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Las políticas en el origen de Abu Ghraib

Los abusos de Abu Ghraib no surgieron espontáneamente en los niveles más bajos de la cadena de mando militar. No fueron meramente un fallo de “gestión”, como sugirió la investigación de Schlesinger. Fueron el producto directo de un entorno de ilegalidad, un ambiente originado por decisiones políticas adoptadas en los niveles más altos del gobierno de Bush, muchas de ellas mucho antes del inicio de la guerra de Irak. Son un reflejo de la determinación de combatir el terrorismo sin las constricciones de principios fundamentales internacionales de los derechos humanos y del derecho humanitario—a pesar de que Estados Unidos y gobiernos de todo el mundo se han comprometido a respetar dichos principios incluso en tiempos de guerra y graves amenazas contra seguridad. Las decisiones del gobierno de Bush recabaron un apoyo importante de un coro de entendidos y académicos partidistas en Estados Unidos quienes, alegando que una amenaza sin precedentes contra la seguridad justificaba medidas sin precedentes, estaban demasiado ansiosos por abandonar los principios fundamentales sobre los que se había fundado su país. Estas decisiones incluyeron:

  • La decisión de no aplicar los Convenios de Ginebra a los detenidos por Estados Unidos en Guantánamo, a pesar de que los convenios se aplican a todas las personas capturadas en el campo de batalla en Afganistán. Altos funcionarios del gobierno Bush prometieron que todos los detenidos serían tratados “humanamente”, pero parece que esta promesa nunca se implementó seriamente y se calificó en ocasiones de excepción creada por ellos mismos por razones de “necesidad militar”. Mientras tanto, la destrucción efectiva de los Convenios de Ginebra trasmitió a los interrogadores estadounidenses que, en palabras de un destacado funcionario antiterrorista, “se habían acabado las contemplaciones”.
  • La decisión de no aclarar durante casi dos años que, independientemente de la aplicabilidad de los Convenios de Ginebra, todos los detenidos bajo la custodia de Estados Unidos estaban protegidos por los requisitos paralelos de la Convención contra la Tortura y otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes. Incluso cuando, a instancias de un grupo de derechos humanos, un alto funcionario del Pentágono reafirmó tardíamente, en junio de 2003, que la convención prohibía no sólo la tortura sino también otras formas de maltrato, dicho anuncio se comunicó a los interrogadores, si es que se hizo, de un manera que no tuvo consecuencias discernibles en su conducta. 
  • La decisión de interpretar de manera limitada la prohibición del trato cruel, inhumano o degradante, para permitir ciertas formas de coacción en los interrogatorios—es decir, ciertos esfuerzos para incrementar el dolor, el sufrimiento y la humillación de un sospechoso para hacerle hablar. No es sorprendente que estos métodos se volvieran más coercitivos al “migrar”, en palabras de dos investigaciones del Pentágono, de un escenario controlado como el de Guantánamo a los campos de batalla de Afganistán e Irak.
  • La decisión de detener a algunos sospechosos—once conocidos y probablemente muchos más—en secreto e incomunicados, fuera del alcance de hasta el Comité Internacional de la Cruz Roja. Las víctimas de dichas “desapariciones” están expuestas al mayor riesgo de tortura y otras formas de maltrato. Por ejemplo, las fuerzas estadounidenses continúan manteniendo centros secretos de detención en Afganistán, donde se sigue informando de palizas, amenazas y humillaciones sexuales. Desde finales de 2001, seis personas arrestadas por las fuerzas de Estados Unidos en Afganistán han muerto durante la detención—uno de ellos en septiembre de 2004.
  • La negativa durante más de dos años de enjuiciar a soldados estadounidenses que, según el propio examinador médico del Pentágono, habían sido responsables de las muertes “homicidas” de dos sospechosos que estaban siendo interrogados por Estados Unidos en Afganistán en diciembre de 2001. En cambio, se informó de que los interrogadores habían sido enviados a Irak, donde algunos de ellos estuvieron presuntamente involucrados en nuevos abusos.
  • La aprobación por parte del Secretario de Defensa Rumsfeld de algunos métodos de interrogatorio en Guantánamo que violaron, como mínimo, la prohibición del trato cruel, inhumano o degradante y posiblemente la prohibición de la tortura. Estas técnicas incluyeron poner a los detenidos en posturas dolorosamente incómodas, encapucharlos, quitarles la ropa y atemorizarles con perros guardianes. Dicha aprobación fue rescindida posteriormente, pero contribuyó al ambiente en el que las obligaciones legales de Estados Unidos se consideraban prescindibles.
  • La aprobación aparente por parte de un alto funcionario no identificado del gobierno de Bush y el uso del “submarino”—una técnica de tortura en la que se hace creer que va a ahogarse a la víctima, que se ahoga a veces en la práctica.
  • El traslado de sospechosos a países, tales como Siria, Uzbekistán y Egipto, que practican la tortura sistemática. En ocasiones se han pedido garantías diplomáticas de que los sospechosos no serán maltratados, pero si, como en estos casos, los gobiernos receptores violan habitualmente su obligación legal en virtud de la Convención contra la Tortura, sería un error esperar un mayor cumplimiento por la palabra no vinculante de un diplomático.
  • La decisión (adoptada en los primeros días del gobierno de Bush) de oponerse y socavar la Corte Penal Internacional, en parte por miedo a que pudiera obligar a Estados Unidos a enjuiciar a personal estadounidense implicado en crímenes de guerra y otros delitos comparables que el gobierno preferiría ignorar. Esto demostró una determinación de proteger al personal estadounidense frente a la responsabilidad externa por crímenes contra los derechos humanos que pudiera autorizar el gobierno de Estados Unidos.
  • La decisión del Departamento de Justicia, el Departamento de Defensa y los asesores de la Casa Blanca de improvisar teorías legales dudosas para justificar la tortura. A pesar de las objeciones del Departamento de Estado y abogados militares profesionales, estos departamentos gubernamentales, dirigidos por abogados políticamente designados, ofrecieron interpretaciones tan absurdas de la ley como que el Presidente Bush tiene “autoridad de comandante en jefe” para ordenar la tortura. Según esta teoría, a Slobodan Milosevic y Saddam Hussein se les podrían dar perfectamente las llaves de sus celdas, ya que ellos, también, habrían tenido presuntamente “autoridad de comandante en jefe” para autorizar las atrocidades que dirigieron.

Estas decisiones políticas, adoptadas no por soldados de bajo rango sino por funcionarios superiores del gobierno de Bush, crearon un ambiente de “todo vale”, un entorno en el que se asumía que los fines justificaban los medios. A veces el maltrato a los detenidos simplemente se toleraba, otras veces se fomentaba activamente e incluso se ordenaba. En estas circunstancias, cuando venía de arriba la orden de extraer “inteligencia para actuar”—información que contribuyera a responder a las constantes bajas estadounidenses a manos de insurgentes iraquíes extraordinariamente brutales—es poco sorprendente que los interrogadores no vieran ningún obstáculo en la prohibición legal de la tortura y el maltrato. 

Hasta el día de hoy, el gobierno de Bush no ha repudiado muchas de estas decisiones. Continúa negándose a aplicar los Convenios de Ginebra a ninguno de los más de 500 detenidos en Guatánamo (a pesar del fallo de un tribunal de Estados Unidos rechazando esta posición) y a muchos otros detenidos en Irak y Afganistán. Continúa desapareciendo a detenidos, a pesar de las amplias pruebas de que estos “detenidos fantasma” son extraordinariamente vulnerables a la tortura. Se niega a renegar de la práctica de “entregar” a sospechosos a gobiernos que torturan. Continúa su venganza contra la Corte Penal Internacional. Se niega a rechazar en otros términos que no sean vagos y generales los muchos argumentos especiosos en defensa de la tortura recogidos en los notorios “memorandos sobre tortura” de los abogados del gobierno. Y sigue negándose a repudiar todas las formas de coacción en los interrogatorios y adoptar una política clara que las prohíba. De hecho, se informó de que todavía en junio de 2004—mucho después de que se hiciera público el maltrato en Abu Ghraib—continuaba sometiendo a los detenidos de Guantánamo a palizas, aislamiento prolongado, humillación sexual, temperaturas extremas y posiciones dolorosamente incómodas—prácticas que el Comité Internacional de la Cruz Roja calificó aparentemente de “equivalentes a tortura”. 

Mientras el gobierno de Bush forma a su gabinete para el segundo mandato presidencial, el Presidente Bush parece haber descartado incluso la responsabilidad informal. El Secretario de Estado Colin Powell, el miembro del gabinete que se opuso más firmemente al repudio por parte del gobierno de los Convenios de Gobierno, se va. El Secretario de Defensa Donald Rumsfeld, que ordenó las técnicas abusivas de interrogatorio en violación del derecho internacional, se queda. El asesor de la Casa Blanca Alberto Gonzáles, que pidió la elaboración de los memorandos que justificaban la tortura y escribió él mismo que la lucha contra el terrorismo hace “obsoletas” y “pintorescas” las limitaciones de los Convenios de Ginebra sobre el interrogatorio y el trato a prisioneros, ha sido premiado con el nombramiento al puesto de Fiscal General. En cuanto al gobierno de Bush en general, las elecciones de noviembre parecen haber reforzado su falta tradicional de inclinación a examinar seriamente su propia conducta. Al ver aparentemente los resultados electorales como una vindicación total, se niega a admitir su papel en Abu Ghraib y otros abusos en los interrogatorios. 


<<previous  |  index  |  next>>Enero de 2005