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La lógica retorcida de la tortura

Una lógica retorcida y peligrosa está detrás de la negativa del gobierno de Bush a rechazar la coacción en los interrogatorios. Muchos funcionarios de seguridad de Estados Unidos parecen creer que la coacción en los interrogatorios es necesaria para proteger a los estadounidenses y sus aliados de un atentado terrorista catastrófico. Afirman que la tortura y el trato inhumano pueden estar mal, pero el asesinato en masa es peor, por lo que habría que tolerar el mal menor para prevenir el mayor. Sin embargo, conscientes de cuán fundamental es la prohibición de la tortura para la civilización moderna, hasta los promotores de la estrategia de mano dura contra el terrorismo se muestran reticentes a prescribir la tortura sistemática. En cambio, pretenden crear una excepción rara a la regla contra la tortura invocando el escenario de la “bomba de relojería”, una situación en la que se dice que los interrogadores descubren que un terrorista detenido sabe dónde se ha colocado una bomba de relojería y tienen que extraerle la información por la fuerza para salvar vidas. 

El escenario de la bomba de relojería contribuye a una fantástica discusión filosófica, pero raramente se produce en la vida real—al menos no de una manera en la que no se pueda evitar abrir la puerta a la predominancia de la tortura. De hecho, los interrogadores casi nunca descubren que un sospechoso detenido sabe de un atentado terrorista inminente en particular. La información de inteligencia es rara vez lo suficientemente buena para facilitar dicha advertencia específica y temprana. En cambio, el escenario de la bomba de relojería es una metáfora peligrosamente expansiva capaz de abarcar a todo el que pudiera tener conocimiento de futuros atentados terroristas no especificados. Después de todo, ¿por qué sólo las víctimas de un atentado terrorista inminente merecen protección mediante tortura? ¿Por qué no usar también la tortura para prevenir los atentados terroristas que puedan ocurrir mañana o la semana que viene o el año que viene? Y una vez que se haya acabado con el tabú contra la tortura, ¿por qué quedarse en los propios presuntos terroristas? ¿Por qué no usar la tortura también con sus familiares y aliados—cualquiera que pudiera ofrecer información que salve vidas? El terreno es muy resbaladizo.

Israel constituye un ejemplo instructivo de lo peligrosamente flexible que puede volverse la lógica de la bomba de relojería. En 1987, la Comisión Landau de Israel autorizó el uso de “presión física moderada” en situaciones de bomba de relojería. Una práctica justificada inicialmente como rara y excepcional, adoptada sólo cuando fuera necesaria para salvar vidas, que se convirtió gradualmente en un procedimiento normal. En poco tiempo, alrededor del 80 a 90 por ciento de los palestinos detenidos por razones de seguridad eran torturados—hasta que, en 1999, la Corte Suprema de Israel restringió la práctica.

También se han sugerido otros mecanismos para permitir la tortura sólo en situaciones excepcionales. Se podría pedir a los jueces que aprueben la tortura. Se podría requerir el consentimiento de los máximos niveles del Poder Ejecutivo. Sin embargo, al final, cualquier esfuerzo por regular la tortura termina por legitimarla e invitar a su repetición. “Nunca” no puede redimirse si puede interpretarse como “a veces”. La regulación se convierte con mucha facilidad en licencia. 

El gobierno de Bush intentó permitir sólo una coacción limitada mediante una regulación estricta, pero esto, como era de esperar, condujo a un uso más expansivo. Una vez que un gobierno permite a los interrogadores que incrementen el nivel de dolor, sufrimiento y humillación, el abuso grave no tardará en llegar. Esto se debe a la improbabilidad de que un terrorista curtido vaya a ceder por una incomodidad menor o niveles leves de dolor. Una vez que se permite la coacción, los interrogadores se sentirán tentados a intensificar el maltrato hasta que el sospechoso se venga abajo. Y de este modo, el trato cruel, inhumano o degradante dará paso a la tortura.

Como explican la mayoría de los interrogadores profesionales, y como confirma el manual de interrogatorio del Ejército de Estados Unidos, es mucho menos probable que la coacción en los interrogatorios produzca información fiable que los métodos comprobados desde hace tiempo del cuidadoso cuestionamiento, el sondeo y el cotejo de la información, y ganarse la confianza del detenido. Es probable que una persona sometida a un dolor intenso diga cualquier cosa que pueda detener la tortura. Pero un interrogador cualificado puede extraer frecuentemente información precisa del sospechoso más duro sin recurrir a la coacción.

Es más, una vez que se viola la norma contra la tortura, es difícil limitar las consecuencias. Los que se enfrentan al riesgo creciente de tortura no son sólo los “presuntos terroristas” sino cualquiera que se encuentre detenido en cualquier lugar del mundo—incluidos, por supuesto, los estadounidenses. Después de todo, ¿cómo puede protestar Estados Unidos el maltrato a sus tropas por parte de otros cuando sus carceleros no hagan más que lo que hace Washington con sus propios detenidos?

Además, poner en compromiso la prohibición de la tortura socava otros derechos humanos. Esto nos pone en peligro a todos, en parte por las arriesgadas implicaciones de la campaña contra el terrorismo. Después de todo, ¿por qué es aceptable violar la prohibición fundamental de la tortura pero no es aceptable violar la prohibición fundamental del ataque contra civiles? El torturador puede justificar su conducta apelando a una fuerza mayor, pero lo mismo hace la mayoría de los terroristas. En ninguno de los casos se debe permitir que el fin justifique los medios. 


<<previous  |  index  |  next>>Enero de 2005