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Conclusión

Los gobiernos en todo el mundo siempre se verán tentados a eludir los derechos humanos, ya sea en el tratamiento de su propia gente o en sus relaciones con otros gobiernos. Si sus propios valores e instituciones no restringen a esos gobiernos, se requiere de presión externa. A aquéllos que sucumben a esa tentación se les debe obligar a pagar un precio hasta que los derechos humanos sean respetados en el territorio nacional y encuentren el lugar que les corresponde en la conducta de la política exterior.

Sin embargo, a menos que emerja un nuevo líder en estos tiempos de menor credibilidad estadounidense, los tiranos del mundo disfrutarán de rienda suelta. Tanto los miembros de la UE como los gobiernos democráticos del mundo en desarrollo han encontrado seguridad en las cifras, el alivio de ocultarse entre el resto cuando las cosas se ponen difíciles. Los gobiernos de la UE se repliegan detrás de las reglas de consenso; otros gobiernos democráticos se refugian en las redes regionales. Ninguna técnica para evadir las responsabilidades del liderazgo debería ser aceptada, sobre todo en tiempos en que China y Rusia están liderando principalmente en la dirección equivocada.

Es hora de trascender estas excusas. Un nuevo liderazgo en derechos humanos podría surgir de gobiernos visionarios del mundo en desarrollo, de una Unión Europea más ágil o, si el siguiente Congreso encuentra su voz, de un gobierno de Estados Unidos que recobre sus ideales. De una u otra forma, los pueblos del mundo necesitan un liderazgo significativo en el ámbito de los derechos humanos. La urgencia de esta necesidad no debe ser subestimada, si los grandes compromisos de los tratados del siglo veinte no han de sucumbir a la hipocresía y las promesas vacías del siglo veintiuno.