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Boletines desde Lima La Marcha de los Cuatro Suyos
por Sebastian Brett «*» Lima, viernes 28 de julio, 9:30 a.m.
Subimos por la calle Lampa contra la corriente de manifestantes que escapan de los gases con los ojos llenos de lagrimas. Veo a una mujer en silla de ruedas a la que le están frotando la cara con vinagre. La policía ha acordonado el edificio del Congreso y la Plaza Mayor, donde está ubicado el Palacio Presidencial, y están repeliendo todos los intentos de acercamiento con lanzamientos de gases lacrimógenos y cañones de agua. Más adelante están las nubes blancas de los gases, pero por suerte el viento sopla a nuestro favor.
Los miembros del grupo que se ha dado a la huida están indignados con la reacción inesperadamente violenta de la policía cuando los manifestantes intentaban llegar a los puntos de encuentro acordados, que habían sido ampliamente difundidos en la prensa. Una distancia de menos de 50 metros separa a los manifestantes de la policía en la calle Lampa. Cuando avanzamos hacia las nubes de gases, pasamos un pila de llantas ardiendo en la calle. Los vapores de un cubo de basura ardiendo se pegan a mi garganta. Mi acompañante se adelanta para regañar a un par de muchachos. Uno de ellos le dice que el humo contrarresta los efectos de los gases. Miro por encima de mi hombro y le veo orinando sobre las llamas.
Los manifestantes corren la voz a los observadores, pero sus denuncias pasan de los hechos a lo fantástico. Una muchacha ha recibido el impacto de una canasta de gas lacrimógeno en la cabeza. Tres personas han resultado heridas con perdigones o pelotas de goma, me dice un hombre. La policía ha matado a dos personas, dice otro. Algunos creen que Toledo (que se puso en cabeza de la marcha con la intención de negociar con la policía) ha desaparecido. Después, un grupo completo estalla en aplausos entusiasmados cuando alguien anuncia que el ejército se ha levantado contra Fujimori en Arequipa. En circunstancias como esta los rumores se propagan instantáneamente.
Sebastian Brett, Investigador de la División de las Américas de Human Rights Watch Tres congresistas de la oposición, que todavía llevan sus bandas rojas y blancas de la inauguración, rodeados de guardaespaldas, se dirigen resueltamente hacia la acción más allá del Sheraton, dispuestos evidentemente a negociar con la policía. La muchedumbre se los traga y no los vuelvo a ver.
Lo que está claro por las informaciones repetidas y las lesiones que observo es que la policía está disparando canastas de gases lacrimógenos indiscriminadamente y directamente contra la gente. Lanzan los proyectiles desde vehículos en marcha y tejados, a veces en sentidos opuestos, lo que siembra el pánico entre los manifestantes. Me dice un reportero que un cámara de la Fox ha recibido un impacto en la cabeza y ha sido trasladado al hospital. Las informaciones posteriores parecen indicar que se trataba de Paul Vanotti, de la agencia Public Media Center de California, que estaba trabajando para The Nation. Fue golpeado en la cabeza por una canasta disparada desde un vehículo policial en la calle Lampa y la máscara de gas que llevaba le salvó de lesiones más graves, aunque tuvieron que extraerle esquirlas de cristal del ojo con microcirugía. Un hombre me enseña una herida en el bazo provocada por una canasta antes de que se lo lleve una ambulancia.
Toledo, con jeans y una chaqueta de cuero, aparece en el Paseo de la República y se dirige a una pequeño grupo improvisado, parece desconcertado y enfadado. Se lanzan canastas de gases lacrimógenos en esa dirección y el grupo se disuelve para reorganizarse al otro lado de la calle, donde los gases vuelven a desplazarlo.
Un grupo de manifestantes que parecen de clase media se reúne a mi alrededor con curiosidad. Llevan algunas de las muchas variantes de máscaras antigás que iba a ver durante el día: equipo militar sofisticado, mascarillas médicas y gasa de algodón. (Sólo es realmente eficaz el equipo militar.) Me piden que le diga al mundo lo que está pasando en su país.
Mis ojos se llenan de lágrimas cuando el viento empuja los gases hacia mí. Saco mi algodón impregnado de vinagre y me froto la cara con él, lo que me provoca picor de ojos. No sirve de mucho. Me dirijo al Sheraton, me quito mi casaca y consigo pasar la barrera de manifestantes. Desde mi posición estratégica en la 16ª planta puedo ver a un puñado de personas alrededor de una ambulancia. Me entero después que la persona trasladada es Víctor Delfín, un conocido escultor y activista de derechos humanos, al que conocí una vez en su hermosa casa de la costa de Lima. Otra víctima de las canastas.
No he visto la agresión que provocó esta violenta respuesta policial. Pero mi cabeza es un hervidero de preguntas: ¿Quiénes son estos violentos que han degradado tan rápidamente esta manifestación de protesta democrática? ¿Podrían ser agentes provocadores con órdenes de crear problemas para desacreditar a Toledo y "justificar" la represión? ¿O simplemente los jóvenes delincuentes que suelen adherirse a las protestas? En ambos casos, ¿tomaron las autoridades medidas razonables para hacer mantener la ley y el orden mientras se respeta el derecho a manifestarse? Recuerdo que dos días antes, Jorge Santistevan, el Defensor del Pueblo de Perú, se quejaba en una entrevista de que la policía se había negado a entregar a él o a los manifestantes cualquier información sobre el plan policial. Si querían una marcha ordenada, ¿porqué no discutieron y acordaron una ruta? ¿Y porqué la policía no empleó la vigilancia aérea para localizar a los agresores y utilizar después escuadrones de captura para detener a los alborotadores, en lugar de esta violencia indiscriminada contra todos los presentes en el área?
Mediodía: Hotel Sheraton
Estoy sorprendido por la distancia aparente entre los vándalos y los manifestantes, la mayoría de los cuales siguen empeñados en acceder a las plazas donde está concentrada la policía. ¿De dónde han sacado la gasolina? Si la trajeron con ellos en botellas, llegaron con el plan de quemar edificios. Es más, parecen actuar con impunidad. A pesar de los helicópteros policiales que sobrevuelan la zona, la presencia de guardias en el tejado y la ausencia de obstáculos en las calles, la policía y los bomberos tardan mucho en llegar. Es, cuanto menos, sospechoso.
2:00 p.m.
A diferencia de la mañana, Lampa está casi desierta y ahora veo porque. Los vehículos de la policía están estacionados en el centro de la calle y más adelante hay una cortina blanca de gas. Me dirijo con cuidado hacía arriba comprobando que tengo escapatoria por detrás. Un hombre me apremia diciendo que hay un problema y le sigo. Quiero ver que está pasando con el fuego. Entonces una canasta pasa silbando al lado de mi cabeza y otra me cae a los pies como un cohete diabólico. El hombre me grita y me hace gestos para que le siga. Abre la puerta de un edificio de oficinas y me lleva hasta el ático en el ascensor. Tomo fotos del Banco en llamas y del Jurado Nacional Electoral. Veo tres vehículos policiales y dos camionetas blancas, pero ningún vehículo de bomberos ni equipo de extinción de incendios. El hombre, acompañado de dos compañeros de oficina, procede a desplegar una bandera de Toledo desde el tejado mientras un helicóptero de la policía se sostiene sobre sus cabezas observando la escena. Decido que ha llegado el momento de salir y me conduce hasta la calle, donde no acecha el peligro. En mi bajada de regreso por Lampa paso a un hombre que golpea un poste arrancado con un martillo, posiblemente para hacer una lanza o un ariete. Decido dar por terminada la jornada.
A tan sólo unas cuadras al oeste, Lima parece completamente normal. El taxista que me lleva de regreso a la seguridad de Miraflores dice que Perú nunca ha tenido un presidente decente en la memoria viva y querría que pudiera haber visto lo mejor de su querido país.
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