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El domingo pasado Nayib Bukele fue reelegido presidente de El Salvador y nadie puede cuestionar que es altamente popular. Pero esta elección difícilmente puede ser considerada justa. Bukele ha desmontado los requisitos básicos de cualquier democracia respetuosa de los derechos humanos, incluyendo la independencia judicial y las garantías para la prensa y la sociedad civil.

Bukele cooptó el poder judicial, empezando por la Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema. Y, tal como hicieron Daniel Ortega en Nicaragua y Evo Morales en Bolivia, se aprovechó de este control para saltarse las disposiciones constitucionales que prohíben la reelección inmediata.

Bukele también controla la Asamblea Legislativa. La ha utilizado, entre otras medidas, para reformar las reglas electorales pocos meses antes de las elecciones. Estas reformas, según denuncian expertos electorales, le permitirían al partido de Bukele aumentar aún más su mayoría en la Asamblea.

Tampoco se puede negar que la popularidad de Bukele responde a que su gobierno logró reducir notablemente los principales indicadores de violencia en El Salvador. Durante sus primeros años, el gobierno de Bukele negoció de forma secreta beneficios carcelarios y protección frente a extradiciones para las pandillas a cambio de que redujeran los asesinatos.

Cuando estas negociaciones fracasaron, Bukele acudió a detenciones masivas sobre todo en comunidades pobres. Con derechos constitucionales suspendidos, las fuerzas de seguridad detuvieron a más de 75.000 personas, incluyendo al menos 2.800 niños, niñas y adolescentes.

Como hemos documentado en terreno, muchas personas detenidas no tenían nada que ver con las pandillas, muchos han sido torturados y algunos, desaparecidos forzosamente. En los juicios, por ejemplo, en audiencias virtuales con más de 500 imputados, se han violado las garantías más básicas de debido proceso.

Hay motivos para dudar de la sostenibilidad y efectividad de esta política. A la fecha pocos detenidos han sido condenados. Y la experiencia en la región, incluyendo en El Salvador a comienzos de siglo, demuestra que, paradójicamente, el encarcelamiento masivo permite al crimen organizado fortalecer su reclutamiento.

Así y todo, no es difícil entender por qué Bukele es popular en otros países de la región. América Latina y el Caribe registran la tasa de homicidios más alta del mundo, con 15 por cada 100.000 habitantes en 2021. Y varios países de la región, en especial Ecuador, han sufrido en los últimos años un aumento preocupante de la violencia. Muchos ciudadanos están hartos de la violencia y la extorsión, con razón, y quieren soluciones inmediatas, así no sean sostenibles. Pero ningún país debería sacrificar los derechos de sus ciudadanos para frenar la violencia. Los gobernantes de la región tienen la responsabilidad de proteger a la ciudadanía con políticas de seguridad que sean al mismo tiempo efectivas y respetuosas de los derechos humanos.

Eso implica fortalecer la capacidad del poder judicial para hacer investigación forense y develar y cortar las redes de financiación, lavado de activos, tráfico de armas y corrupción. Supone fortalecer el control civil sobre las fuerzas militares y la policía, y robustecer la judicialización de los máximos responsables de los crímenes violentos que más afectan a la ciudadanía. También es necesario ofrecer alternativas de educación y empleo para jóvenes, para evitar el reclutamiento.

Lejos de ser un modelo, la estrategia de Bukele es una amenaza los derechos humanos en la región. Ya hemos visto en países como Venezuela cómo queda desprotegida la población cuando se permite que un líder, por más popular que sea inicialmente, concentre todo el poder. Para evitar que esta amenaza se propague los gobernantes democráticos deben garantizar la seguridad y proteger los derechos humanos.

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