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Entre toda la gama de retos en materia de
derechos humanos de 2004, dos plantean amenazas contra los derechos humanos: la
limpieza étnica en Darfur y la tortura de detenidos en Abu Ghraib. No son
equiparables y, sin embargo, cada uno de ellos a su manera ha tenido
consecuencias insidiosas. Uno conlleva la indiferencia frente a las peores
atrocidades imaginables, el otro es emblemático de un país poderoso que
incumple una de las prohibiciones más básicas. Uno presenta una crisis que
amenaza muchas vidas, el otro es un caso de excepcionalismo que amenaza las
reglas más fundamentales. La vitalidad de la defensa global de los derechos
humanos depende de una respuesta firme a cada uno de ellos—de que se detenga la
matanza del gobierno sudanés en Darfur y de que se cambien las decisiones
políticas detrás de la tortura y el maltrato a detenidos por parte del gobierno
de Estados Unidos.
En Darfur, la región occidental de Sudán, la
limpieza étnica masiva ha desencadenado muchos forcejeos y denuncias internacionales,
pero pocas acciones efectivas. La violencia sistemática contra civiles por
parte de las fuerzas gubernamentales sudanesas y las milicias respaldadas por
el gobierno constituye crímenes contra la humanidad y algunos la han descrito
incluso como genocidio, sin embargo, la respuesta internacional ha sido poco
más que condenar las atrocidades, alimentar a las víctimas y enviar a un puñado
de fuerzas africanas mal equipadas a intentar, ampliamente en vano, detener la
matanza. No se ha ejercido seriamente presión sobre el gobierno sudanés para
que cese su campaña homicida. No se ha movilizado ninguna fuerza de protección
significativa. El asesinato en masa en Darfur, que se produce una década después
del genocidio ruandés, es una burla de las promesas de “nunca jamás”. ¿Cómo
pueden pronunciar honestamente estas palabras los gobiernos cuando sus acciones
son tan vergonzosamente insuficientes?
Es necesaria una acción inmediata para salvar
a la población de Darfur. El Consejo de Seguridad de la ONU—o, si este organismo no actuara, cualquier grupo responsable de gobiernos—tiene que movilizar una fuerza
numerosa capaz de proteger a la población civil, enjuiciar a los asesinos y sus
comandantes, disolver y desarmar a la milicia del gobierno sudanés, y crear
condiciones seguras para que las personas desplazadas puedan retornar a salvo a
sus hogares. La pasividad continuada podría socavar un principio fundamental de
derechos humanos—que los países del mundo nunca dejarán que la soberanía se
interponga a su responsabilidad de proteger a las personas frente a las
atrocidades masivas.
El uso de la tortura por parte del gobierno de
Estados Unidos en la prisión de Abu Ghraib plantea un tipo diferente de
desafío: no porque la escala del abuso sea tan grande como en Darfur, sino
porque el responsable es tan poderoso. Cuando la mayoría de los gobiernos
vulneran el derecho internacional humanitario y de derechos humanos, cometen
una violación. Se condena o enjuicia la violación, pero la regla se mantiene
firme. Sin embargo, cuando un gobierno tan dominante e influyente como el de
Estados Unidos desafía abiertamente la ley e intenta justificar su desafío,
también se debilita la propia ley y se invita a otros a que sigan el ejemplo.
El uso deliberado y continuado de la “coacción en los interrogatorios” por
parte del gobierno de Estados Unidos—su aceptación y utilización de la tortura
y otros tratos crueles, inhumanos o degradantes—ha tenido efectos insidiosos,
muy por encima de las consecuencias producidas por un abusador ordinario. Dicha
conducta ilegítima también ha debilitado la tan necesaria credibilidad de
Washington como promotor de los derechos humanos y líder de la campaña contra
el terrorismo. En medio de una aparente epidemia de atentados suicidas,
decapitaciones y otros ataques contra civiles y no combatientes—todos ellos
afrentas a los valores más fundamentales de derechos humanos—la debilidad de la
autoridad moral de Washington se siente de manera marcada.
Al inicio del segundo mandato del gobierno de
Bush, su reto consiste en hacer de los derechos humanos una fuerza que guíe la
conducta estadounidense y establecer la credibilidad de Estados Unidos como
defensor de los derechos humanos. Como primer paso, el Presidente Bush y el
Congreso de Estados Unidos deberían formar una comisión de investigación
totalmente independiente—similar a las creada para examinar los atentados del
11 de septiembre de 2001—con el fin de determinar los problemas de las
prácticas de interrogatorio del gobierno y prescribir medidas para remediarlos.
Washington debe también reconocer y revertir las decisiones políticas que
originaron la tortura y el maltrato a detenidos, pedir cuentas a los
responsables en todos los niveles del gobierno por el maltrato a detenidos y
comprometerse públicamente a poner fin a todas las formas de coacción en los
interrogatorios.
[*] El autor es director ejecutivo de Human Rights Watch.