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El gobierno de Estados Unidos: Una credibilidad comprometida

En el pasado, muchos habrían esperado que Estados Unidos asumiera el liderazgo para hacer frente a estos desafíos. Aunque nunca un consistente promotor de los derechos humanos, Washington ha sido uno prominente e influyente. No obstante, ahora su voz suena vacía—una enorme pérdida para la causa de los derechos humanos. Muy aparte del resultado de su fallida invasión de Irak, su credibilidad como proponente de derechos humanos se ha visto empañada por los abusos que practica en nombre de la guerra contra el terrorismo. Pocos embajadores estadounidenses se atreven a protestar contra los rudos interrogatorios, la detención sin juicio o incluso las “desapariciones” por parte de otro gobierno, sabiendo cuán fácilmente un interlocutor podría devolver la acusación citando la mala conducta de Estados Unidos como excusa para los abusos de su propio gobierno. La vulgaridad de tal excusa no reduce su embarazosa efectividad. Tampoco puede haber consuelo en el hecho de que Estados Unidos está lejos de ser el peor violador de los derechos humanos en el mundo. Los abusos que ha cometido han provocado suficiente daño.

El año pasado despejó cualquier duda acerca de que el uso de la tortura y otros malos tratos por parte de la administración Bush fue una cuestión de política dictada desde arriba, en vez de conductas aberrantes de unos cuantos interrogadores de bajo nivel. La administración alegó que había abjurado de la tortura pero se rehusó a clasificar como tortura prohibida el simulacro de ejecución mediante el cual se sumerge a una persona en agua hasta casi provocarle el ahogamiento—la clásica técnica ahora conocida como “water boarding”. A pesar de la absoluta prohibición de las normas internacionales al trato cruel, inhumano o degradante, la administración afirmó que impondría dicho abuso siempre y cuando la víctima fuera una persona no estadounidense detenida fuera de Estados Unidos—una posición que abandonó sólo después de que el Congreso estadounidense adoptara en 2005 la Ley sobre Tratamiento de Detenidos, por mayoría sin posibilidad de veto. Quizás el punto bajo se dio en septiembre de 2006, cuando el presidente Bush defendió la tortura refiriéndose a ésta de manera eufemística como “una serie alternativa de procedimientos [para interrogatorio]”.

En vista de tales acontecimientos y de la resistencia cada vez mayor a estas técnicas ilegales por parte de miembros uniformados del ejército de Estados Unidos, el Pentágono adoptó en septiembre un nuevo Manual de Campo del Ejército sobre Interrogatorios de Inteligencia, el cual prohíbe el interrogatorio coercitivo por sus propias fuerzas. Aun así, la administración continúa insistiendo en conferir a interrogadores de la Agencia Central de Inteligencia (CIA) el poder de utilizar estas técnicas coercitivas. La Ley sobre Comisiones Militares, adoptada por el Congreso en septiembre, reafirmó la absoluta prohibición al trato cruel, inhumano o degradante, pero socavó la aplicación al negarles a las personas detenidas el derecho a desafiar en un tribunal su detención y tratamiento.

Similar preocupación provoca el uso continuo, por parte del gobierno, de la detención arbitraria como herramienta de contraterrorismo. La administración ha sacado de toda proporción el poder tradicional de las partes en guerra de detener a combatientes enemigos hasta el fin de un conflicto armado. Blandiendo el concepto de una “guerra global contra el terrorismo”, la administración se arroga el poder de detener como “combatiente enemigo”, sin supervisión judicial, a todo no estadounidense en cualquier lugar del mundo y retenerlo sin cargos formales o juicio todo el tiempo que a la administración le plazca—incluso hasta el fin de la vida del detenido. La administración niega la necesidad de establecer algún vínculo entre el detenido y su participación fáctica en un conflicto armado—una restricción tradicional a este poder en tiempos de guerra de limitar los derechos al debido proceso. Los derechos más básicos se encuentran en riesgo cuando un gobierno ejerce un poder tan extraordinario.

En efecto, la arrogación del poder por parte de la administración se extiende incluso a la declarada autoridad para “desaparecer” personas—secuestrarlas subrepticiamente sin ningún reconocimiento, sin abogado, sin la visita de la Cruz Roja, sin contacto alguno con el mundo. Esta odiosa práctica, condenada amplia y correctamente por Estados Unidos en el pasado cuando era ejecutada por otros gobiernos, hace que amistades y familiares se pregunten por qué su ser querido ha desaparecido y si él o ella aún vive.

Tales abusos cometidos en nombre del contraterrorismo sólo han agravado la amenaza terrorista. El uso de la tortura y de la detención arbitraria alienta el reclutamiento terrorista en comunidades que se identifican con las víctimas. También aleja a esas comunidades de agentes de las fuerzas de seguridad que están tratando de llegar a ellas para obtener pistas sobre actividades sospechosas—una fuente mucho más importante de inteligencia que las declaraciones que se le extraen a un sospechoso a través de prácticas abusivas. Además, sacrifica una elevada postura moral al erosionar el principio de que los fines loables no pueden justificar los medios despreciables.

Esta catastrófica trayectoria ha dejado a Estados Unidos efectivamente incapaz de defender algunos de los derechos más básicos. Estados Unidos aún puede promover la libertad de expresión, de asociación y de culto—ámbitos en los cuales, en gran medida, practica lo que predica. Pero cuando se trata de derechos fundamentales como el de no ser sometido a tortura ni a detención arbitraria, la hipocresía hace que una eficaz defensa sea prácticamente imposible.

La visita del presidente chino Hu Jintao en abril de 2006 a Washington puso en evidencia esta limitación. En una rara excepción a su acostumbrada práctica, el presidente Bush mencionó la frase “derechos humanos”, pero rápidamente especificó que se refería a “la libertad de asociación, de expresión y de culto”—todos éstos objetivos loables, libertades que Estados Unidos respeta, pero en absoluto una confrontación directa al gobierno de China por su uso de la detención arbitraria y condiciones carcelarias abusivas con el fin de reforzar su control del poder.

Se podría esperar que este efectivo silenciamiento de la voz de Estados Unidos acerca de los derechos humanos tendría una corta vida—el producto del desprecio de una administración particular hacia cualquier restricción a su poder. Mucho dependerá de las medidas adoptadas por un nuevo Congreso para remediar los peores excesos de la administración y por un gobierno sucesivo decidido a revertirlos y castigarlos.

Sin embargo, el daño ocasionado también es más fundamental. Ahora, los gobiernos abusivos convenientemente equiparan el avance de los derechos humanos con el “cambio de régimen” y la invasión de Irak—una ecuación que Sudán ha utilizado con efecto letal para evadir las presiones en cuanto a Darfur. Algunos estadounidenses están haciendo lo mismo. Sostener la voluntad y capacidad de Estados Unidos para promover los derechos humanos requerirá de un divorcio entre el militarismo de la visión neoconservadora y la loable búsqueda de la gobernanza democrática. El apoyo popular a la defensa de los derechos humanos podría depender de separar la indiferencia imperial de la administración hacia las fronteras nacionales—supuestamente en nombre de los derechos humanos pero en situaciones que están muy lejos de compararse con aquéllas que justifican una intervención humanitaria—de la obligación esencial de defender a las víctimas de represión política y otras violaciones.