La Situación de los Derechos Humanos

A pesar del aumento de la atención nacional e internacional a las violaciones de los derechos humanos y el derecho internacional humanitario, el saldo de bajas civiles en Colombia se mantuvo alto en 1998. Las elecciones presidenciales de julio provocaron llamamientos por la paz, pero tanto la guerrilla como los paramilitares, estos últimos operando con frecuencia con la aquiescencia o el apoyo abierto de las fuerzas de seguridad, lanzaron ofensivas que hicieron perder la esperanza. Cuando se escribió este informe, el nuevo presidente, su gabinete y el nuevo estado mayor del ejército todavía no habían adoptado las primeras medidas necesarias para acabar con la impunidad y llevar ante la justicia a los violadores de los derechos humanos. Por su parte, la guerrilla siguió ignorando abiertamente el derecho internacional humanitario mientras criticaban las violaciones por parte de las fuerzas gubernamentales.

Aunque siguió siendo difícil confirmar las cifras exactas y muchos casos no fueron denunciados ni investigados, el Banco de Datos gestionado por dos organizaciones de derechos humanos, el Centro de Investigación y Educación Popular (CINEP) y la Comisión Intercongregacional de Justicia y Paz (Justicia y Paz), informó que 619 personas habían muerto por motivos políticos en los primeros seis meses de 1998. En los casos en que se sospechaba la autoría del asesinato, 73 por ciento de las muertes se atribuían a los paramilitares, 17 por ciento a la guerrilla y 10 por ciento a los agentes del Estado. Estas cifras no incluían los combatientes caídos en combate.

Las iniciativas para la aprobación de leyes cruciales en materia de derechos humanos se estancaron en el Congreso, entre ellas la reforma del código penal militar y una ley para tipificar el delito de las desapariciones forzadas. La administración saliente de Ernesto Samper no promovió enérgicamente estas medidas, y perdió la oportunidad de lograr importantes reformas en materia de derechos humanos. Esta obligación la heredó el Gobierno de Andrés Pastrana, que, cuando se escribió este informe, no había anunciado un plan para tratar temas tales como el constante apoyo militar a los grupos paramilitares y la impunidad.

El ejército colombiano siguió cometiendo violaciones graves y mostró poco interés en investigar o sancionar a los responsables. Al igual que en el pasado, el origen de estos abusos era el empeño constante del ejército colombiano en no aplicar las normas de derechos humanos ni distinguir entre civiles y combatientes. En el occidente de Colombia, donde la fuerza de los paramilitares era débil, el ejército estuvo directamente implicado en el asesinato de civiles y de prisioneros capturados fuera de combate, así como en casos de tortura y amenazas de muerte. En el resto del país, donde los paramilitares habían establecido una fuerte presencia desde la década pasada, el ejército tampoco emprendió acciones contra ellos y toleró sus actividades, que incluyeron graves violaciones del derecho internacional humanitario. Además, el ejército suministró la información de inteligencia y el apoyo logístico necesarios para llevar a cabo operaciones a varios grupos paramilitares, a los que promovió activamente y con los que realizó maniobras conjuntas.

Oficiales de alto rango del ejército siguieron alegando que los soldados estaban implicados directamente en menos abusos que en el pasado, mientras se mantenía el empleo y la tolerancia de los paramilitares por parte del ejército. Como señaló en su informe de marzo de 1998 la oficina en Bogotá de la Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Refugiados, "a menudo testigos afirman que se trató de acciones perpetradas por militares haciéndose pasar por paramilitares, de acciones conjuntas de miembros de la fuerza pública y paramilitares o de acciones de paramilitares que contaron con la complicidad, el apoyo o la aquiescencia de ésta."

Durante todo el año, las fuerzas de seguridad ignoraron las amenazas de masacres paramilitares y adoptaron muy pocas medidas para proteger a la población civil. En el caso de Puerto Alvira, Meta, los funcionarios locales y la Defensoría del Pueblo alertaron a las autoridades más de una docena de veces sobre el inminente ataque. No obstante, el 4 de mayo, los paramilitares tomaron la ciudad sin trabas y, según se informó, asesinaron al menos 21 personas, entre ellos propietarios de comercios y un niño de cinco años.

La Vigésima Brigada del Ejército Colombiano, que centralizaba la inteligencia militar, era una de las unidades más temidas en Colombia hasta la suspensión de sus operaciones, el 19 de mayo de 1998, a la espera de una reorganización, debido en parte a las violaciones de los derechos humanos. Los investigadores del Gobierno relacionaron a la Vigésima Brigada con el asesinato en 1995 del destacado líder Álvaro Gómez Hurtado, dentro de una aparente conspiración para dar un golpe de Estado militar.

En noviembre de 1997, no se aprobó el ascenso de cuatro agentes de la Vigésima Brigada, lo que acababa efectivamente con sus carreras, y las fuerzas armadas retiraron a un ex comandante de la brigada. Sin embargo, no tenemos conocimiento de que se haya iniciado alguna investigación criminal de los comandantes de la Vigésima Brigada que encabezaban la unidad cuando amasó su historial de asesinatos.

La impunidad siguió siendo la regla para los oficiales que violaron los derechos humanos. Un caso ilustrativo es el de la Red de Inteligencia Naval No. 7, responsable de docenas de ejecuciones extrajudiciales en el interior y las inmediaciones de la ciudad de Barrancabermeja, Santander, entre 1991 y 1993. A pesar de las pruebas abrumadoras que demostraban que el teniente coronel Rodrigo Quiñones y siete soldados habían planeado, ordenado y pagado a sicarios y paramilitares para que llevaran a cabo estos asesinatos, los ocho fueron rápidamente absueltos por un tribunal militar en 1994.

En 1998, una corte civil condenó por asesinato a dos empleados civiles de la Red de Inteligencia Naval No. 7. En su sentencia, el juez civil se mostró "perplejo" ante las absoluciones de los militares involucrados, dado que consideraba que las pruebas contra los oficiales eran "irrefutables... Con ello [la absolución] lo único que hacen [las fuerzas armadas] es una apología del delito, que certeza de los hechos y responsabilidad de su autoría se encuentra más que demostrada," escribió. En septiembre, la Procuraduría también concluyó que los oficiales de la Armada habían formado, promovido, dirigido y financiado a grupos paramilitares para llevar a cabo docenas de ejecuciones extrajudiciales.

Aunque la Corte Constitucional de Colombia decretó en 1997 que los casos relacionados con miembros de las fuerzas armadas acusados de violaciones de los derechos humanos y del derecho humanitario deberían ser juzgados en las cortes civiles, el Consejo Superior de la Judicatura, organismo encargado de resolver las disputas jurisdiccionales entre las cortes civiles y los tribunales militares, siguió emitiendo dictámenes con frecuencia en favor de la competencia militar. Los pocos casos trasladados a la competencia civil estaban sobre todo relacionados con agentes de policía, y no soldados, y ninguno de ellos con un rango superior al de mayor.

Cuando se escribió este informe, la administración Pastrana aún no se había pronunciado con respecto a un proyecto de ley, estancado en el Senado de Colombia, para la reforma del código penal militar. Sin embargo, casos tales como el relacionado con la Red de Inteligencia Naval No. 7 destacaron la necesidad urgente de acabar con la impunidad que hasta ahora habían concedido los tribunales militares.

Los oficiales militares que no detuvieron y ni siquiera persiguieron a los paramilitares continuaron estando protegidos y algunos de ellos fueron incluso ascendidos. En lugar de recibir una sanción por permitir reiteradas masacres paramilitares en su jurisdicción en 1997, el Comandante de la Séptima Brigada, general Jaime Uscátegui, fue ascendido al mando de una unidad de elite en el departamento de Caquetá, en 1998.

La Policía Nacional también estuvo implicada en abusos, entre ellos las ejecuciones extrajudiciales de muchachos sospechosos de simpatizar con la guerrilla. En las áreas con presencia paramilitar, agentes de policía estuvieron directamente involucrados en acciones conjuntas militar-paramilitares y a veces organizaron a paramilitares y les suministraron información para confeccionar listas negras. Por ejemplo, los investigadores del Gobierno concluyeron en 1998 que la policía de La Ceja, Antioquia, había organizado y movilizado a los paramilitares considerados responsables de al menos 30 asesinatos entre 1996 y 1997.

Cuando, en marzo de 1998, la Iglesia Católica patrocinó talleres sobre derechos humanos en El Peñol, Antioquia, e invitó a agentes de la policía local, los organizadores supieron que la policía planeaba asistir con la única intención de tomar notas y fotografiar a los asistentes, lo que apuntaba a un intento de identificar y perseguir posteriormente a los defensores de derechos humanos o de simplemente desalentar la participación de los residentes. Poco después, los organizadores de los talleres empezaron a recibir amenazas de muerte por teléfono.

Tras una avalancha de denuncias de abusos, entre ellos masacres, cometidos por los Servicios de Vigilancia y Seguridad Privada (CONVIVIR) compuestos por civiles autorizados por el Gobierno para ofrecer servicios de seguridad en el ámbito local, el presidente saliente, Ernesto Samper, suspendió la creación de nuevas CONVIVIR. La Corte Constitucional prohibió a estas asociaciones, ahora con el nombre de Servicios Comunitarios, que reunieran inteligencia para las fuerzas de seguridad y recibieran armas suministradas por el Ejército, prácticas habituales anteriormente.

Mientras tanto, los investigadores del Gobierno emprendieron investigaciones de los oficiales del Ejército que establecieron y apoyaron a estas asociaciones sin la aprobación del Gobierno. Por ejemplo, la asociación Las Colonias en Lebrija, Santander, fue creada sin permiso del Gobierno por el general Fernando Millán en la base de la Quinta Brigada, que estaba bajo su mando. La asociación extorsionó periódicamente a los residentes y cometió presuntamente una serie de asesinatos, robos y amenazas de muerte. Entre sus miembros, antes de su disolución, se encontraban varios paramilitares conocidos de la región del Magdalena Medio. El estado mayor del ejército impidió que los fiscales interrogaran a Millán e interpuso un recurso jurisdiccional, alegando que, dado que Millán estaba en el servicio activo y cumpliendo tareas oficiales, el caso debería ser juzgado por un tribunal militar. En octubre, este caso, como otros cientos en el pasado, fue remitido a un tribunal militar.

Por su parte, los paramilitares siguieron cometiendo masacres, asesinatos de civiles y combatientes fuera de combate, tortura, mutilación de cadáveres, amenazas de muerte, desplazamientos forzados, tomas de rehenes y pillajes. Por ejemplo, en los primeros ocho meses de 1998, los paramilitares fueron relacionados con la mayoría de las masacres cometidas, entendidas como la muerte de cuatro o más personas en el mismo lugar y al mismo tiempo. En muchos casos, los cadáveres fueron además desmembrados, decapitados, y mutilados con machetes, sierras eléctricas y ácido.

Una de las masacres más flagrantes ocurrió en la ciudad de Barrancabermeja. El 16 de mayo de 1998, las Autodefensas de Santander y Sur del Cesar mataron a once residentes y detuvieron arbitrariamente al menos 31. Posteriormente, el grupo, una de las siete organizaciones aliadas en las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), reivindicó el asesinato de la mayoría de las personas a las que habían detenidos arbitrariamente y quemado sus cuerpos. La Fiscalía vinculó posteriormente al menos un soldado del ejército con la planificación de la incursión paramilitar.

Aunque la Fiscalía dictó un número creciente de órdenes de detención de líderes paramilitares, entre ellos el líder de las AUC Carlos Castaño, las fuerzas de seguridad practicaron muy pocos arrestos. Una excepción destacada fue la captura el 25 de febrero de Víctor Carranza, un poderoso aliado de Castaño. Cabe señalar que Carranza fue capturado por la agencia de seguridad civil adscrita a la Fiscalía, el Cuerpo Técnico de Investigación (CTI), que no informó de antemano a las fuerzas de seguridad por temor de que alertaran a Carranza.

La guerrilla también cometió abusos graves en 1998. Cuando las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) consideraron que existía un beneficio político, insistieron en el respeto al derecho humanitario. Sin embargo, cuando no existía un beneficio político aparente, las FARC no hicieron prácticamente ningún esfuerzo por acatar estas normas. Por ejemplo, Human Rights Watch recibió informes creíbles y consistentes de que las FARC empleaban los cadáveres de combatientes muertos como trampas cazabobos, un acto de perfidia en virtud del derecho humanitario. Después de un enfrentamiento cerca de Fomeque, Cundinamarca, el 16 de febrero de 1998, el ejército recogió los cuerpos de tres soldados, que fueron trasladados en helicóptero a Santafé de Bogotá. Al llegar a su destino, se detonaron los explosivos ocultos en el cadáver del capitán Luis Hernando Camacho, matando a dos soldados e hiriendo a cinco.

La Unión Camilista-Ejército de Liberación Nacional (UC-ELN) ejecutó habitualmente a soldados y agentes de policía capturados fuera de combate, con frecuencia frente a docenas de testigos. Tan sólo en el primer semestre de 1998, la UC-ELN mató al menos 32 civiles y combatientes fuera de combate, según el Banco de Datos.

Se informó que, en el mismo período, la UC-ELN hizo detonar explosivos más de una cuarentena de veces en los 770 kilómetros de oleoducto que conectan los campos petrolíferos del este de Colombia con el puerto caribeño de Coveñas. La UC-ELN no atacó el oleoducto por razones militares sino para extorsionar dinero y hacer conocer su oposición al tipo de acuerdos entablados entre Colombia y las corporaciones multinacionales.

El Ejército Popular de Liberación (EPL) también participó en violaciones constantes y atroces del derecho internacional humanitario, entre ellas asesinatos de familiares de desertores. Por ejemplo, después de que dos rehenes del EPL, María Constanza y Juan Carlos Morales Ballesteros, escaparan del secuestro con ayuda de un militante del EPL, los guerrilleros capturaron a la familia del compañero, el 18 de noviembre de 1997, y se vengaron matando a su madre y a su hermano e hiriendo a otro hermano.

Todos los grupos guerrilleros continuaron practicando la toma de rehenes para extorsionar o hacer conocer una postura política. Según la Fundación País Libre, una organización no gubernamental que recopila información sobre secuestros, la guerrilla es la responsable de la mitad de los alrededor de 1.088 secuestros registrados en los primeros siete meses de 1998.

Todas las partes en conflicto siguieron empleando minas. Por ejemplo, la UC-ELN plantó minas en áreas pobladas de Antioquia, Arauca y Santander, entre otras, lo que puso en peligro a la población civil y provocó bajas de campesinos y niños. Aunque Colombia firmó el Tratado de las Minas en diciembre de 1997, todavía no lo ha ratificado.

El desplazamiento forzado siguió siendo un problema grave. Según el Grupo de Apoyo a Desplazados (GAD), alianza de grupos de derechos humanos, religiosos y de ayuda humanitaria, más de un millón de colombianos han sido desplazados por la violencia. Las causas principales del desplazamiento forzado fueron las violaciones de los derechos humanos y del derecho humanitario. El desplazamiento fue consecuencia además de poderosos intereses empresariales, que unieron sus fuerzas a los paramilitares para obligar la salida de campesinos pobres de sus tierras, con el fin de ocuparlas posteriormente o comprarlas a precios irrisorios.

Varias regiones sacudidas por masacres, combates, asesinatos planificados y amenazas dieron origen al desplazamiento forzado en 1998: los departamentos norteños de Antioquia, Bolívar, Cesar y Norte de Santander; la región del Magdalena Medio; y la región conocida como Urabá, en la frontera con Panamá y que abarca el norte del departamento de Chocó. Además, el desplazamiento forzado se extendió a nuevas áreas que antes estaban al margen del conflicto, como los departamentos de Chocó y Putumayo.

Otro fenómeno relativamente nuevo en 1998 fue la persecución de líderes de las comunidades de desplazados, acusados por los combatientes de simpatizar con el enemigo o de organizar desplazamientos como parte de una estrategia militar. El 28 de abril de 1998, hombres armados que afirmaron pertenecer a las ACCU capturaron a seis personas en un asentamiento de familias desplazadas en Bello, Antioquia, mataron al menos cuatro de ellas y "desaparecieron" al resto.

Las medidas gubernamentales para asistir a los desplazados cayeron presa de la falta de financiación, la coordinación insuficiente entre agencias del Gobierno y la mala información. La mayoría de los desplazados colombianos siguieron viviendo en un clima de miseria y terror. Las ciudades colombianas acogieron a las familias desplazadas en sus barriadas crecientes, y los desplazados se instalaron con frecuencia en los márgenes de esos asentamientos de por sí marginales. Otros se refugiaron en campamentos provisionales. En agosto, cientos de familias desplazadas procedentes del sur de Bolívar empezaron a llegar a Barrancabermeja, Santander, y negociaron un acuerdo con el gobierno para su retorno a salvo. Sin embargo, incluso cuando las familias comenzaron a caminar de regreso a sus hogares y tierras, se plantearon nuevas preocupaciones por su seguridad en una región todavía desgarrada por el combate.

En algunos casos, el Gobierno obligó a los desplazados a regresar a sus comunidades a pesar de no poder garantizar su seguridad. Por ejemplo, según prácticamente todos los observadores informados y los propios desplazados consultados por el Comité para los Refugiados de Estados Unidos (U.S. Committee for Refugees), desde el momento de la llegada a Pavarandó y Turbo, a finales de 1997, de cientos de desplazados procedentes de Riosucio, el Gobierno empezó a presionarles para que regresaran a sus casas. Aunque muchas personas desplazadas declararon su deseo de retornar, insistieron en que el Gobierno garantizara su seguridad. En noviembre de 1997, el Gobierno anunció que los desplazados en Pavarandó habían aceptado volver a sus casas y firmarían un acuerdo para tal efecto. Pero los desplazados se negaron a firmar, debido a que en el acuerdo no se garantizaba su seguridad.

Según el informe de marzo de 1998 de la Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, el retorno se había promovido "sin que pudieran garantizar condiciones de seguridad mínimas y sin que hubieran desaparecido las causas que generaron el desplazamiento."

Las condiciones penitenciarias siguieron siendo nefastas, sobre todo para los presos considerados mandos medios o bajos en las organizaciones insurgentes. Mientras los líderes de estos grupos eran albergados en "suites" dentro de los centros de máxima seguridad con libre acceso a alimentos y medicinas, los presos de a pie vivían muy hacinados en bloques de celdas donde los actos de violencia eran habituales, así como las carencias crónicas de alimentos, agua y atención médica. En un incidente sangriento que tuvo lugar en abril, 15 presos murieron en una pelea entre bandas en la prisión La Picota, al sur de Bogotá.

Según el Instituto Nacional Penitenciario y Carcelario, que administra las prisiones colombianas, el 49 por ciento de todos los presos no había sido condenado. Aunque las prisiones de Colombia habían sido construidas para albergar a unos 32 mil presos, la población carcelaria real era de bastante más de 43 mil.


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