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Coacción en los interrogatorios

El uso sistemático y continuado por parte del gobierno de Estados Unidos de la coacción en los interrogatorios hace tambalear un pilar del derecho internacional de derechos humanos—la prohibición de siglos, reafirmada incondicionalmente en numerosos tratados de derechos humanos ampliamente ratificados, de que los gobiernos nunca deben someter a los detenidos a tortura u otros tratos crueles, inhumanos o degradantes. Sin embargo, en la lucha contra el terrorismo, el gobierno de Estados Unidos ha tratado esta obligación fundamental como una simple exhortación—una cuestión optativa, no obligatoria.

El desdén por un principio tan fundamental ha provocado un enorme daño al sistema global para la protección de los derechos humanos. El uso de la tortura y otras técnicas abusivas por parte del gobierno de Estados Unidos ha sido recibido ciertamente con una amplia condena pública. En cierta medida, dicha protesta ha reforzado las reglas que ha violado Washington—pero no suficientemente. El ejemplo de ilegitimidad de Washington es tan poderoso y su influencia es tan singular que esta violación deliberada amenaza con ensombrecer las condenas y dejar el derecho de derechos humanos significativamente debilitado. Si se puede incumplir hasta una regla tan básica como la prohibición de la tortura, otros derechos quedan inevitablemente debilitados también.

Para colmo de males, el gobierno de Bush ha desarrollado teorías legales descabelladas para intentar justificar muchas de sus técnicas de coacción. El gobierno y sus abogados han cuestionado directamente la prohibición absoluta del maltrato a detenidos, ya sea definiendo la tortura de manera tan limitada que su prohibición pierde sentido, sugiriendo argumentos legales falsos para defender a los torturadores o afirmando que el presidente tiene el poder inherente de ordenar la tortura.

El problema se ve agravado por el debilitamiento de una de las voces oficiales más importantes a favor de los derechos humanos. El historial de Washington de promoción de los derechos humanos siempre ha sido desigual. Por cada criminal reprendido por transgresiones de los derechos humanos ha habido otro cuyos abusos se han ignorado, excusado e incluso respaldado. Sin embargo, a pesar de esta incoherencia, Estados Unidos ha desempeñado históricamente un papel fundamental en la defensa de los derechos humanos. Su adopción de la coacción en los interrogatorios—parte de una traición más amplia de los principios de derechos humanos en nombre del combate contra el terrorismo—ha debilitado significativamente su capacidad para organizar dicha defensa. 

Para los gobiernos que se enfrentan a la presión de Estados Unidos por cuestiones de derechos humanos resulta fácil ahora volver las tornas, para cuestionar la posición de Washington en la defensa de los principios que él mismo viola. Ya sea mediante la defensa de Egipto de la renovación de sus leyes de emergencia haciendo referencia a la legislación antiterrorista de Estados Unidos, la justificación de Malasia de la detención administrativa citando el caso de Guantánamo, la referencia de Rusia a Abu Ghraib para culpar de los abusos en Chechenia exclusivamente a soldados de bajo rango, o las alegaciones de Cuba de que el gobierno de Bush “carece de autoridad moral para acusarle” de violaciones de los derechos humanos, los gobiernos represivos encuentran más fácil desviar la presión estadounidense debido al triste historial de Washington en materia de derechos humanos después del 11 de Septiembre. De hecho, cuando Human Rights Watch les pidió que protestaran la detención administrativa en Malasia y la detención incomunicada prolongada en Uganda, los funcionarios del Departamento de Estado pusieron reparos y explicaron, en palabras de uno de ellos: “con lo que estamos haciendo en Guantánamo, estamos en una difícil posición para empujar este tema”. 

De manera similar, muchos defensores de los derechos humanos, especialmente en Oriente Medio y el Norte de África, se avergüenzan ahora cuando Estados Unidos sale en su defensa. Puede que ansíen contar con un aliado poderoso, pero identificarse demasiado estrechamente con un gobierno que ignora tan descaradamente el derecho internacional, ya sea en Irak, en Israel o en los territorios ocupados, o con la campaña contra el terrorismo, se ha convertido en una fórmula segura para el descrédito. Cabe reconocer que, en un discurso de noviembre de 2003, el Presidente Bush deploró los “sesenta años de naciones occidentales que excusaban y acomodaban la falta de libertad” en el mundo árabe. Recordando los esfuerzos de Estados Unidos para reducir las dictaduras comunistas en el Este de Europa, el Presidente Bush comprometió a Estados Unidos a emprender una “estrategia avanzada de libertad”. Sin embargo, debido a la animosidad con respecto a las políticas de Washington, la estrecha colaboración con la sociedad civil que caracterizó las iniciativas pro democráticas en el Este de Europa es más difícil de lograr ahora en Oriente Medio y el Norte de África. Esta animosidad no está dirigida contra Estados Unidos, como suele malinterpretarse con la intención de menospreciarla, sino contra la política de Estados Unidos.

La pérdida de credibilidad de Washington no se ha producido por falta de apoyo retórico a conceptos estrechamente relacionados con los derechos humanos, pero la adopción de un lenguaje explícito de defensa de los derechos humanos parece haber sido calculadamente rara. El gobierno de Bush habla con frecuencia de su devoción por la “libertad”, su oposición a la “tiranía” y el “terrorismo”, pero rara vez de su compromiso con los derechos humanos. La distinción tiene una importancia enorme. Una cosa es pronunciarse en el bando de los “libres”, y otra muy diferente acatar toda la gama de normas de derechos humanos que fundamentan la libertad. Una cosa es declararse opuesto al terrorismo, y otra muy diferente adoptar el conjunto de leyes internacionales de derechos humanos y humanitarias que consagran los valores que rechazan el terrorismo. Esta prestidigitación lingüística—esta negativa a aceptar las obligaciones legales adoptadas por países respetuosos de estos derechos—ha facilitado el uso de la coacción en los interrogatorios por parte de Washington.

Lo que ha sido especialmente frustrante del desprecio de Washington por las normas internacionales es la insensibilidad, incluso contraproducente, que ha demostrado—especialmente en Oriente Medio y el Norte de África, donde se han concentrado las campañas antiterroristas. Los sistemas políticos abiertos y receptivos son la mejor manera de fomentar que las personas resuelvan sus quejas pacíficamente. Pero cuando el defensor oficial más abierto de la democracia viola deliberadamente los derechos humanos, debilita a los reformistas favorables a la democracia y fortalece la llamada de los que pregonan visiones más radicales.

Es más, dado que atacar deliberadamente a civiles supone una afrenta contra los valores más fundamentales de derechos humanos, una defensa efectiva contra el terrorismo requiere no sólo medidas de seguridad tradicionales, sino también el reforzamiento de la cultura de derechos humanos. Se debe persuadir a las comunidades más influyentes con los posibles terroristas que la violencia contra civiles nunca está justificada, independientemente de la causa. Pero cuando Estados Unidos desprecia los derechos humanos, debilita esta cultura de derechos humanos y sabotea por lo tanto uno de los instrumentos más importantes para disuadir a posibles terroristas. En cambio, los abusos cometidos por Estados Unidos han supuesto una nueva llamada a las armas para los reclutadores de terroristas, y las fotos de Abu Ghraib se han convertido en los pósteres de los reclutadores de Terrorismo, Inc. Muchos militantes no necesitan incentivos adicionales para atacar a civiles, pero si el debilitamiento de la cultura de derechos humanos promueve que incluso unos pocos indecisos emprendan el camino de la violencia, las consecuencias pueden ser terribles.

¿Y para qué? Para desahogar las frustraciones, ejecutar la venganza—quizá, pero no porque la tortura y el maltrato sean necesarios para la protección. El respeto por los Convenios de Ginebra no impide que se interrogue enérgicamente a detenidos sobre una gama ilimitada de temas. El manual de interrogatorio del Ejército de Estados Unidos deja claro que el abuso socava la búsqueda de información fiable. El mando militar de Estados Unidos en Irak dice que los detenidos iraquíes aportan más información de inteligencia útil cuando no están sometidos a coacción. En palabras de Craig Murray, el antiguo embajador del Reino Unido en Uzbekistán que habló sobre la utilización de testimonios extraídos mediante tortura: “Estamos vendiendo nuestras almas por basura”.

Nada de esto quiere decir que Estados Unidos sea el peor violador de los derechos humanos. La lectura detenida del Informe Mundial de Human Rights Watch de este año revela rivales mucho más serios a tan notorio título. Pero la triste realidad es que la incomparable influencia de Washington ha hecho que su contribución a la degradación de las normas de derechos humanos sea única. 

No es suficiente argumentar, como harán sin duda sus defensores, que el gobierno de Bush tiene buenas intenciones—que es el “bueno de la historia”, en palabras del Wall Street Journal. Una sociedad guiada por las intenciones en lugar de la ley es una sociedad sin ley. Tampoco sirve de excusa para el historial de derechos humanos del gobierno, como han intentado hacer sus defensores, al señalar que ha derrocado a dos gobiernos tiránicos—los talibanes en Afganistán y el partido Baath en Irak. Los ataques contra regímenes represivos no pueden justificar los atentados contra el conjunto de principios que hacen ilegal la represión.

Para redimir su credibilidad como promotor de los derechos humanos y líder efectivo de la campaña contra el terrorismo, el gobierno de Bush tiene que reafirmar urgentemente su compromiso con los derechos humanos. Por razones de principio y pragmatismo, tiene que permitir, como se ha señalado, que una comisión de investigación al estilo de la del 11 de Septiembre examine totalmente sus prácticas de interrogatorio. El gobierno debe reconocer entonces lo equivocado de su conducta, pedir cuentas a los responsables (no sólo a un pequeño grupo de soldados y sargentos), y comprometerse públicamente a poner fin a todas las formas de coacción en los interrogatorios. 


<<previous  |  index  |  next>>Enero de 2005