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Tras dos años de Primavera Árabe, la euforia parece haber pasado a la historia. Los días de protestas y triunfos han sido sustituidos por la indignación ante las atrocidades en Siria; la frustración por la inmunidad generalizada de los monarcas de la región frente a las presiones para conseguir reformas; el temor a que los grandes ganadores del levantamiento sean islamistas que podrían restringir los derechos de las mujeres, las minorías y los disidentes; y la decepción porque, incluso en los países que han experimentado un cambio de régimen, los cambios fundamentales han sido lentos e inestables. A pesar de lo dificultoso que resulta poner fin a un régimen abusivo, es muy posible que la parte más complicada sea el día después. 

No debería sorprender que no sea fácil construir una democracia en la que se respeten los derechos humanos partiendo de un legado de represión. Las transiciones del comunismo en Europa Oriental y la antigua Unión Soviética generaron muchas democracias, pero también muchas dictaduras. La evolución democrática de América Latina a lo largo de las últimas dos décadas no ha sido linear en absoluto. El progreso en Asia y África ha sido desigual y esporádico. Incluso la Unión Europea (UE), que ha logrado imponer como condiciones para el ingreso la reforma democrática y respeto por los derechos humanos, ha tenido más dificultades para frenar los impulsos autoritarios cuando los países —más recientemente Hungría y Rumania— ya eran miembros.  

Es más, los que han sobresalido en el derrocamiento de autócratas no suelen estar en mejor posición para desarrollar un gobierno de mayoría. El arte de la protesta no es necesariamente equiparable a las habilidades necesarias para gobernar. Además, en ocasiones los aliados para derrocar a un déspota no son los mejores socios para sustituir el despotismo.

Sin embargo, los que añoran la cotidianidad de la dictadura deberían recordar que las incertidumbres de la libertad no son una razón para retornar a la previsibilidad impuesta de los regímenes autoritarios. El camino por recorrer puede ser traicionero, pero la alternativa inconcebible es condenar a pueblos enteros a un sombrío futuro de opresión.  

La construcción de un estado en el que se respeten los derechos humanos puede no ser tan emocionante como derribar un régimen abusivo. Puede ser una ardua labor de desarrollo de instituciones eficaces para la gestión de gobierno, creación de tribunales independientes y unidades policiales profesionales, y formación de los funcionarios públicos para que defiendan los derechos humanos y el estado de derecho. Sin embargo, estas tareas son esenciales para que la revolución no abra la vía a una represión con otro nombre. 

El año pasado ofrece algunas enseñanzas fundamentales para el éxito de esta empresa —tan válida a nivel global como lo es para los países en el corazón de la Primavera Árabe. Se trata de lecciones tanto para los países que están pasando por un cambio revolucionario como para la comunidad internacional. Estas son algunas de ellas.

Evitar la soberbia de la mayoría

Cualquier revolución corre el riesgo de excesos, y una revolución en nombre de la democracia no es una excepción. No es sorprendente que los que salen victoriosos de una revolución, después de muchos años de represión del viejo régimen, no quieran saber nada de nuevas restricciones cuando logran finalmente alcanzar el poder. No obstante, una democracia en la que se respetan los derechos humanos es diferentes de un gobierno de la mayoría sin restricciones. Por muy frustrante que pueda resultar, en cualquier democracia digna de llamarse como tal, las preferencias de la mayoría deben estar delimitadas por el respeto por los derechos de las personas y el estado de derecho. La soberbia de la mayoría puede ser el mayor riesgo para el surgimiento de una verdadera democracia. 

Ahora que los gobiernos incipientes de la región se disponen a redactar nuevas constituciones, ninguno de los principales actores políticos está proponiendo echar por la borda los derechos humanos. Sin embargo, a diferencia de casos como los de Bosnia, Kenya, Sudán Meridional y muchos países de América Latina, ninguna de las constituciones de la región se limita a incorporar los tratados internacionales en materia de derechos humanos —que sería la manera más segura de frenar el retroceso, ya que evita las fórmulas diluidas y contribuye a salvaguardar la interpretación de los derechos frente a las exigencias del momento. Muchas de las constituciones de la región continúan haciendo al menos alguna alusión a la sharia (ley islámica) —una referencia que no se contradice necesariamente de manera sustancial con el derecho internacional de derechos humanos, pero que se interpreta a menudo de una forma que pone en peligro los derechos de la mujer y de las minorías religiosas y sexuales.

Por ejemplo, la controvertida nueva constitución del país más influyente de la región, Egipto —que se estaba sometiendo a un referendo nacional cuando se escribió esta introducción— parece un ejercicio de ambigüedad, en el que se afirman los derechos humanos en términos generales mientras se introducen clausulas y procedimientos que podrían comprometerlos. Contiene algunos elementos positivos, como prohibiciones claras de la tortura y la detención arbitraria —quizá no sea una coincidencia que los miembros del partido gobernante de los Hermanos Musulmanes sufrieran regularmente estos abusos durante el régimen derrocado del ex Presidente Hosni Mubarak. En el artículo 2 se afirman los “principios” de la sharia, una clausula copiada de la versión anterior de la constitución de Egipto, lo que, en términos generales, se entiende que equivale a las nociones fundamentales de justicia, en lugar de la alternativa propuesta de los “dictados” de la sharia, con los que se impondrían reglas estrictas  y no habría margen para una interpretación progresista. 

Sin embargo, el nuevo documento contiene peligrosos vacíos legales que podrían generar problemas con el tiempo. Todos los derechos están sujetos a la condición de que no menoscaben la “ética y la moral y el orden público” —salvedades flexibles que se encuentran en los tratados de derechos humanos, pero que pueden interpretarse de manera que comprometan los derechos. Los principios de la sharia se interpretarán en consulta con estudiosos de la religión y de acuerdo con cierta línea del islamismo, lo que podría abrir la posibilidad de interpretaciones incompatibles con el derecho internacional de derechos humanos. El derecho a la libertad de expresión está restringido por una prohibición de “injurias” no definidas contra la persona individual o el Profeta Muhammad. La libertad de culto se limita a las religiones abrahánicas, con lo que quedarían aparentemente excluidos aquellos que practican otras religiones, como la comunidad bahaí, o ninguna religión en absoluto. Al parecer, se permiten los juicios militares de civiles por “crímenes que afecten a las fuerzas armadas”, lo que deja intacta la amplia discreción del ejército para enjuiciar a civiles. La discriminación de género no se prohíbe explícitamente, y se pide al estado que establezca el “equilibrio entre las obligaciones de una mujer respecto a la familia y el trabajo público” —una posible invitación a que se restrinjan las libertades de las mujeres en el futuro. Se rechazó una propuesta de prohibición del tráfico de personas porque algunos de los autores temían que impidiera el envío de niños egipcios al Golfo Pérsico para matrimonios prematuros. Además, se han abandonado aparentemente las iniciativas para ejercer control civil sobre los intereses de las fuerzas armadas, ya sea su impunidad, su presupuesto o sus empresas.

Por lo tanto, en un futuro próximo, la situación de los derechos humanos seguirá siendo precaria en Egipto. Esta habría sido la realidad incluso con un documento menos condicionado, ya que es necesario interpretar y aplicar todas las constituciones.  No obstante, el riesgo es aún mayor porque esta constitución limita muchos derechos. 

A pesar de estas decepciones, es esencial que los perdedores de las elecciones no abandonen el objetivo de la democracia. Esta estrategia es peligrosa y se basa en la idea de que, una vez que los islamistas hayan tomado el poder mediante una victoria electoral, no se podrá confiar nunca en que lo cedan por una derrota electoral. Cuando las fuerzas armadas de Argelia se basaron en esta idea para suspender las elecciones que los islamistas estaban abocados a ganar, el resultado no fue la democracia, sino una década de guerra civil con una pérdida masiva de vidas. Se trata de una perspectiva que minusvalora la potencia de las protestas internas y la presión internacional, que se combinarían para cuestionar los nuevos intentos de monopolizar el poder. Sus promotores tienen mucho por demostrar antes de poder argumentar de manera convincente que los pronósticos de un gobierno electo formado por un partido islámico son tan desoladores que está garantizado el regreso a los oscuros tiempos del pasado. 

Del mismo modo, los ganadores de las elecciones tienen que resistirse a la tentación de imponer cualquiera de las restricciones de los derechos humanos que apoyaría la mayoría de los legisladores. Esto es importante por principio: el gobierno desenfrenado de la mayoría no es una democracia. Es importante por motivos de pragmatismo: el que gane las elecciones hoy puede perderlas mañana. Además, es importante por razones de compasión: incluso los que no puedan concebir la pérdida de elecciones deberían tener suficiente empatía para reconocer que los derrotados merecen su propias libertades y aspiraciones. 

Defender los derechos de la mujer

A medida que los gobiernos dominados por islamistas surgidos de la Primera Árabe van echando raíces, es posible que ninguna cuestión defina más su conducta que el tratamiento de las mujeres. El derecho internacional de derechos humanos prohíbe la subordinación de personas no sólo por motivos de raza, origen étnico, religión y opiniones políticas, sino también por motivos de género. Es decir, prohíbe que se obligue a las mujeres a asumir una condición sumisa y secundaria, y rechaza asimismo una función “complementaria” para las mujeres, en lugar de la igualdad de género. Como se señaló anteriormente, la constitución egipcia contiene un texto inquietante sobre esta cuestión y, aunque el Tribunal Constitucional Supremo ha interpretado históricamente los “principios de la sharia” de manera progresista, muchos temen que puedan prevalecer ahora las interpretaciones más conservadoras. 

Algunas personas opuestas a los derechos de la mujer los describen como una imposición occidental, incompatible con la religión musulmana o la cultura árabe. Sin embargo, los derechos no impiden que las mujeres tengan un estilo de vida conservador, si así lo desean. La imposición se produce más bien cuando las autoridades nacionales o locales —dominadas inevitablemente por hombres— insisten en que las mujeres que quieran igualdad y autonomía no pueden tenerlas. Calificar estos derechos de imposición occidental no contribuye en absoluto a ocultar la opresión nacional que sufren las mujeres cuando las obligan a asumir un papel de subordinación. 

La necesidad de vigilancia es un aspecto destacado del gobierno de Oriente Medio en el que la subordinación de la mujer en nombre del Islam es más notoria: Arabia Saudita. Una vez que la discriminación se afianza en la ley, el progreso se vuelve extraordinariamente difícil, como quedó demostrado en 2012, cuando el reino saudí avanzó a regañadientes en el reconocimiento de los derechos de la mujer al permitir (bajo presión) que dos mujeres compitieran en su equipo olímpico, a pesar de que la mayoría de las mujeres y las niñas no pueden practicar muchos de los deportes dentro  del país. Arabia Saudita anunció que iba a permitir, por primera vez, que las mujeres obtuvieran licencias para ejercer de abogadas y representar a clientes ante los tribunales, así como el derecho a trabajar en cuatro nuevos sectores; pero lo hizo en el contexto de un sistema de tutela masculina que prohíbe a las mujeres viajar al extranjero, estudiar en una universidad, buscar un trabajo, operar una empresa o someterse a ciertos procedimientos médicos sin el consentimiento de su tutor. La segregación estricta por sexos predomina en todas las instituciones educativas y la mayoría de las oficinas, los restaurantes y los edificios públicos, y las mujeres todavía no pueden manejar un vehículo.

Un pequeño grupo de mujeres sauditas han dejado claro en las redes sociales que consideran que estas restricciones mal recibidas han sido impuestas por autoridades masculinas. Los gobiernos saudita y de otros países deben reconocer que muchas mujeres de todas partes del mundo —incluso en sus propios países— comparten un deseo de autonomía, justicia e igualdad y que la invocación de la cultura, la tradición y la religión no puede justificar que se les nieguen estos derechos. 

Proteger la libertad de expresión

Las mayorías electorales también tienen la tentación de restringir los derechos de otros cuando consideran que la expresión transgrede ciertos límites, como en el caso de las críticas a líderes del Gobierno, los comentarios denigrantes contra grupos étnicos o raciales o las ofensas contra sentimientos religiosos. Por supuesto, algunas restricciones de la expresión están justificadas: por ejemplo, las expresiones que incitan a la violencia se deben reprimir a través del sistema de justicia. Las expresiones de odio también se deben cuestionar a través de la refutación y la educación. Los políticos se deben abstener especialmente de utilizar un lenguaje que fomente la intolerancia.

La línea que divide las expresiones que incitan a la violencia de las meramente controvertidas varía en función de las condiciones locales, como el grado de riesgo de que la expresión lleve a las personas a cometer actos de violencia o la capacidad de la policía para prevenir un desenlace violento.  Sin embargo, también es importante distinguir entre los que incitan a la violencia y los que se oponen a la libertad de expresión y usan la violencia para reprimirla o castigarla. Además, aunque el derecho internacional permite restricciones de las expresiones que inciten al odio y la hostilidad, estas restricciones deben estar consagradas en las leyes y ser estrictamente necesarias por razones de seguridad nacional u orden público, y proporcionadas.

Los que intentan reprimir las opiniones controvertidas afirman habitualmente que tienen moralmente la razón cuando sugieren que están salvaguardando preciados valores o previniendo la discordia nacional. Sin embargo, esta no es la manera en que se desarrollan dichas restricciones, porque normalmente el fuerte restringe la expresión del débil. Cuando las autoridades paquistaníes acusaron de blasfemia a una niña cristina de 12 años con una discapacidad mental, nunca se pusieron en peligro los valores del Corán que se le acusó de haber profanado, pero la debilidad de la muchacha era conveniente para los adeptos sin escrúpulos a la religión dominante que quisieron explotar la situación. Cuando los funcionarios indonesios enjuiciaron a miembros de la comunidad religiosa minoritaria ahmadía por blasfemia, la religión dominante en el país nunca se puso en peligro, sino que se persiguió a una secta musulmana que muchos países islámicos han declarado una desviación indebida. Lo mismo podría decirse de los jóvenes saudíes que se enfrentan a la pena de muerte por apostasía, debido a un tweet en el que cuestionaron su propia fe. 

Los gobiernos justifican a veces el enjuiciamiento de oradores polémicos alegando que “provocaron” una reacción violenta. Este concepto es peligroso. Es fácil imaginar que los gobiernos intenten reprimir a los disidentes sugiriendo que provocaron una respuesta violenta de las fuerzas gubernamentales o sus aliados. Por ejemplo, las fuerzas de seguridad de Bahrein atacaron y detuvieron a activistas con la excusa de que estaban alterando el orden público. Si se hubiera aplicado un concepto tan firme de la provocación, se podrían haber suspendido incluso las primeras manifestaciones en la Plaza de Tahrir de Egipto.  Cuando las personas reaccionan de manera violenta a una expresión no violenta porque no están de acuerdo con su contenido, son ellas las que delinquen y no el que la expresa. El estado tiene el deber de detener sus actos de violencia, no de imponerles un veto efectivo sobre la expresión mediante su censura. 

Respetar los derechos de las minorías: El caso de Birmania

El problema del gobierno desenfrenado de la mayoría no se limita al mundo árabe. Durante el año pasado, la demostración más viva del problema tuvo lugar en Birmania, donde una dictadura militar afianzada durante muchos años está dando paso a un ritmo sorprendente al menos ciertas muestras de democracia limitada. Muchas de las cuestiones pendientes están relacionadas con las fuerzas armadas: ¿Renunciarán a su garantía constitucional de una cuarta parte de las representaciones en el Parlamento? ¿Consentirán la supervisión civil de su conducta y sus intereses empresariales? ¿Pondrán en libertad a todos los presos políticos que siguen encarcelados y permitirán una rivalidad sin restricciones en las elecciones de 2015? El principal partido político de la oposición, la Liga Nacional para la Democracia (NLD), liderada por la premio Nobel Aung San Suu Kyi, está comprensiblemente preocupado por estas cuestiones relacionadas con el poder y los derechos políticos.

Sin embargo, la conducta de la NLD ha sido decepcionante por su reticencia a mirar más allá de su búsqueda del poder para garantizar los derechos de grupos étnicos marginados menos populares. Por ejemplo, no ha presionado a las fuerzas armadas para que pongan freno, mucho menos enjuicien, los crímenes de guerra que se están cometiendo contra la población de origen kachín, como parte de las constantes operaciones contrainsurgentes en el norte del país. Lo que es más dramático, la NLD se ha negado a pronunciarse en contra de la persecución grave y violenta de los musulmanes rohingya en la parte occidental del país, muchos de los cuales son apátridas como consecuencia de una ley discriminatoria sobre nacionalidad, a pesar de que varias generaciones de sus antepasados han vivido en Birmania. Suu Kyi ha decepcionado a una audiencia mundial, que la admira de otro modo, al no defender a una minoría contra la que muchos birmanos albergan grandes prejuicios. 

Las sanciones occidentales contribuyeron de manera importante a convencer a las fuerzas armadas birmanas de que, sin una reforma, el país nunca alcanzaría el desarrollo económico de sus vecinos de la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático (mucho menos escapar de la dependencia económica de China).  Sin embargo, los países europeos y Estados Unidos se apresuraron a suspender las sanciones y emprender visitas de alto nivel a Birmania, antes de que se aplicaran verdaderas reformas —como la protección de las minorías perseguidas—, lo que hizo que perdieran una considerable influencia en el proceso para poder proteger los derechos de las minorías y otros derechos humanos.

Fortalecer a los estados débiles que carecen de estado de derecho: El caso de Libia

Los estados débiles y en proceso de desintegración pueden ser tan peligrosos como los estados fuertes cuando no están restringidos por las protecciones de los derechos fundamentales. Paradójicamente, el estado no solo puede constituir una amenaza para los derechos humanos, sino que también es esencial para su existencia. Para evitar la terrible situación de Afganistán o Somalia, la alternativa a un estado represivo debe ser un estado reformado, no un estado desintegrado. 

Entre los países de la Primavera Árabe, Libia es el mejor ejemplo de un estado débil. Libia, que ya no sufre la lacra de la dictadura de Muammar Gaddafi y su control represivo, padece sobre todo una falta de gobierno —un gobierno dedicado al respeto por los derechos humanos pero capaz de hacer que se respeten. 

Este vacío fue concebido en parte por Gaddafi: mantuvo deliberadamente la debilidad de las instituciones de gobierno para reducir las amenazas contra su reinado. No obstante, también se debe en parte a la ansiedad de las potencias de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), que después de derrocar a Gaddafi cantaron victoria y se retiraron del país, en lugar de comprometerse a realizar un esfuerzo serio y aportar recursos para una labor menos drástica, pero esencial, de desarrollo de las instituciones.

El problema es especialmente grave respecto al estado de derecho. El Gobierno libio sigue sin tener ni por asomo un monopolio del uso de la fuerza. Las milicias que operan de manera autónoma continúan dominando muchas partes del país y, en algunos lugares, cometen abusos graves con impunidad, como torturas generalizadas que resultan ocasionalmente en muertes. Miles de personas siguen detenidas, como muchos de los acusados de apoyar a Gaddafi —algunos recluidos por el Gobierno y otros por las milicias— con escasas perspectivas inmediatas de que se formulen cargos, por no decir de comparecer ante un tribunal sean cual sean las pruebas que existen contra ellos. Un ejemplo de este problema es el caso de Saif al-Islam Gaddafi, hijo del difunto dictador. Libia se resiste a entregarlo a la Corte Penal Internacional (CPI) y ha prometido en cambio que lo juzgará de manera imparcial, pero ni siquiera puede lograr que la milicia que lo retiene lo entregue para su custodia por el Gobierno.

Abordar las atrocidades en Siria

Los sirios todavía no pueden permitirse el lujo de erigir una democracia en la que se respeten los derechos. Cuando se escribió esta introducción, las fuerzas de la oposición estaban combatiendo contra la brutal dictadura del Presidente Bashar al-Assad; y el mundo ha mostrado a la vez su preocupación por detener la matanza de civiles por las fuerzas de Assad y su ineficacia para hacerlo. Han muerto decenas de miles de personas. Los principales países occidentales y varios estados árabes impusieron sanciones con la intención de frenar las atrocidades del gobierno, pero Rusia y China han bloqueado una respuesta internacional unificada con sus múltiples vetos en el seno del Consejo de Seguridad de la Organización de Naciones Unidas (ONU). 

Rusia y China se merecen las acusaciones de obstruccionismo, no obstante, otros gobiernos no han ejercido suficiente presión sobre ellos para que pongan fin a su indiferencia frente a las innumerables atrocidades. Por ejemplo, el Reino Unido y Francia permitieron que Rosoboronexport, la principal empresa exportadora de armas de Rusia, que ha sido un importante proveedor para Siria, continuara exponiendo sus mercancías en ferias celebradas en las afueras de Londres y París. Durante la mayor parte de 2012, Estados Unidos continuó comprando helicópteros a Rosoboronexport para sus operaciones en Afganistán. 

Si el Consejo de Seguridad de la ONU hubiera remitido la cuestión de Siria a la CPI se habría ofrecido cierta justicia a las víctimas y se habría ayudado a evitar nuevas atrocidades. Sin embargo, a pesar de que muchos gobiernos occidentales dijeron que apoyaban dicha medida, no han ejercido el tipo de presión firme, sostenida y pública que podría haber forzado a Rusia y China a permitir la aprobación de esta medida en el Consejo de Seguridad. Por ejemplo, la Unión Europea no adoptó hasta diciembre de 2012 una posición común formal sobre esta cuestión; cuando se escribió esta introducción, no estaba claro si esto daría paso a una firme campaña diplomática para formar una coalición global en favor de la remisión de la cuestión a la CPI. Hasta ahora, Suiza es el único país que encabeza este esfuerzo. 

Por su parte, la Liga Árabe anunció varias sanciones contra Siria, pero fue aparentemente incapaz de desarrollar un consenso entre sus países miembros para su aplicación, o ni siquiera de impedir que Iraq, uno de sus miembros, facilitara el traslado de armas desde Irán a Siria. 

Las principales potencias del Hemisferio Sur también se mostraron decepcionantemente complacientes. A muchas les ha preocupado la idea de que la OTAN fue más allá de la protección de la población civil en Libia y posibilitó el cambio de régimen —una creencia fomentada por la negativa de la OTAN a debatir su actuación. Con la determinación aparente de evitar esta extralimitación en Siria, los principales miembros del Consejo de Seguridad de la ONU del Hemisferio Sur, como Brasil, India, Pakistán y Sudáfrica, nunca hicieron uso de su posición para presionar para que se pusiera fin a las atrocidades en Siria. Todos se abstuvieron en al menos una de las votaciones clave del Consejo de Seguridad, lo que proporcionó la cobertura política necesaria para los vetos de Rusia y China. En lugar de presionar al mundo para que hiciera valer su responsabilidad de proteger a las personas que se enfrentan a crímenes contra la humanidad, Brasil se volcó en la promoción del concepto importante pero distinto de la “responsabilidad durante la protección”, que se centra en la actuación y los deberes de las fuerzas a las que se ha asignado la tarea de proteger.  

La experiencia de Libia demuestra que, incluso cuando el conflicto armado sigue en marcha, no es demasiado pronto para trabajar en el desarrollo de un nuevo gobierno que defienda los derechos. La comunidad internacional puede empezar por presionar a las tropas rebeldes sirias para que respeten los derechos humanos ahora —que se abstengan de torturar o ejecutar a prisioneros, o fomentar las luchas sectarias. Sin embargo, los principales suministradores de armas de los rebeldes —Qatar y Arabia Saudita— les entregaron armas sin ningún esfuerzo aparente de excluir a las fuerzas que violan las leyes de la guerra. 

La comunidad internacional debe prestar especial atención a las atrocidades y las acciones que agraven las tensiones sectarias —la mayor amenaza para el mantenimiento de la violencia después de la salida del gobierno de Assad. Se debe instar a los grupos rebeldes a que promuevan una visión de su país en la que todos los sirios tengan cabida, y que suscriban y promuevan códigos de conducta que refuercen las obligaciones de sus fuerzas en el marco de las leyes de los conflictos armados. Además, cuando los estados miembros de la CPI presionen para que las atrocidades cometidas en Siria se sometan al tribunal internacional, deben recordar a los líderes rebeldes que la corte examinará las atrocidades cometidas por ambos bandos. 

Prescripciones para la comunidad internacional

La transición de una revolución a una democracia en la que se respeten los derechos es sobre todo una tarea de los habitantes del país que se está sometiendo al cambio. No obstante, la comunidad internacional puede y debe ejercer una influencia significativa para garantizar su éxito. Con demasiada frecuencia, sin embargo, las potencias mundiales venden su influencia a la baja —o se conforman con menos de lo que deberían— debido a la competencia de prioridades. Por ejemplo, como se señaló anteriormente, en su ansiedad por sacar a Birmania de la influencia de China, los gobiernos de Estados Unidos y Europa han tenido la tentación de aceptar al nuevo gobierno antes de la adopción de verdaderas reformas.  Existe una tentación similar de que Washington reste importancia a las amenazas internas contra los derechos humanos en Egipto, en tanto en cuanto el gobierno de El Cairo apoye la política estadounidense respecto a Israel. Una respuesta internacional más constructiva conllevaría lo siguiente:

Mantener los principios

Afortunadamente, hemos avanzado mucho desde que las potencias occidentales abandonaron la promoción de la democracia en la región cuando los islamistas obtuvieron resultados inesperadamente buenos en las elecciones de Egipto y Gaza. En esta ocasión, la reacción internacional ante la victoria de los partidos islámicos se basa más en los principios: se aceptan sus triunfos electorales a la vez que se fomenta que defiendan los derechos reconocidos internacionalmente. Así es como debería ser, ya que las elecciones son una parte esencial, aunque insuficiente, de la democracia.

Sin embargo, el respaldo occidental por los derechos humanos y la democracia en toda la región ha sido inconsistente. A los países occidentales les resultó fácil apoyar las aspiraciones populares de reforma en el caso de gobiernos que habían sido tradicionalmente sus adversarios, como en el caso de la Libia de Gaddafi o la Siria de Assad. El apoyo occidental a los movimientos de protesta en países liderados por autócratas amigos, como en Egipto y Túnez, se retrasó, pero finalmente se mantuvieron los principios. No obstante, el respaldo occidental al cambio democrático ha sido insuficiente cuando estaban en juego los intereses relacionados con el petróleo, las bases militares o Israel. 

Por ejemplo, los países occidentales solo apoyaron con tibieza a los manifestantes de Bahrein que se enfrentaron a matanzas, detenciones y torturas; dentro de un ambiente de preocupación por el riesgo para la permanencia de la base naval de la Quinta Flota de Estados Unidos en el país, y el temor de los saudíes al surgimiento de una democracia tan cerca de sus costas, especialmente teniendo en cuenta las mayorías chiitas en Bahrein y en la provincia oriental productora de petróleo de Arabia Saudita. No ha habido prácticamente ninguna presión internacional para que se reformen otras monarquías de la región. Cuando se escribió esta introducción, Emiratos Árabes Unidos mantenía detenidos arbitrariamente a más de 60 activistas islamistas pacíficos sin que la comunidad internacional rechistara. Los peligros para las mujeres y las minorías que plantean los islamistas recién elegidos en Egipto y Túnez han provocado muchos apretones de manos, pero la opresión de las mujeres y la discriminación contra las minorías religiosas en Arabia Saudita han suscitado como mucho alguna encogida de hombros. Se ha dado mucha importancia a las modestas reformas en Marruecos, en lugar de presionar a su monarquía para que haga más. El mensaje que se transmite es que los países occidentales están dispuestos a tolerar a los autócratas árabes que apoyen sus intereses y solo se subirán al tren de las reformas cuando esté a punto de llegar a su destino. 

La falta de principios no pasa desapercibida. Los levantamientos árabes han generado una nueva solidaridad entre los pueblos de Oriente Medio y el Norte de África, que es más genuina que la retórica gastada del nacionalismo árabe invocado en ocasiones por los Mubarak y los Gaddafi de la región.  El doble rasero se detecta y se resiente más rápidamente. 

No olvidar la justicia

Los nuevos gobiernos deben someter a sus funcionarios al estado de derecho si pretenden acabar con la impunidad que fomentó los abusos de sus predecesores. Sin embargo, el apoyo internacional a este esfuerzo ha sido desigual, lo que ha provocado protestas contra la justicia selectiva de muchos gobiernos represivos. Además, al reducir la certidumbre en la aplicación de la justicia, esta incongruencia menoscaba su valor de disuasión. 

Por ejemplo, el Consejo de Seguridad de la ONU aceptó un acuerdo de impunidad para el ex presidente yemení Ali Abdullah Saleh. Perdió aparentemente interés en la justicia en Libia después de la caída de Gaddafi, y no condenó una amnistía para los abusos cometidos por los libios durante el proceso de derrocamiento de la dictadura. Cuando la Asamblea General de la ONU se disponía a otorgar la condición de país observador a Palestina, el Reino Unido presionó a los líderes palestinos para que prometieran no recurrir a la CPI, ante un temor evidente a que pudieran someter al tribunal la cuestión de los asentamientos israelíes en Cisjordania o los crímenes de guerra cometidos en Gaza (a pesar de que la CPI también podría abordar los ataques con cohetes de Hamas contra la población civil israelí). 

En otros lares, Estados Unidos y la Unión Europea aportaron respaldo financiero y político al Tribunal Penal Internacional para la Antigua Yugoslavia (ICTY), un éxito notable.  Sin embargo, el Consejo de Seguridad de la ONU aún no ha puesto en marcha una comisión de investigación para examinar los crímenes de guerra cometidos por las fuerzas del Gobierno de Sri Lanka y la organización separatista de los Tigres Tamiles, que se saldaron con la muerte de hasta 40.000 civiles durante los últimos meses del conflicto armado en 2008 y 2009. Se expresó muy poca preocupación internacional por el hecho de que la CPI sólo se concentrara en las atrocidades cometidas por las fuerzas aliadas con el presidente derrocado de Côte d’Ivoire, Laurent Gbagbo, lo que dejó la impresión de que el mundo estaba ignorando los abusos cometidos por las fuerzas leales al presidente en activo Alassane Ouattara. Estados Unidos hizo todo lo posible para evitar que el Consejo de Seguridad de la ONU afirmara que Rwanda era el principal promotor militar del abusivo movimiento rebelde del M23 en la región oriental de Congo, mucho menos imponer sanciones contra funcionarios ruandeses cómplices en los crímenes de guerra cometidos por el grupo rebelde o promover su enjuiciamiento (como en el caso de la condena al ex presidente de Liberia, Charles Taylor, por complicidad e instigación de los rebeldes en la vecina Sierra Leona). Los gobiernos occidentales (especialmente de Estados Unidos) respaldaron los intentos del Presidente Hamid Karzai de suprimir un informe de la comisión independiente de derechos humanos de Afganistán sobre las atrocidades cometidas en el pasado por los caudillos, muchos de las cuales se han aliado ahora con Karzai o forman parte de su gobierno. 

Dirigirse al pueblo

Una enseñanza importante de la Primavera Árabe es que la movilización del pueblo puede contribuir al cambio positivo. Sin embargo, las políticas de relaciones exteriores de muchos gobiernos siguen prefiriendo a menudo la diplomacia silenciosa y el diálogo de trastienda, en detrimento del comentario público a oídos de todos. Las redes sociales han resultado un nuevo instrumento poderoso, que ofrece a cada persona la posibilidad de denunciar la represión y movilizarse contra ella. Para involucrar a este público con nuevas facultades en las iniciativas de reforma, la comunidad internacional debe dirigirse a él. El diálogo en privado con gobiernos acerca de la reforma tiene cabida, pero no es un sustituto de la participación del público. 

Demostrar el propio respeto por los derechos

Es difícil pregonar lo que no se practica, sin embargo, el historial en materia de derechos humanos de las principales potencias ha sido deficiente en los aspectos que afectan a los países de la Primavera Árabe, y ha reducido su influencia. Estados Unidos, por ejemplo, sigue estando en desventaja cuando se trata de llevar a torturadores ante la justicia —una cuestión importante en Egipto, por ejemplo— debido a que el Presidente Barack Obama se niega a permitir la investigación de funcionarios de la administración del ex Presidente George W. Bush implicados en casos de tortura. El hecho de que Estados Unidos no haya enjuiciado o puesto en libertad a la mayoría de los detenidos en Guantánamo atenaza su capacidad para oponerse a la detención sin juicio. Además, los esfuerzos de Estados Unidos por frenar el uso de la fuerza mortal choca frontalmente con su despliegue de aviones teledirigidos para atacar a personas en el extranjero, sin definir límites claros para su uso en el marco de las leyes de la guerra y las normas sobre la aplicación de la ley, ni establecer un proceso más allá de las decisiones unilaterales del Poder Ejecutivo, para evitar un uso indebido.

El problema no sólo reside en Estados Unidos. No se ha exigido cuentas a ningún funcionario británico por colaborar en el envío de opositores a Gaddafi para que sufrieran torturas en Libia, y el Reino Unido todavía no ha organizado una investigación creíble acerca de las acusaciones más generales sobre su complicidad en la tortura cometida en el extranjero. Los intentos de Europa de oponerse a las tensiones sectarias se han visto afectados por sus propias dificultades para garantizar los derechos de los romaníes, los inmigrantes y las minorías. Sus leyes sobre blasfemia y negación del Holocausto menoscaban sus intentos de promover la libertad de expresión. Las restricciones en algunos países europeos sobre la vestimenta religiosa de las mujeres y la construcción de mezquitas y minaretes obstaculizan su promoción de la libertad de culto.

La capacidad de Turquía de ejercer de modelo para la convivencia de la democracia con un partido islámico gobernante, como muchos desearían, se ve entorpecida por su persecución de periodistas, las restricciones constantes sobre su minoría kurda, el encarcelamiento prolongado de activistas políticos kurdos y las graves preocupaciones acerca de los juicios injustos y la falta de independencia judicial. 

De manera similar, el historial de derechos humanos de Indonesia, un país que se suele usar como un ejemplo de combinación exitosa de la democracia y el Islam, está plagado de discriminación contra las minorías religiosas e impunidad por los abusos de las fuerzas armadas. Su constitución protege la libertad religiosa, pero los reglamentos contra la blasfemia y el proselitismo se usan habitualmente para enjuiciar a ateos, bahaíes, cristianos, chiitas y ahmadíes. Alrededor de 150 normas restringen los derechos de las minorías religiosas. Se han cerrado más de 500 iglesias cristianas desde que el Presidente Susilo Bambang Yudhoyono llegó al poder en 2004. El Gobierno ha tomado medidas enérgicas contra la Jemaah Islamiyah, la organización afiliada a Al Qaeda que ha cometido atentados con bombas en hoteles, bares y embajadas; sin embargo, dado que la coalición gubernamental está integrada por partidos islamistas intolerantes, el Gobierno no ha intervenido para frenar a otros militantes islamistas que cometen regularmente crímenes menos publicitados contra minorías religiosas. Al mismo tiempo, los soldados que cometen graves abusos contra los derechos humanos no están sometidos a la jurisdicción civil, y sólo tienen que rendir cuentas ante tribunales militares que se convocan en raras ocasiones, carecen de transparencia y suelen sancionar los crímenes graves con simples medidas disciplinarias.   

Ayudar a las primaveras a florecer dondequiera que echen raíces

Rusia y China no pretenden sentar un ejemplo democrático. Por el contrario, lo que les preocupa es prevenir que la inspiración de la Primavera Árabe gane adeptos dentro de sus territorios. A pesar de su poder, la comunidad internacional debe pronunciarse periódicamente contra su represión; tanto en beneficio del pueblo ruso y chino, como porque estos ejemplos muy notorios de represión sirven para envalentonar a los líderes autoritarios de todo el mundo, que intentan resistirse a las mismas corrientes en sus propios países.

El Kremlin dio claras muestras de alarma cuando un gran número de rusos empezaron a protestar a finales de 2011 contra el presunto fraude en las elecciones parlamentarias y la decisión de Vladimir Putin de volver a presentar su candidatura a la presidencia. En ese momento, las protestas despertaron la esperanza de cambio y aumento del espacio para la libertad de expresión, pero el regreso de Putin a la presidencia ha conllevado un marcado retroceso al autoritarismo en el país. El resultado ha sido un aluvión de leyes y prácticas represivas destinadas a infundir el miedo —para desalentar la disidencia pública y la continuación de las protestas. Los participantes en protestas se enfrentan a nuevas multas masivas, los grupos de derechos humanos que reciben financiamiento del extranjero tienen ahora la obligación de aplicarse el calificativo demoníaco de “agente extranjero”, se han restablecido sanciones penales por difamación, y el crimen de traición se ha modificado con términos tan generales que ahora se podría usar fácilmente para entrampar a los activistas de derechos humanos que participan en campañas internacionales. 

Mientras China vivía una transición muy controlada del liderazgo hasta la presidencia de Xi Jinping, respondió con su propias medidas represivas a las amenazas de la “Primavera de Jazmín” y el creciente movimiento disidente. Ha prestado especial atención a las redes sociales, a las cuales se han suscrito una enorme cantidad de ciudadanos chinos —se estima que del 80 al 90 por ciento de los 500 millones de usuarios de internet de China. El notorio “Gran Cortafuegos” de Beijing sirve de poco para controlar este movimiento, porque el origen de las ideas disidentes no está en los sitios web extranjeros, sino en las propias mentes de la población china. El Gobierno está dedicando recursos masivos para impedir que se hable sobre las cuestiones que considera delicadas, pero muchas personas han llegado a dominar el uso de circunloquios para eludir la censura. El hecho de que los usuarios de las redes sociales están ganando este juego del ratón y el gato se ha puesto de manifiesto por la necesidad del Gobierno de dar marcha atrás en varias medidas controvertidas, porque habían sido objeto de críticas masivas. 

Hasta China, con sus enormes recursos, depende de empresas privadas de internet para no ceder terreno en sus esfuerzos de censura. En el mundo árabe, los gobiernos han utilizado tecnologías potentes de vigilancia del internet comercializadas por empresas occidentales para controlar a defensores de los derechos humanos y presuntos disidentes. La ausencia de normas aplicables contra la complicidad de las empresas en estas actividades de censura y vigilancia aumenta sus probabilidades de éxito, y debilita las posibilidades de que las tecnologías de internet faciliten la reforma política. 

Conclusión

La Primavera Árabe sigue despertando la esperanza de que se mejore el ambiente para los derechos humanos en una de las regiones del mundo que se ha resistido más al cambio democrático. Sin embargo, también resalta la tensión entre el gobierno de la mayoría y el respeto por los derechos humanos. Es enormemente importante para la población de la región —y del mundo— que esta tensión se resuelva respetando las normas internacionales. Una resolución positiva requerirá grandes dotes políticas entre los nuevos líderes de la región. No obstante, también exigirá un apoyo congruente y de principios de las personas más influyentes de fuera de la región. Nadie pretende que vaya a ser fácil conseguirlo. Sin embargo, nadie puede dudar de la importancia de hacerlo. 

La Primavera Árabe ha inspirado a personas de todo el mundo, y ha animado a muchos a plantar cara a sus propios gobernantes autocráticos. La manera en que sus líderes actúan en el país también constituye un ejemplo para el mundo. Es muy importante que este precedente sea positivo —que se logre establecer gobiernos electos circunscritos a los derechos humanos y el estado de derecho. 

Kenneth Roth es el director ejecutivo de Human Rights Watch