resultó inconsistente si se consideraba que una unidad era clave para la estrategia de Estados Unidos. Los funcionarios de la embajada reconocieron abiertamente que aplicaban las condiciones de manera subjetiva. En ciertos casos, si una unidad se consideraba suficientemente importante para los objetivos de la guerra contra las drogas, Estados Unidos se saltó sus propias leyes de derechos humanos para continuar financiándola y entrenándola.

Un ejemplo fue el Comando Aéreo de Combate No. 1, parte de la Fuerza Aérea de Colombia. El Departamento de Estado no suspendió la asistencia de seguridad a esta unidad a pesar de las pruebas creíbles de que una de las tripulaciones de sus helicópteros había cometido una violación grave en la aldea de Santo Domingo, cerca de Arauca, en 1998, al bombardear una casa donde se habían refugiado civiles. Cuando se escribió este informe, casi tres años después del incidente, no se había investigado efectivamente ni disciplinado a ningún soldado por el ataque que acabó con las vidas de siete niños y once adultos. Durante todo ese tiempo, el Comando Aéreo de Combate No. 1 siguió contando con autorización para recibir asistencia de seguridad y entrenamiento de Estados Unidos.

En un informe elaborado por la Oficina de Contabilidad General de Estados Unidos se concluyó que los campesinos desplazados por la campaña antidroga estadounidenses recibían muy poca ayuda después de los primeros noventa días de su desplazamiento. Conforme al plan de ayuda estadounidense, se había asignado 37 millones de dólares para atender a las personas desplazadas, especialmente las personas afectadas por los esfuerzos de erradicación en el Sur de Colombia.

Estados Unidos adoptó algunas medidas positivas con respecto a los derechos humanos en Colombia. La ley de ayuda al extranjero aprobada por el Congreso de Estados Unidos para el año fiscal 2002 contenía fuertes condiciones de derechos humanos para la asistencia de seguridad sin autoridad presidencial para su anulación, una mejora clara con respecto a la legislación anterior. La Agencia Internacional para el Desarrollo de Estados Unidos (USAID) hizo donaciones a siete grupos de derechos humanos en Colombia por un total de 575.000 dólares. La USAID también contribuyó a la asistencia a 176.000 personas desplazadas forzadas por la erradicación aérea y la violencia política y apoyó un programa de 2,5 millones de dólares para niños ex combatientes. Sin embargo, la ayuda propuesta para la Unidad de Derechos Humanos de la Fiscalía se destinó a la compra de equipo costoso que solo benefició marginalmente a este organismo, que siguió enfrentándose a graves problemas para trasladar a sus fiscales a las escenas de cr ímenes y ofrecerles la más mínima protección. En 2000 y el primer trimestre de 2001-un período de quince meses-la Unidad de Derechos Humanos de la Fiscalía y los asesores de la Procuraduría solo recibieron 65.763 dólares de la USAID. Lo que suponía menos del promedio de la cantidad de ayuda militar estadounidense que se gasta en Colombia en dos horas.

El informe anual sobre derechos humanos publicado por Departamento de Estado reflejo con precisión la situación en Colombia y ofreció un panorama detallado y tenebroso de los abusos. Igual de importante fue la Embajadora de Estados Unidos, Anne Patterson, empezara una política largamente esperada de manifestaciones sobre la situación de los derechos humanos y expresara su preocupación por casos específicos. En diciembre de 2000, su llamada telefónica oportuna al comandante militar de un batallón de Barrancabermeja fue un factor crítico para impulsar a las autoridades colombianas a responder al avance paramilitar. También apoyó públicamente la labor del Alto Comisionado para los Derechos Humanos en Colombia y se manifestó sobre la importancia de su trabajo en momentos críticos.

 

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El 11 de septiembre
y la guerra en Afganistán






Crisis en Colombia